Redobla la ofensiva reaccionaria que castiga a nuestro país y al conjunto de América latina. Aquí la puesta en escena montada con el caso de los cuadernos Gloria aumenta su intensidad con el propósito confeso de sacar a Cristina Kirchner de una carrera presidencial que aún no se ha largado, pero frente a la cual es conveniente ir creando los obstáculos que puedan empantanar el camino de la ex presidente. Enviándola a la cárcel si es preciso, con pruebas o sin ellas. Mientras tanto el desquicio económico organizado por Cambiemos nos entrega atados de pies y manos al Fondo Monetario Internacional y sigue destruyendo a la industria, con el añadido de que ahora, a partir del episodio de los “Gloriagate”, han quedado en la mira no solo las Pymes –principales formadoras del empleo-, sino incluso las grandes empresas de capital integrado, como Techint, y se abre la posibilidad de que estas terminen siendo reemplazadas por, o asociadas a, las grandes transnacionales, cuya tendencia estructural es apropiarse de todo. Aunque en el trámite se termine involucrando a las más altas autoridades de la república, que tan bien han servido el propósito imperial, pero que, habiendo cumplido lo sustancial del trabajo al endeudar irremediablemente al país y atarlo, una vez más, a la servidumbre de una deuda que se había cancelado, podrían ser prescindidas y reemplazadas –o no- por algo menos desprolijo, aunque igualmente entregado a los grandes centros de decisión mundiales.
En los medios el lema de hoy es “la Corrupción”, aunque no se explique nada sobre su naturaleza y ramificaciones. La corrupción es un cebo poderoso a la hora de conformar la agenda periodística del día: fascina a los tienden a ver la superficie de las cosas y no lo que se oculta debajo de ellas. La diligencia desplegada en torno al tema aceita además la relación entre los oligopolios de prensa, la pseudojusticia que campea en Comodoro Py y el gobierno, tendiendo una cortina de humo sobre los problemas de fondo que aquejan al país y que en estos días están revistiendo proporciones catastróficas. Véanse deuda, devaluaciones, siderales aumentos en las tarifas de los servicios públicos, deterioro del nivel de vida, cierres de fábrica, protestas, represión y desempleo.
En medio de la orgía de las denuncias nadie se pregunta sobre si la corrupción puede ser combatida por los corruptos. Esto es, si las coimas en la obra pública revisten un carácter delictivo más importante que la evasión de impuestos, las masivas fugas de divisas a los paraísos fiscales y la violación de las normas jurídicas a través del prevaricato. Tampoco se indaga sobre la cuestión cuasi metafísica de quién corrompe a quién: si el funcionario que vende un favor o el empresario que lo compra u ofrece comprarlo. Al paso que vamos podemos estar seguros de que, sea el que fuere el candidato o la candidata de la oposición, las maniobras de distracción y los escándalos fundados en indicios, fotocopias, denuncias sin sustento y en campañas de prensa más que en pruebas fehacientes, van a ser legión de aquí a la fecha de los próximos comicios. Este último escándalo posiblemente ya estaba preparado desde larga data, pero la explosión del caso de los aportantes truchos para Cambiemos en la elección bonaerense de 2017 puede haber apresurado su utilización. Sin caer en la cuenta, sin embargo, de que las ramificaciones subterráneas o no tanto de las denuncias de los célebres cuadernos, podían dejar en descubierto a esa patria contratista que se incubó a lo largo de los años y de la cual de SOCMA o IECSA han sido partícipes principales.
La cosa resulta doblemente dolorosa porque detrás de este desastre asoma la absoluta incapacidad de la casta poseedora que se ha vuelto a hacer con el gobierno y que está desprovista no sólo de patriotismo sino de imaginación, por lo que sigue empecinada en ser el vagón de cola de las fuerzas predominantes del orden mundial. Y también porque su supervivencia, después de haber cometido estragos sin fin desde 1955 a esta parte, habla muy mal de nuestra capacidad como sociedad para sacarnos de encima a esa excrecencia parasitaria que lo único que ha soñado siempre es volver al país exportador de producción primaria, desechando cualquier pretensión industrialista para reducirnos a la condición de un apéndice del mundo desarrollado, reducido a una función extractiva, proveedora de bienes sin valor agregado, cuyos dueños viven tirando manteca al techo. Aunque ahora ya no la tiren en París, como lo hacían los señoritos de la oligarquía durante “los años de la República”, sino que la lancen hacia los paraísos fiscales. Nos guste o no, esta es la distopía conservadora que se ha puesto entusiastamente en marcha a partir de diciembre del 2015, en andas de la liviandad, por no decir otra cosa, de una parte de la opinión pública; de los errores y torpezas de los partidos populares, y de una dictadura mediática que día a día satura las ondas con una información tóxica, sea por su carácter sesgado o mentiroso, o incluso por su misma irrelevancia.
La tormenta
Conviene sin embargo mirar las cosas en perspectiva. No estamos solos en la desgracia. Mal de muchos, consuelo de tontos, dice el refrán, pero es bueno comprender como se interconectan las cosas y caer en la cuenta de que vivimos en el seno de una “tormenta”. No en el sentido que parece dar el presidente a la palabra, como si de un rayo que se desprende de un cielo sereno se tratase, sino en el de que estamos ingresando a la fase crítica de un proceso de globalización que el imperio quisiera que no se detuviese, pero que está siendo contrastado por un rechazo que cada día se generaliza más en todo el mundo. Comprender esto es necesario para concebir las herramientas que permitan aguantar el choque que se nos viene encima.
La resistencia que el modelo globalizador encuentra lleva a la exasperación de sus tendencias más explosivas, pero también a un reconcentrarse sobre los objetivos que se le ofrecen en el ámbito que lo circunda. Esto afecta en primerísimo término a ese espacio que Estados Unidos estima como propio: su “patio trasero”, su franja de terreno inalienable, el reaseguro estratégico de su política y la fuente de recursos que encuentra más mano y es más rica: la América que los anglos denominan latina y que nosotros preferiríamos llamar América a secas, o bien Indoamérica o Iberoamérica.
¿O se puede considerar una casualidad que en este mismo instante Brasil esté en manos de un gobierno salido de un golpe institucional promovido por una justicia que es cualquier cosa menos justa, y por un parlamento corroído por la corrupción? ¿Es también coincidencia que en Ecuador el ex presidente Correa haya sido traicionado por su delfín, Lenín Moreno; que en Venezuela se atente contra la vida del presidente Maduro y su plana mayor, y que en Colombia el proceso de paz (que equivale poco menos que a una rendición de la guerrilla) esté siendo hecho jirones por la matanza de los líderes sociales (330 en los últimos meses) llevada a cabo por los paramilitares y el ejército? ¿Es también fortuito que los rumores de guerra entre Venezuela y Colombia estén a la orden del día? El desguace productivo de la Argentina y la aparición de bases estadounidenses en nuestro territorio camufladas como centros de asistencia humanitaria forman parte de este mismo esquema. Hasta aquí no se ha suscitado ninguna resistencia orgánica y conjunta contra esta intromisión.
Este año ha habido cuatro visitas de altos funcionarios norteamericanos al subcontinente que han concurrido a reforzar y coordinar la ofensiva: el ex secretario de Estado Rex Tillerson, su sucesor en el cargo (y ex jefe de la CIA) Mike Pompeo, el vicepresidente Mike Pence y el secretario de Defensa, el general James Mattis. Este último hizo declaraciones que hubieran rondado la humorada, si no fuera por lo serio del propósito de fondo que hay en su despliegue de hipocresía. Mattis constató la presencia y la influencia de los rivales de Estados Unidos en Suramérica, China y Rusia, y dictaminó que “hay más de una forma de perder la soberanía en este mundo. No es sólo por las bayonetas. Puede ser con países que nos llegan ofreciendo regalos, préstamos amplios que acumulan deudas masivas en otros países a sabiendas de que no podrán repagarlas, como los préstamos chinos a naciones como Venezuela”. ¿No es cosa de risa? ¿De qué otra manera han procedido USA y Wall Street a partir del neoliberalismo, en un todo de acuerdo con las premisas de los organismos de crédito mundiales?
Hay que prestar atención a lo que está sucediendo en toda Suramérica para encuadrar correctamente lo que está aconteciendo entre nosotros. Lo dijimos en varias ocasiones: cuando el poder que propulsa más fuertemente al proyecto globalizador –Estados Unidos- tropiece con graves dificultades para seguir expandiéndolo, se hará más fuerte su deseo de ejercer control sobre el área que considera su reaseguro estratégico: el hemisferio occidental en su conjunto. A la vuelta de tres años ese poder ha eliminado con una velocidad sorprendente, recurriendo a golpes institucionales o incluso a través de un proceso electoral legítimo (el caso argentino) a todos- menos dos- los gobiernos suscitados en la ola populista que surgió en Latinoamérica al alborear el siglo. Sólo los de Bolivia y Venezuela se mantienen en pie, y este último está siendo acosado de manera implacable. Tras el fracaso de las guarimbas prosigue la presión económica y parece haberse llegado al momento del magnicidio y del fomento de las tensiones con la vecina Colombia para suscitar una guerra entre los dos países que abra un espectro de posibilidades de intervención contra la república bolivariana. Con la UNASUR fracturada y prácticamente inexistente gracias a la deserción de Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Paraguay y Perú, los mecanismos de interposición entre los potenciales contendientes se reducen a los de la OEA, organización nada confiable, nacida de un panamericanismo tutelado por Estados Unidos, asentada en Washington y cuyo secretario general, el uruguayo Luis Almagro, se ha distinguido por una hostilidad radical hacia el gobierno de Venezuela. Así las cosas, las afirmaciones del jefe del Comando Sur del Pentágono, el almirante Kurt Tidd, adquieren el tinte más siniestro posible. Tidd “aspira a que el gobierno bolivariano sea derrocado a través de una operación militar bajo bandera internacional, patrocinada por la Conferencia de los Ejércitos Latinoamericanos, bajo la protección de la OEA y la supervisión en el contexto legal y mediático, de su secretario general.”[i]
Juan Manuel Santos, el presidente que negoció la paz con las FARC, arrastraba tras de sí el demérito –o mérito, depende desde que punto de vista se lo observe- de haber sido ministro de Defensa del gobierno de Álvaro Uribe y haber combatido durante su mandato con una perseverancia implacable a la guerrilla. Tras descabezar a las FARC consiguió finiquitar el proceso de paz con la guerrilla y acabar –en el papel, al menos- una guerra civil de más de medio siglo de duración. Durante su mandato las relaciones con Venezuela fueron tensas, pero no se acercaron a la posibilidad de dirimir las diferencias con las armas. Ahora ha sido reemplazado por Iván Duque, hombre cercano a Uribe –el enemigo íntimo de Santos, opositor al tratado de paz con la guerrilla y enconado enemigo del gobierno bolivariano de Venezuela. La larga frontera venezolana colinda con tres países que en este momento son hostiles al gobierno de Caracas. Por obra y gracia del escamoteo de la voluntad popular en el Ecuador originada por el viraje en el aire de Lenín Moreno, y del carácter reaccionario y entreguista de la presidencia de Michel Temer en Brasil, Venezuela, que en la época de Chávez tenía las espaldas cubiertas por Lula y Rafael Correa, hoy no sólo se encuentra enfrentándose al adversario designado, Colombia, sino a un arco hostil al que no tardarían en sumarse países como Perú, Argentina, Chile y Paraguay.
La percepción de que estos fenómenos están interrelacionados con nuestra actual decadencia es importante para comprender que el rescate de esta situación sólo puede provenir de una lucha popular que tome como eje en primer lugar el combate por las reivindicaciones sociales y también por el libre derecho a elegir en todo el continente. El dato de que los candidatos más populares de Brasil y Argentina, Lula y Cristina Kirchner, se encuentren en este momento en la cárcel o amenazados de ingresar en ella a partir de delitos no demostrados, es indicativo de que la ofensiva antipopular que recorre el continente se mueve por unas coordenadas uniformes, que sólo pueden ser dictadas desde las representaciones locales del gobierno de Washington. El irrespeto con que se conduce Bonadío respecto a las normas jurídicas incluso le permite expulsar al abogado de la expresidenta del domicilio de esta, donde ese juez había ordenado un allanamiento. Según los expertos esto viola todas las garantías constitucionales en materia de defensa de un imputado. Nada, sino la mentira mediática y la cobertura de la embajada pueden hacer que estos procedimientos sigan su curso. ¿Pues acaso no fue el embajador norteamericano Edward Prado quién dijo a su arribo que “venía a ayudar a la justicia argentina a cumplir su tarea”? Aún no se ha escuchado ningún pronunciamiento oficial que repudie ese despropósito.
¿Hasta qué punto podrán afrontarse estos retos con los partidos y las organizaciones sindicales actualmente existentes? Es evidente la necesidad de “barajar y dar de nuevo”, pero habría que comenzar con la convocatoria de parte de las agrupaciones políticas dotadas de predicamento popular, a un frente nacional que pueda dar una salida al caos que se viene.
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[i] “Adiós a la paz”, por Aram Aharonian, en www.rebelión.org