La superficialidad y la ignorancia a veces no son sino disfraces de la estupidez. Y nada puede ilustrar mejor esta deplorable tendencia, en el caso argentino, que la formidable imbecilidad cometida por la AFA y seguramente consentida o al menos no desalentada por el gobierno de Cambiemos, con igual nivel de inteligencia, al consentir que el partido amistoso con Israel que cerrará la preparación argentina para el Mundial de fútbol, se juegue en el estadio Teddy Kollek de Jerusalén.
Hay que estar loco o ser muy imbécil para no reparar en el alcance político de la decisión adoptada, entre gallos y medianoches, de trasladar la sede del encuentro, que originalmente estaba programada para disputarse en Haifa, a la ciudad santa de las tres religiones del Libro, recientemente reconocida como capital del estado israelí por Estados Unidos, que acaba de trasladar allí su embajada.
La decisión de Washington fue rechazada por la Unión Europea y por la casi totalidad de países que integran la ONU, y provocó un furor entre los palestinos y los musulmanes en general que se manifestó a lo largo y lo ancho del mundo. Ese rechazo tuvo mucho que ver con las manifestaciones pro-retorno de los pobladores de los territorios ocupados en Gaza y Cisjordania frente a las barreras fronterizas que los separan de lo que fuera, también para ellos, su hogar milenario. Más de un centenar de muertos palestinos y más de un millar de heridos cayeron durante esas jornadas, víctimas del fuego de los francotiradores del ejército israelí que hacían puntería sobre quienes se acercaban más a las alambradas de púa.
Para el gobierno de Benjamín Netanyahu que la selección argentina, que incluye al jugador emblema de la destreza futbolística en la actualidad, concurra a Jerusalén, es un espaldarazo resonante al traslado de la capital. Para los árabes representa un insulto de proporciones mayores, capaz de provocar una reacción que no ha tardado en manifestarse en el alud de protestas, oficiales o vertidas a través de las redes sociales, acompañadas con frecuencia de insultos y amenazas. La irritación y el despecho que manifiestan son proporcionales a la admiración y adhesión que sentían hasta ayer por la figura de Leo Messi y el fútbol argentino.
Todo esto puede parecer una idiotez, una tormenta en un vaso de agua; pero, desgraciadamente, no es así. Hay gestos simbólicos que valen mucho. O cuestan caro. En este caso me temo que habrá más de lo segundo que de lo primero. Esperemos que no sea así, que la bronca se disipe más o menos rápido y que no acarree represalias. Pero en la década de los noventa la adhesión del gobierno de Menem a la política imperialista de Estados Unidos contra Irak, más la probable traición que cometiera hacia quienes se contaron entre los que se afirma más contribuyeron económicamente a su campaña -los sirios- le valieron al país dos atentados espantosos: los cometidos contra la embajada de Israel y contra la sede de la AMIA, en especial en el segundo caso, pues al primero pudo entendérselo como un ataque contra un objetivo específicamente israelí, mientras que el segundo se cebó en una institución argentina que cobijaba a ciudadanos argentinos de ascendencia judía.
No se trata de que Argentina haya de arrodillarse ante la presunción de una amenaza. Se trata de no comprarse gratuitamente un riesgo. Y sobre todo se trata de no correr oficiosamente a respaldar políticas que todo el mundo rechaza, en una suerte de embriaguez que prescinde de matices y que se ofrece servilmente antes incluso de que alguien requiera de sus servicios. “Gradisca, principe”, como se brindaba la opulenta Magali Noel al príncipe Humberto de Savoia en la admirable “Amarcord” de Federico Fellini.
¿Será posible que una ráfaga de racionalidad e inteligencia sople sobre la cabeza de las autoridades del fútbol argentino para que eviten esta vergüenza? Todavía se está a tiempo.