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10
JUL
2018

El regreso de las personalidades fuertes

La anomia que en la sociedad moderna provoca el eclipse de las ideologías y el impacto de la comunicación incomunicante, está trayendo a la superficie fenómenos de personalización política que pueden hacerse más influyentes en el próximo futuro.

 Asociado al rebrote del populismo –es decir, a programas, movimientos o tendencias que no se asocian demasiado estrechamente al estatus de la democracia formal y que tienden a establecer una mayor proximidad de las bases con el poder- se está dando también la reemergencia de las personalidades provistas de carisma, o de algo que puede pasar por tal. Estos son días en que los pálidos burócratas de la política se están enfrentando, después de mucho tiempo, a la presencia de individuos de características singulares, de rasgos fuertes y que, cada uno con su estilo,  trasuntan cierto desdén por los formalismos y expresan una voluntad de poder que puede ser -o que puede ser confundida- con un proyecto alternativo al actualmente vigente. Los Donald Trump, Kim Jong un, Xi Jin Ping, Vladimir Putin, Bashar al Assad, Recyp Erdogan, Marine Le Pen o Andrés Manuel López Obrador, entre otros, se salen de los moldes habituales y pueden dar sorpresas o ser “imprevisibles”; defecto este último que se cuenta entre los más abominables para los sostenedores del estatus quo.

La crisis por la que el mundo está pasando refleja el estadio final de una civilización mercantilista en su agonía. Pero, en la medida que esa agonía se prolonga y no se percibe una opción disponible para reemplazar al sistema en crisis, nos encontramos en esa fase tenebrosa en la cual, como dijera Gramsci, “lo viejo se resiste a morir y lo nuevo no nace todavía”. En este escenario los seres humanos andamos a la deriva. La caída de la URSS abrió el paso a la crisis  de las ideologías y por consiguiente a una pérdida de referentes esperanzadores para mucha gente que vagamente creía todavía en la existencia o en la posibilidad de la existencia de un modelo diferente y mejor al del  capitalismo. La potenciación de este último como directa consecuencia de ese colapso no significó una oportunidad para liberar a la economía de las inversiones no productivas como el armamentismo, dirigiéndola a la generación de un mundo más armónico, sino, por el contrario, se convirtió en una ocasión para desatar toda la vehemencia predatoria del sistema, y para sumir al mundo en una segunda guerra fría que esta vez se ejecutaría sin ningún pretexto, como no fuera el de la “necesidad de combatir al “terrorismo”. Un enemigo inventado, este, que salió todo hecho de la usina de los medios de comunicación y de los servicios de inteligencia para ser utilizado, bajo una variedad de pretextos y disfraces, a los fines del lanzamiento de una ofensiva destinada a instituir la globalización asimétrica que deberá concentrar el 90 por ciento o más de la riqueza mundial en unas pocas manos, mientras que el grueso de los habitantes del planeta han de conformarse con ver sus opciones de progreso recortadas o con ser relegados al atraso.

Navegando en el vacío

Las nuevas tecnologías que ascienden verticalmente han coincidido con este punto de la evolución política. Estas tecnologías, a la vez que enriquecen las posibilidades de creación humana, contribuyen también a agravar la situación de desarraigo y desconexión del individuo con la comunidad y refuerzan el efecto de extrañamiento que deviene del eclipse de los parámetros ideológicos fuertes. Es paradójico, pero real: los nuevos medios de comunicación -Internet, el universo de las redes sociales siempre en movimiento, la televisión, las computadoras, los teléfonos inteligentes, las nuevas aplicaciones que no cesan de aparecer, más el choque de la modernidad en las comunidades atrasadas y el torrente cambiante de las informaciones interesantes, irrelevantes o absurdas que fluyen por todos esos canales-,  ponen al individuo bajo el imperativo de lo efímero. En consecuencia lo proyectan a una flotación donde todo tiende a perder sentido. Ensimismado en la nube cibernética el individuo  pierde contacto con lo social, se sumerge en la anomia o bien, buscando un agarre, cede a la tentación de lanzarse a una aventura donde cree que va a encontrar una referencia o una resistencia firme. Lo que a veces, cuando se trata de personas poco equilibradas o situadas en un marco social desfavorable, implica ceder a la tentación de convertirse en terrorista, sea en la forma de un jihadista que cree que va a encontrar a un dios  en la matanza, sea en la de un tirador solitario que da rienda suelta a su locura ametrallando a una muchedumbre en un concierto de rock o acribillando a sus compañeros en una escuela.

Son los desarraigados obnubilados por su falta de identidad  los que la buscan por el peor de los caminos. Al hacerlo terminan de abolirla, pues los hechos con los que intentan significarse rematan en el más desenfrenado nihilismo. El problema no es solamente estadounidense, aunque allí el tema cobra un carácter paroxístico y las estadísticas así lo demuestran; pero casos como el del asesino noruego que mató a más de 70 personas en un campamento de las juventudes socialistas en las afueras de Oslo, o el del piloto alemán que estrelló su avión repleto de pasajeros en los Alpes para desahogar quién sabe qué oscuro resentimiento, enseñan que el mal está más extendido de lo que parece.

La cuestión, sin embargo, reside en que estas fallas de la sociedad moderna son aprovechadas por los instrumentos operacionales del sistema vigente con finalidades políticas,  dándoles una utilización que multiplica su perversidad. El terrorismo militante, en efecto, en la escala en la cual actualmente se lo conoce, no es sino una de las versiones de la guerra por procuración o de falsa bandera (“proxy war”) con que el imperialismo occidental lleva adelante su estrategia del caos dirigida a desestabilizar y a destruir los estados que no se acomodan a sus requerimientos.  

La confusión de quienes militan en los movimientos fundamentalistas y su manipulación por los servicios de inteligencia imperialistas,  se pone de relieve en la diferencia que se establece entre los jihadistas y los movimientos de tinte marxista y/o nacionalista que poblaron los años de la revolución colonial en las décadas posteriores a  la segunda guerra mundial. Los primeros, los adalides del “califato”, de Daesh y de otros fenómenos por el estilo, están alienados e inmersos en un mundo de pesadilla que utiliza los modernos medios de comunicación para aislarse aún más. Si la guerrilla clásica siempre había buscado difundir sus ideas y proyectar una imagen positiva hacia el exterior a través del contacto con los corresponsales de guerra que estaban en el terreno y en este sentido quería evidenciar su vinculación con los valores humanos de solidaridad, igualdad y fraternidad, los jihadistas en cambio no se interesan por la presencia de enviados extranjeros –más bien los asesinan- ni por hacerse simpáticos a nadie: poseen sus propios expertos en comunicación que difunden un torrente de videos a cual más aberrante, en los que hacen gala de una “religiosidad” fanática y de una brutalidad repulsiva.

Inestabilidad y búsqueda 

En la generalidad del público estas salidas de corte bestial  generan un genuino horror y un saludable rechazo. Pero no por esto ese público deja de ser víctima de una situación que le genera inestabilidad psicológica, poniéndolo en una condición de perpetua indefinición y de desequilibrio emocional que lo predispone a recibir un mensaje de orden que le prometa reconducirlo a un estado de cosas más estable. Esto no es en sí mismo negativo; más bien al contrario, representa un esfuerzo de sanación que supone una búsqueda para dar un sentido a la vida. Tal empresa requiere por supuesto de fundamentos más sólidos para orientarse que la mera  remisión a una personalidad carismática al frente de un movimiento que se declara antisistema. Pero esto al menos representa un síntoma, un tanteo en procura de algo que ayude a salir de la desazón. El problema, por supuesto, pasa por la naturaleza de los dirigentes, por su conexión con el sistema dominante o por su capacidad para desconectarse de este. Se trata de  un imponderable que sólo puede ser revelado por los hechos.

La complicación que se presenta es: ¿qué tipo de individualidades pueden salirnos al paso en esta tormenta? ¿Un Hitler o un De Gaulle? ¿Un Lenin o un Stalin? ¿Un Nasser o un mariscal Tito? Por el momento nadie con rasgos tan poderosos[i] despunta en el horizonte, pero esto no excluye que en algún momento se perfile. Este tipo de juego con las incógnitas del futuro, aunque instructivo, puede parecer superfluo: en última instancia lo que cuenta son las corrientes profundas de la historia que las personalidades relevantes pueden orientar, al menos hasta cierto punto. Pero esta tarea de piloto de tormentas está muy lejos de ser banal, de ella dependen a veces la salvación o la catástrofe. En consecuencia intentar descifrar los condicionamientos y probables orientaciones de los protagonistas del presente es una tarea justificada. 

La figura más difícil de descifrar en el elenco actual de dirigentes mundiales es la de Donald Trump. También la más importante, por el sitial que ocupa. Resulta difícil clasificarlo. Aunque una pretensión de este tipo, llevada al extremo, es en sí misma un error, pues las cosas son cambiantes: “gris es la teoría y siempre verde el árbol de la vida”, como dijo Goethe. Para la generalidad de la gran prensa el presidente norteamericano es abominable. No deja de ser significativo sin embargo que los grandes medios –The New York Times, el Washington Post, Los Angeles Times, sin hablar de Hollywood- que se encarnizan contra él, sean exponentes relevantes del sistema. Esto ilusiona a algunos analistas, que quieren ver en el hombre de la Casa Blanca a un estratega que planifica con inteligencia sus pasos, avanzando o retrocediendo para enfrentar o contornear a sus adversarios de los medios, dedicándose a demolerlos propagandísticamente con manifestaciones provocativas que son recogidas por esa misma prensa y difundidas en tono de escándalo por sus múltiples canales, alcanzando así a una audiencia masiva, gran parte de la cual, perteneciente a la “mayoría silenciosa”, se regodea, precisamente, con esas mismas afirmaciones. Sin dejar de ser un hombre del sistema, Trump, representaría al ala nacionalista y aislacionista de la tradición política norteamericana, y procuraría hacer a “América fuerte de nuevo”, repatriando industrias, fomentando el empleo y empoderando todavía más a sus fuerzas armadas.

Todo esto puede ser más o menos cierto, pero en el fondo no significa nada para nosotros. Habrá que ver cómo se las compone Trump con el próximo presidente de México, Andrés Manuel López Obrador, para sacar alguna conclusión acerca de cómo se las ingenia con el problema de la inmigración y cómo entiende atender lo que de alguna manera es la piedra de toque de los tiempos modernos: ¿existe en el capitalismo salvaje el átomo de sabiduría que le permitiría salvarse –y salvarnos a todos- resolviendo el problema del atraso al contribuir a desarrollar la periferia para que esta encuentre el equilibrio y no siga enviando oleadas de inmigrantes al norte? La respuesta, desde nuestro punto de vista, es negativa: el sistema funciona como un robot y parece programado para autodestruirse destruyendo al resto del mundo. Por eso es doblemente importante saber cómo concebirá Trump sus relaciones con AMLO; si se decidirá a acordar algo sensato para repatriar sus empresas y al mismo tiempo cooperar desinteresadamente en el fomento de la producción y la economía de México, o si persistirá en su actual retórica xenófoba, racista y expulsiva, con Muro incluido.

Hay en Trump una mezcla de gestualidad mussoliniana –obsérvese como adelanta la mandíbula en sus discursos- con una direccionalidad confusa en el manejo de su política exterior. Pero si en el Duce las idas y venidas de su política extranjera, que terminaron llevándolo a la catástrofe, provenían de la desproporción entre la fuerza de su país y las metas que su propia ambición le marcaba, en Trump esa contradicción se multiplica por mil, pues la fuerza de su nación es gigantesca, pero aun así pareciera estar quedándose corta en relación al propósito de alcanzar la hegemonía mundial. Ganarla es el propósito del Deep State, pero Trump, aunque se defina contra él, no deja de participar de ese objetivo, aunque  más no sea porque este constituye una parte muy importante de una tradición alimentada por el mito de la excepcionalidad  norteamericana.

En estos días Trump tiene que entrevistarse con Vladimir Putin, el presidente ruso, otra figura que se sale del molde del político almidonado. Será otra ocasión para ver si Trump avanza por el camino que insinuara antes de asumir el mando en el sentido de descongelar las relaciones con Rusia, o si sigue prisionero del chantaje que le montaron los demócratas al atribuir su triunfo electoral a una pretendida injerencia rusa en la campaña norteamericana. No se puede vaticinar nada. Por de pronto la más reciente entrevista a alto nivel de Trump (la que tuvo con el mandatario norcoreano Kim Jong un) se ha enredado en un mar de confusiones donde la verborragia, las oscilaciones y la jactancia del presidente parecen tener mucho que ver. Hace poco veíamos a Trump, en uno de los tantos actos difundidos por Fox News, subrayando la eficacia que resulta de buscar el diálogo poniendo las cartas sobre la mesa; es decir, desplegando el abanico de opciones bélicas que EE.UU. puede llegar a aplicar si el adversario no se pone razonable. Procedimiento que según el presidente había dado buen resultado con los norcoreanos. Pues bien, parece que el resultado favorable a Trump que este daba por descontado en ese discurso acerca de lo conversado en Singapur, no tenía nada que ver con lo que Pyongyang entendía como una discusión constructiva. Concretamente, en la Declaración Común de Singapur, Kim había conseguido eliminar del texto final del acuerdo el acrónimo CVID, o sea “Completa, Verificable, Irreversible Desnuclearización”, lo que implicaba que el proceso de desarme nuclear de Corea del Norte no tendría que completarse antes de que avanzasen otras fases del acuerdo.[ii] Cuando pareció evidente que Washington actuaba como si ignorase el punto, hubo una reacción negativa del lado norcoreano y, tras algunos altibajos el secretario de Estado Mike Pompeo, visitó la semana pasada la capital norcoreana para seguir puliendo el tratado. Pero pareció decidido a hacerlo con un martillo y no con un cincel. Aparentemente dio dado marcha atrás respecto a la postura anterior y exigió concesiones unilaterales previas de parte de Corea del Norte, en términos y de una manera parecida a la que suele usar su jefe, hasta el punto de que la agencia oficial de noticias norcoreana la calificó  como propia de una “mentalidad  gángster”. “La actitud de EE.UU. es lamentable y no está concorde con el espíritu del acuerdo de Singapur”, remarcó la agencia. [iii] Las virtudes como diplomático del ex jefe de la CIA metido a Secretario de Estado pueden ser dudosas. Y por cierto su catadura física no cuadra mal a la idea que los norcoreanos se han formado de él.

 Así pues la transición hacia alguna parte sigue su marcha. Partirà la nave, partirà. Dove arriverà? Questo no si sa, decía una bella canción de Sergio Endrigo allá por los años 60 o 70. Pero no es una razón para quedarse quietos, dejándose mecer por la música del tiempo. O mejor dicho, por el pandemonio de nuestra época. Antes al contrario, la crisis debe resultar en un esfuerzo de comprensión que trate de situar a los problemas que nos asedian en sus justos términos a fin de  deducir y poner en práctica las soluciones que deberían resolverlos o al menos moderarlos.   

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[i] Para adelantarme a las susceptibilidades tan al acecho en estos tiempos políticamente correctos, me apresuro a señalar que con la palabra “poderosos” no estoy formulando un juicio de valor sobre ninguno de estos personajes, sino simplemente describiendo su voluntad de poder y la fuerte capacidad que tuvieron de influenciar a su entorno y a su época.

 

[ii] Pepe Escobar en Mondialisation: “Le mot clé du show Trump-Kim”. 

 

[iii] CNN, 8 de Julio. 

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