Mediando el año de gracia de 2018 los países iberoamericanos no están en su mejor forma. Nunca se han distinguido por procesos de crecimiento unívocos y profundos: muchos más han sido los períodos en que estas sociedades han vivido dentro del esquema neocolonial, que los interregnos de tipo popular, pensados a la medida de las mayorías y orientados hacia la obtención de la soberanía nacional. Esos interregnos a veces fueron complementados por el componente inexplícito que subyace a todos estos intentos: una tendencia a la unidad regional que recompondría, con un sentido independiente, autónomo y fundado en el propio interés esta vez, la unidad que existiera en tiempos de la colonia. Este fue el objetivo de los libertadores, pero su pretensión naufragó por la presión del imperialismo (inglés o norteamericano, no importa) interesado en impedir esa salida para mantener a estos países bajo la férula de su socia: la burguesía compradora u oligarquía, ocupada en sus negocios y orientada por su psicología portuaria hacia el mercado exterior más que hacia el mercado interno, al que se evaluaba y evalúa todavía como repositorio de materia prima exportable y de mano de obra oprimida y, en algunos casos, poco menos que esclava. Esta combinación entre las oligarquías y el poder imperial ha impedido hasta hoy un cambio de fondo y ha generado fenómenos de anomia social, de percepción deformada de la realidad y de distorsión cultural que gravitan pesadamente en el desarrollo de los movimientos nacional-populares que se baten contra semejante estado de cosas.
Después de los tres lustros de afirmación social y nacional que hubo en gran parte de Sudamérica y que expresó el rechazo hacia el experimento neoliberal que había devastado la región durante varias décadas, hacia el 2015 advino un nuevo proceso de regresión que, en muy poco tiempo, volvió por los fueros del poder del establishment y está haciendo tabula rasa de lo que trabajosamente se había construido en el período anterior. Sus procedimientos incluso han llegado a poner en cuestión la posibilidad de recuperación de lo que se había adquirido. O readquirido. En Argentina, por ejemplo, debido a la toma de una deuda monumental e innecesaria abonada a la timba financiera; y al desmantelamiento de la industria y de ajustes varios que descarrían el presupuesto –cobrar tarifas de servicios a precio dólar a consumidores que ganan en pesos, por ejemplo- la reorganización del país incluso después de que se vaya el gobierno de Cambiemos va a estar dificultada por vencimientos, trabas financieras y por rémoras introducidas en el aparato industrial que redundarán a su vez, al menos por un tiempo, en la creación de empleo. Es la política de tierra arrasada que suele practicar un ocupante cuando se repliega de un territorio: destruir lo que había para obligar a los otros a recomenzar de cero. Pero no es la primera vez que esto ocurre, de modo que no habría que desesperar. ¿Qué quedó después del genocidio social de los gobiernos de Menem y de De la Rúa, por ejemplo? El país era un campo de ruinas, pero, trabajosamente, las cosas volvieron a encarrilarse, aunque fuera en parte. La cuestión, por lo tanto, no es sólo reconstruir –eso siempre se puede-, como construir sobre bases sólidas, cosa de evitar este inacabable corsi e ricorsi que agota al bando económicamente más débil y puede desarmarlo psicológicamente por la persistencia de la reacción que vuelve una vez y otra a cebarse en su cuerpo.
Este es el problema. Y se trata de un problema que en este mismo momento se está poniendo de manifiesto en varios lugares del continente. Nicaragua, Ecuador, México, Argentina y el mismo Brasil, son hoy indicadores de que las viejas inconsecuencias, la inmadurez, la superficialidad, la falta de rumbo y la confusión entre lo prioritario y lo esencial siguen habitando las filas de muchos movimientos populares. Hay que luchar contra esos lastres. Uno de ellos ha sido y es la tentación de la izquierda y de los nacional-populares de volverse en contra de sí mismos, en contra de gobiernos de la propia índole que han cometido errores y hasta brutalidades de envergadura, pero que siguen siendo incómodos para los poderes sistémicos que siempre intentarán de arrojarlos del sitial al que han llegado. Esos gobiernos, pese a todos sus renuncios, continúan portando una carga útil de democratización que sería abolida en cuanto una turbamulta opositora, fogoneada por el imperialismo, lograse su designio de derribarlos. Venezuela es un caso típico en este sentido. La crítica a esos gobiernos hermanos es por supuesto muy necesaria y eventualmente debe ser cruda y desconsiderada, pero no puede hacerse ignorando lo que el marco geopolítico, la coyuntura y sobre todo la historia indican; es decir, que frente al enemigo común hay que cerrar filas, pues este nunca se avendrá a razones y que si son él y sus sicarios los encargados de darle la puntilla a un movimiento popular que ha extraviado el camino, lo que vendrá después será mucho peor. El liderazgo revolucionario sólo se puede obtener demostrando una mayor aptitud para encabezar la resistencia frente al enemigo, no colaborando con este para derrocar a lo que es una expresión insuficiente de la lucha popular.
Por estos días Nicaragua ha venido a reemplazar a Venezuela en el primer plano de esta puesta en escena. Allí los horrores del somocismo, la dictadura prohijada por Estados Unidos en los años 30, dieron lugar a que en los 70 el movimiento sandinista iniciara una cruzada insurreccional contra el régimen que culminó con éxito. Esto le valió el acoso del imperio, que se ensañó con esa experiencia de una manera implacable, marcándole límites que nunca pudo trasponer. Pero el sandinismo siguió siendo una presencia de gran peso en el país y hace dos años devolvió a Daniel Ortega al gobierno. El líder histórico del movimiento, sin embargo, tomó caminos errados, quizá por efecto del temor que le inspira la oleada reaccionaria que barre al continente y creyendo que había de pactar con sus peores enemigos para garantizar su permanencia en el poder incurrió en desvíos que le están costando terriblemente caros. El peor de esos errores (o transigencias culpables, si se quiere) fue imponer una reforma previsional al mejor estilo neoliberal sin consulta alguna a sus bases y actuar con desaprensión cuando se produjo un grave incendio en la reserva Indio-Maíz, muy criticado por organizaciones de jóvenes ecologistas. La torpeza y brutalidad con que se reprimieron las manifestaciones contra esas disposiciones abrieron la puerta a una oleada de protestas callejeras que degeneraron en revuelta y que se han cobrado ya más de 400 muertos y más de un millar de heridos. Es probable, por no decir seguro, que los agentes del caos, es decir, los cuadros de la CIA, hayan desplazado su interés, provisoriamente, de Caracas a Managua, y que se propongan prolongar la edición nicaragüense de las “guarimbas” hasta obtener la cabeza, en sentido figurado o no, del mandatario nica.
En México, por su parte, el electo presidente Andrés Manuel López Obrador se enfrenta a una tarea hercúlea si quiere cumplir su programa dirigido a lograr una mayor equidad social y perseguir las lacras de la corrupción y el narcotráfico. Sus antecedentes son buenos, su personalidad es atractiva y tiene detrás de sí su gestión como alcalde de la capital azteca a modo de aval de su compromiso y de sus intenciones. Desde luego que también él debe estar haciendo cálculos acerca del límite que le marca su propia fuerza: el hecho de haber tenido que resignar la victoria en anteriores comicios debido al manejo fraudulento de estos por anteriores gobiernos y a la gravitación aplastante de las viejas maquinarias políticas, demuestran que habrá de tener una cintura de boxeador para acomodarse en la pelea que le espera. Por esto es que resulta poco reconfortante que una fuerza como el ejército zapatista de liberación nacional (EZLN), activo en el estado de Chiapas desde hace 22 años y expresivo de lo más radical de la izquierda, haya salido a criticar al mandatario electo con los tapones de punta, antes de que este haya podido dar un solo paso. En un artículo aparecido en Página 12 el pasado jueves 19, el periodista Marcelo Febbro reproducía partes de un comunicado de EZLN emitido cuando todavía no habían pasado dos días del triunfo de AMLO. ““Podrán cambiar al capataz, los mayordomos y caporales, pero el finquero sigue siendo el mismo”, decían los zapatistas refiriéndose al triunfo de López Obrador y a su función dentro del sistema. Lo consideran como un personero del régimen, falso izquierdista y “enemigo de los indígenas”. El subcomandante Galeano (antes Marcos) no se molestó para nada en matizar su inquina: “Si somos sectarios, marginales y radicales; si estamos aislados y solos; si no estamos de moda: si no representamos nada ni a nadie; ¿entonces por qué no nos dejan en paz y siguen celebrando su triunfo?”.
Es difícil encontrar un ejemplo más flagrante de cerrazón no sé si doctrinaria o psicológica, o de ambas a la vez: ¿desde cuándo el aislamiento en la selva, el indigenismo a secas y el desdén por lo comunitario y la sociedad moderna pueden ser considerados revolucionarios?
No es corto el camino a recorrer hasta que nos reconozcamos entre nosotros y sepamos discernir entre lo esencial y lo accesorio. En nuestro país en este mismo momento, a poco más de un año de las próximas elecciones presidenciales de las que puede salir la partida o la reconfirmación del gobierno de Cambiemos, la oposición no termina de acordar un temario, un programa de campaña y un proyecto de país con miras a un futuro que estará pesadamente condicionado por la política de tierra baldía practicada por el PRO y el radicalismo. ¡Y estamos en el seno de la crisis más profunda que vive Argentina desde las postrimerías del gobierno De la Rúa!
La presidente del FMI se encuentra entre nosotros, es cierto que para presidir la cumbre del G 20, pero no hay que engañarse respecto al sentido profundo de esta coincidencia. En el fondo es una espléndida ocasión para reconfirmar al gobierno de Mauricio Macri en la ruta suicida (para el país, no para el presidente ni para el estamento en que se mira) que nos han sumido. Como ninguna operación de este tipo viene sola –más bien hay que pensar que vienen por todo-, sería hora de que fuéramos anoticiándonos, la progresía en especial, del estado deplorable de nuestras fuerzas armadas y de la creación de varias bases estadounidenses en el país. Por supuesto se trata, oficialmente, de posicionamientos destinados a brindar ayuda humanitaria a la población local o a combatir el narcotráfico en regiones fronterizas de parte de unos pocos efectivos. Pero qué casualidad que se encuentren en las proximidades de los yacimientos de shale gas de Vaca Muerta, en Neuquén; en Tierra de Fuego, en la intersección entre la Antártida, las Malvinas y los hielos continentales; en la triple frontera, sobre el acuífero guaraní, o en Jujuy colindando con una Bolivia que, junto a Argentina y Chile, dispone de las mayores reservas de litio del mundo y está presidida por uno de los caudillos populares de mayor predicamento en la región.
Es inútil gritar “¡al lobo”! cuando el lobo ya está adentro. Mejor es pensar como echarlo.