Las malas noticias no son novedad para la Argentina desde que asumió el gobierno de Cambiemos. No vamos a recapitularlas; venimos haciéndolo desde hace años. Pero no se puede dejar de mencionar la última, que el presidente Macri dejó caer de sus labios cuando el lunes anunció la reforma de las fuerzas armadas. Por un decreto, el ejecutivo nacional ha decidido modificar la ley vigente y autorizar el empleo de las FF.AA. en tareas que hasta hoy estaban fuera de su ámbito específico. En palabras del presidente, se trata de que las fuerzas “puedan colaborar con la seguridad interior… teniendo un rol fundamental en la custodia de objetivos estratégicos… y dotándose de capacidad para enfrentar los desafíos y amenazas del siglo XXI, como el narcotráfico y el terrorismo internacional”.[i]
El gobierno modificó el decreto 727/2006, reglamentario de la ley de defensa nacional, que desde la gestión de Néstor Kirchner sólo permite el empleo de las fuerzas armadas ante agresiones de origen externo cuando estas sean perpetradas por otros estados. No está claro todavía si la nueva ley será remitida o no al Congreso para su aprobación.
Es evidente que las fuerzas armadas argentinas deben ser reformuladas. Pero no en el sentido de su abolición como custodio de la soberanía, como indicaría el discurso presidencial al asignar al narcotráfico y al terrorismo el rol del “enemigo principal”, sino justamente en la dirección contraria: potenciándolas para que puedan cumplir su función originaria y proveyéndolas de una doctrina estratégica que se corresponda con ella. Es decir, con una mirada que reconozca la proyección argentina en Suramérica y la conciba en un encuadre que valore al subcontinente como la región que corresponde a nuestra situación geopolítica y a la composición socio-cultural de nuestro pueblo y de los pueblos hermanos que la habitan.
El narcotráfico y el terrorismo son dos espantajos fabricados por el complejo militar industrial norteamericano para seguir manteniendo la vigencia de un presupuesto bélico exorbitante que por un lado mantiene en vida a la economía del gigante norteño y por otro sirve para atemorizar o reducir a la obediencia a aliados y enemigos. No bien cayó la Unión Soviética se hizo preciso para el “estado profundo” (deep state), que controla las palancas del poder en Washington, hacerse de un punching ball para seguir golpeando algo y fomentar la ficción de que se está frente a una amenaza mortal contra la cual es preciso prepararse. Cobertura necesaria también para proseguir con los planes de una globalización asimétrica que, con guerra comercial o sin ella, con Trump o sin él, sigue siendo la línea conductora del Departamento de Estado y el Pentágono. Hoy el rol del enemigo preponderante ha vuelto a recaer sobre las espaldas de una Rusia rediviva y de una China demasiado próspera en materia económica, pero la funcionalidad del terrorismo y del narcotráfico como pretexto conserva su vigencia; este último en especial en las tierras al sur del Río Bravo.
El rol que compete a América del Sur en el siglo XXI es importantísimo para el balance del poder global y para nuestra propia determinación como sociedades capaces de conectarse con el mundo en calidad de organismos capaces de tener vida propia. Desde la óptica del sistema-mundo nuestro papel, por el contrario, es el de la subordinación y la obediencia, usando para esto a las burguesías compradoras que nos presiden y que están predispuestas a todo para mantener su conexión privilegiada con el imperio. Los recursos con que cuenta el subcontinente son no sólo objeto de codicia de parte del imperialismo, sino esenciales para mantener viva su pretensión a alcanzar la preponderancia. Los minerales estratégicos, la Amazonia, los hielos continentales, las reservas acuíferas, las tierras propicias al desarrollo agrícola y ganadero, la riqueza pesquera, el espacio abierto y propicio al desahogo poblacional de otras zonas del planeta azotadas por la guerra, la miseria y el atraso convierten a Suramérica en un objetivo para el poder central y para la provisión de sus necesidades. Tener unas fuerzas armadas en capacidad para llenar la misión de defender estas ventajas la asechanza externa, que se agiganta a medida que crecen el deterioro ecológico y los rivales de Estados Unidos, es por lo tanto fundamental para la supervivencia del país y de la región.
Y bien, el proyecto de Cambiemos implica todo lo contrario. Supone el abandono por las Fuerzas Armadas de su función específica para reducirlas a desempeñar el papel de policía interna y de frontera. No hay nada malo en esa tarea; el problema reside en que las FF.AA. no fueron creadas para esos cometidos y que ya existen los contingentes especializados –gendarmería, prefectura, policía- que están preparados para ellos. Está también algo que produce mucho temor, sobre todo en los sectores progresistas: que al dar paso a este tipo de reforma, se habilite la posibilidad de una vuelta al pasado, cuando las fuerzas armadas habituadas al intervencionismo político, violaron la legalidad y se encaramaron al poder, poniéndose al servicio de una planificada represión interna que confundió sus objetivos y se convirtió en un instrumento del programa del imperialismo y del establishment para restaurar la república conservadora. Fue el nadir de las fuerzas armadas, el momento en que, perdido el rumbo, dieron zarpazos de ciego, se mancharon y casi se autodestruyeron moralmente junto a su objetivo: los movimientos armados que pretendían subvertir, sin medir los riesgos, el orden social.
Ese horrible momento por suerte está superado. O debería estarlo, aunque hay rencores que persisten. Pero al menos desde un punto de vista biológico, las FF.AA. de hoy no tienen nada que ver con las del proceso: un alto oficial del ejército actual era apenas un niño o un adolescente en la época que ocurrieron los hechos. Y algo se debería haber aprendido desde entonces, tanto entre los militares como entre los civiles y las diversas facetas que componen el espectro ideológico.
El verdadero problema, sin embargo, no pasa tanto por el recuerdo, sino por la naturaleza del compromiso en que se mete a las fuerzas armadas si la anunciada reforma se implementa. No hay más que remitirse al ejemplo mexicano para ver lo inútil y contraproducente que resulta esta clase de “reforma”. En México el ingreso del ejército a la lucha contra el narcotráfico trajo aparejado un incremento exponencial de la violencia y de la corrupción que se deriva del contacto con las extensísimas redes del tráfico y con el flujo de cantidades ingentes de dinero. Cien o doscientos mil muertos en una guerra larvada y sucia que lleva décadas han convertido al país azteca en una caricatura de sí mismo. En Argentina el mal no está tan enraizado, pero el peligro se encuentra ahí y al desviar a las FF.AA. de su función natural ese riesgo aumenta. Ahora bien, este desvío no es casual, no es solo la consecuencia de una ocurrencia de Cambiemos; es en todo caso la disposición de este gobierno a cumplir todos y cada uno de los puntos del nuevo “estatuto del coloniaje” que viene dictado desde arriba. En ese cuadernillo de ruta del impeialismo lo decisivo es la disolución de los referentes que estructuran la nación, empezando por el Estado, que abandona su función de contralor para convertirse en el agente ejecutivo del “diktat” de los mercados. Dentro de esta demolición, la liquidación de las Fuerzas Armadas y su conversión en policía interna, son un factor principal. Han de olvidarse de cualquier consideración geoestratégica y reducirse a ser colaboradoras de la DEA o de las fuerzas especiales extranjeras que custodiarán los reservorios de las materias primas. ¿Para qué pensarse estratégicamente si somos pensados por otros para cumplir esa función?
Me pregunto qué opinarán los militares, en su fuero interno, de esta perspectiva. Ya están reducidos a su mínima expresión en lo referido a presupuesto, equipamiento y entrenamiento para el combate. Ahora, en concordancia con el discurso presidencial, les ha de caber la función de relevar a los gendarmes en la custodia de las represas y de la interceptación del contrabando, a la espera de que puedan ser llamadas a actuar como policía interna para reprimir la protesta social si la crisis que estamos viviendo se tensa, como es posible, hasta el punto del estallido.
Virtual desactivación del INVAP
Como guinda que corona el postre, hace apenas un par de días el presidente de la República informó en Bariloche que INVAP (Investigaciones Aplicadas) no ha de contar con llevar adelante los proyectos firmados durante el kirchenerismo, que montaban una inversión de alrededor de 1.000 millones de dólares para que esa empresa del estado realice diversos trabajos de actualización tecnológica en su mayor parte contratados en el país. El actual gobierno no va a sustentarlos: “Los fondos no están y se acabó el tiempo de la magia”, dijo el presidente, sin explicar cuál habría sido la magia que permitió al Estado, a lo largo de décadas, sacar adelante un emprendimiento tecnológico de avanzada que se encuentra al nivel de los mejores del mundo. Por otra parte el gobierno no abonará la deuda de U$S 1.400 millones que tiene con esa empresa nacional de alta tecnología por trabajos concluidos entre 2017 y 2018. El INVAP tendría que buscar esos recursos afuera, provenientes de capitales privados. Esto supone una virtual paralización de ese milagro que para la Argentina es esta empresa, de gran prestigio internacional y apta para desarrollar sistemas satelitales completos, reactores nucleares, radares, sistemas médicos, proyectos de energía alternativa, sistemas de seguridad y de defensa, etcétera. En su lugar se propone su eventual apertura a la colonización por la inversión extranjera. Se habla también de una cifra aproximada de 400 despidos en el personal de planta de la empresa. Son profesionales altamente calificados que, inevitablemente, como sucediera en la década infame del menemismo y el delarruísmo, habrán de tomar el camino del exilio en busca de mejores horizontes. Como un ritornelo fatídico vuelven a la memoria las frases que moldearon a la Argentina de espaldas al continente: “El mal que aqueja a la Argentina es su extensión” (Sarmiento), “Hay provincias que son inviables” (Domingo Cavallo), a quien también se le debe el académico consejo que diera a los científicos: “¡Qué se vayan a lavar los platos!”
Sin pretender en absoluto igualar la estatura intelectual e histórica de estos dos personajes, se debe reconocer que ambos expresan una filosofía del achicamiento y de la reducción del país a una dimensión que resulte manejable para la casta poseedora, interesada cuando mucho en dotarlo de un barniz de modernidad mientras disimula apenas su atraso como productor de materia prima sin elaborar, de la cual extrae una renta parasitaria que dilapida en gastos suntuarios o fuga al exterior.
Desarme, demolición tecnológica, fuga de cerebros, creciente anomia social, falta de metas reconocibles para la mayoría de los argentinos; este es el saldo provisorio de la gestión del actual gobierno.
¿Hace falta decir algo más para definir el camino que recorremos? ----------------------------------------------------------------------------------------------------------- [i] La cursiva es nuestra.