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10
MAY
2018
Una vez más un gobierno oligárquico empuja Argentina hacia atrás. La casta dineraria que ha obstruido el desarrollo del país desde 1955 ha arruinado las opciones de cambio que se esbozaron en la década anterior e intenta el retorno al FMI.

Es difícil dominar el impulso de proferir las primeras palabras que vienen a los labios. En homenaje a la buena educación y al equilibrio con que debe pensarse la política, hay que hacer el esfuerzo de evitar los insultos. Pero la perversidad del grupo poseyente que hace las veces de clase dirigente argentina merece la peor de las opiniones. Por enésima vez vuelve hoy a postrarse ante el Fondo Monetario Internacional en busca de ayuda. Está en su naturaleza hacerlo. La acumulación de desatinos económicos del gobierno de Cambiemos desde el comienzo de su mandato lo llevaban inexorablemente al punto a que hemos llegado. La reducción de los impuestos al campo, la eliminación de las retenciones a las mineras  y a las corporaciones extranjeras, la liberación del dólar, la traslación de la devaluación a los precios y  la consiguiente inflación; la bicicleta financiera alentada desde el poder, la apertura de las importaciones y la devastación de la pequeña y mediana industria; el desempleo y el bombardeo a los programas de avanzada tecnológica, no eran casualidad, eran parte de un programa destinado a instaurar la distopía de la globalización asimétrica en nuestro suelo: un país extractivo, bueno para proveer materia prima al exterior y condenado a vivir en la miseria en el interior, con un núcleo privilegiado en la cúpula y sus inmediaciones y con el resto de la población sobreviviendo como puede y sirviendo como ejército de reserva del trabajo, al que es posible explotar sin prestar mayor atención a sus necesidades y aspiraciones. Es más, tratando de que estas no afloren nunca gracias a la decadencia educativa y al hambre más o menos disimulada, que lleva a la degradación mental y física de los sectores de menos recursos y al incremento de la violencia, lo que aliena aún más a las clases medias -entontecidas por el discurso único y por sus propios prejuicios- de una comprensión racional de lo que le está pasando.

La obcecación de la oligarquía argentina en persistir con una receta que le dio resultado hace un siglo y medio atrás y que demostró su agotamiento ya en 1930, no tiene parangón en el mundo. Que los ricos se aferren a sus privilegios no es ninguna novedad, pero que lo hagan con tan poca imaginación y que no sean capaces de introducir algunos cambios en la idea original después de tropezar cinco veces en la misma piedra, es cosa notable. En varias ocasiones el país ha intentado vías alternativas al viejo modelo. Vías alternativas, digo, no revolucionarias, pero que habrían bastado para modificar el perfil productivo de la Argentina y para configurarla como una nación entre naciones, capaz de revestir el carácter de una potencia. Quizá no de primer orden, pero sí respetable y que, de concebirse en su proyección suramericana, pudo haber pasado a formar parte relevante de nuestra gran nación inconclusa, Iberoamérica.

Ninguna de esas tentativas pudo prosperar hasta ahora debido a la feroz oposición del establishment. En 1955 la primera y más profunda de ellas fue barrida a sangre y fuego, ocasión que las nuevas autoridades aprovecharon para asociarse al FMI, es decir al organismo que dicta las orientaciones financieras que son útiles al universo del capital concentrado. En 1976 un contradictorio y turbulento ciclo de ascenso popular fue torpedeado por izquierda y por derecha hasta abrir el paso a una dictadura sangrienta que reconfirmó el rumbo servil de la economía. En 1991 el acoso de los poderes fácticos de la  Bolsa y de los bancos terminó instalando en el gobierno a la dupla Menem-Cavallo, que liquidaron el patrimonio público para paliar el déficit y postergar un estallido que llegaría en el 2001, bajo Fernando de la Rúa, cuando una crisis  externa hizo volar los dólares especulativos del mercado y se interiorizó en disturbios que pusieron al país de cabeza. Después, tras el desendeudamiento propiciado por Néstor Kirchner y Roberto Lavagna, que permitió una considerable recuperación económica en la década a medias ganada, el gobierno Macri volvió a poner en marcha el esquema clásico de endeudamiento externo y de abdicación de los recursos propios, sostenido, precisamente, por el remanente de la “pesada herencia recibida”. Que si era pesada era justamente porque contenía los recursos y las articulaciones sociales necesarias para mantener al país en movimiento. Ahora, dilapidada esa herencia y endeudado el país hasta el cuello por la puesta en práctica de un saqueo que beneficia a los socios, parientes y amigos de los Ceos de las empresas extranjeras y de los bancos que fungen de ministros del Ejecutivo, el gobierno cierra el círculo del eterno retorno acudiendo otra vez a la entidad madre que se ocupa de disciplinar a los países llamados “emergentes” –es decir, subdesarrollados- a fuerza de ajustes y de una ortodoxia que se ciñe a los deseos de los grandes centros de la usura universal.

No vamos a eximir de culpas a los responsables de movimientos que pilotearon las intentonas de salir del círculo vicioso. A veces hicieron mucho, pero sus errores y miserias se pagaron caro, en especial porque, dada la relación de fuerza que existe entre el bloque poseyente y el arco popular –disgregado, poco coherente, a menudo entregado a personalismos, egotismos e ideologismos intransigentes-, era necesario que las cabeza dirigentes de este último fueran aptas para concebir una estrategia de mínima capaz de tener poder de convocatoria. Esa estrategia pasa ante todo por la identificación del enemigo y por la comprensión de que con él tan solo se pueden acordar acuerdos o treguas temporales para evitar lo peor, jamás una colaboración de buena fe, pues la hostilidad es insalvable y sólo la expulsión del cuerpo extraño o su inhabilitación para hacer daño pueden llevar, a la larga, a un equilibrio que consienta la consolidación de la nación como una entidad resistente y capaz de evolución.

Este reclamo de unidad empieza a escucharse cada vez más fuerte, pero falta todavía, aparentemente, en muchos de los potenciales dirigentes, la aptitud para la planificación, para la coordinación estratégica y para la capacidad de sacrificio personal que son necesarios para que ese frente cuaje. Lo cual nos hace sospechar que será necesario una vez más pasar por el portal del caos para recargar al movimiento nacional. Con el riesgo, desde luego, de que en la prueba todo se desintegre. Esto es lo que hay, empero, y es a esta composición de lugar a la que hemos de enfrentarnos.

La reacción posee instrumentos muy poderosos en sus manos –el dinero, los medios de comunicación, el grueso del aparato judicial, los nexos con el imperialismo que le suministran un enorme poder de fuego-, y cualquier movimiento nacional y popular que la enfrente debe proponerse a mediano término acabar con el control que ejerce sobre la prensa, la judicatura y la economía. Lo cual supondrá un trabajo arduo y que sólo podrá emprenderse si se cuenta con una base social muy amplia y se está en disposición, como frente o alianza, de librar una batalla política y cultural sin tregua. La tarea es compleja y muy grande, razón por la cual se hace necesario comprender que, al menos en sus fases iniciales, esa lucha requiere de coincidencias más que de reproches y de oportunismos que intenten ganar ventaja sobre el que se tiene al lado,  con miras a sacarle unas migajas de apoyo popular. Este apoyo debe procurarse no con zancadillas, sino con el testimonio de una labor esforzada por lograr los mejores resultados para la nación en su conjunto. Un buen punto de partida para empezar a coaligar voluntades podría ser el repudio en el Congreso de la nueva deuda que se apresta a contraer el gobierno. El discurso sobre la soberanía nacional debe ser el fundamento sobre el cual se ha de construir cualquier política.

Pese a la gravedad de la hora, no parece haber mucha conciencia de parte del gobierno de Cambiemos acerca de las peligrosas características del camino que se abre ante nosotros. El blindaje de 30.000 millones de dólares a que aspira de parte del FMI, sumado al peso de la deuda externa que el gobierno contrajo tras la llegada de Macri a la Casa Rosada, más los inminentes vencimientos de los Lebac, hipoteca una vez más nuestro futuro y seguramente forzará un nuevo ajuste que puede hacer explotar todo.

Esa liviandad de pareceres se manifestó en su vocera oficiosa, la inclasificable Lilita Carrió, quien con su habitual  frivolidad demente expresó que el retorno al FMI “es una maravilla”.

Mientras tanto, se adensan en el mundo nubes de tormenta que bien podrían acelerar el curso de nuestra crisis, pues todo se conecta con todo y Argentina está lejos de ser una isla, aunque se inserte en el extremo sur del hemisferio occidental. El gobierno Macri resolvió livianamente “abrirse al mundo” justamente cuando este se cerraba. El Brexit, el ascenso de Donald Trump a la presidencia, que presagiaba el aumento de las tasas de interés por la Reserva Federal y en consecuencia la posibilidad de una succión de los dólares especulativos acumulados en el cada vez más frágil mercado argentino, no fueron tomados en cuenta por el equipo de ex alumnos del Newman, que hablan muy bien el inglés pero que aparentemente de política internacional no saben nada. Hoy tantean (¿o tontean?) desesperadamente en Nueva York en procura de dólares frescos, mientras en el medio oriente se adensan las nubes de una inminente conflagración fogoneada por Washington e Israel, cuyos alcances son indiscernibles. Trump se salió del acuerdo sobre la cuestión nuclear iraní y en conjunción con su socio Netanyahu y  la monarquía saudita parece decidido a embestir contra Teherán y de paso contra Siria, a pesar de los riesgos de una confrontación regional que involucre a Rusia.

Un escenario de este tipo, de producirse, conllevaría impredecibles hipótesis de conflicto y seguramente haría que las potencias globales se abroquelasen tras barreras aún más proteccionistas, con el consiguiente aumento de las dificultades que tendrían nuestras “commodities” para acceder a sus mercados.

No sé si todo esto es una “tormenta perfecta” para el gobierno de Mauricio Macri. Pero la verdad es que, si no lo es, se le parece mucho.

 

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