La inversión de alianzas entre países es un hecho que se ha producido con frecuencia en la historia. Más que una manifestación de identificaciones o de diferenciaciones ideológicas suele ser signo de un cambio en las coordenadas políticas que se produce entre las potencias, en un momento dado, por razones coyunturales o geoestratégicas. A veces duran mucho, como la alianza entre Gran Bretaña y Francia después del incidente de Fashoda, en 1898, cuando la disputa entre esos dos imperios coloniales en África se arregló con concesiones mutuas y la definitiva percepción de sus dirigencias de que su secular rivalidad había de pasar a segundo plano por la emergencia de un competidor mucho más peligroso, Alemania. El vínculo creado a partir de ahí fructificó en la “Entente cordiale” pocos años más tarde, sellando una alianza con la cual ambas naciones atravesaron dos guerras mundiales y siguieron colaborando estrechamente después en el seno de la OTAN. Más dramática pero mucho más breve fue la brutal inversión de alianzas que significó el pacto Ribbentrop-Molotov, que durante casi dos años –de agosto de 1939 a junio de 1941- consintió la colaboración entre la Alemania nazi y la Rusia soviética, permitiendo a la primera lanzarse contra Polonia y hundir el frente occidental en Francia, mientras preparaba el ataque contra la URSS; y a esta colocarse en posición de resistirlo, ya que nada podía esperar de sus presuntos socios occidentales en el verano del 39, salvo ser usada para sacarles las castañas del fuego.
Aún más impresionante –porque se trataba de dos conmilitones ideológicos y formidables potencias globales- fue la ruptura entre la URSS y China, en la década de 1970, cuando Mao, percibiendo el peso de la amenaza rusa en su frontera norte y la posibilidad de que una facción pro-soviética en el ejército chino cuestionara su poder, arregló con Henry Kissinger y Richard Nixon el respaldo militar y diplomático que necesitaba para salir de su aislamiento y sentarse en el Consejo de Seguridad. Recién ahora, y por razones que una vez más se relacionan con el balance global de poderes y con las determinaciones geopolíticas que juegan dentro de él, esa vinculación ha caducado y Pekín y Moscú han vuelto a aproximarse, en una alianza que integra viejas connivencias del pasado con la certidumbre de que ambas potencias, juntas, configuran un bloque de poder capaz de revertir las coordenadas de un orden mundial hasta aquí dominado por las potencias atlánticas, Estados Unidos e Inglaterra.
El factor desencadenante de esta evolución ha sido la desmedida ambición de los dirigentes de Estados Unidos y de la casta capitalista que une los intereses económicos y financieros de Wall Street y la Bolsa de Londres (y que se expande a través de múltiples articulaciones al mundo entero) en el sentido de aprovechar el hundimiento del comunismo para intentar la instalación de un orden global asimétrico, piloteado y militarmente blindado por Washington. Desde los primeros años ’90 este empeño, lejos de ordenar al mundo, lo ha sumido en una situación caótica. Primero concebido como una estrategia para sembrar precisamente el caos y fracturar a todos los estados que podían oponer resistencia, ha acabado por excitar a esta. Barrida por la ola neoliberal y por la rapiña de la neoburguesía mafiosa que se adueñó del Kremlin bajo Boris Yeltsin, Rusia estuvo en un tris de desaparecer como factor de poder global; pero no tardó mucho en reconstruirse a partir de la gestión de Vladimir Putin y de la sin duda competente y dura clase administrativa que tomó el relevo y expulsó a una parte de los “oligarcas” engordados con la caída de la URSS. Las agresiones de que ha sido y es objeto en su hinterland europeo y asiático la han reconfirmado en su voluntad de no ceder ante nadie y, a partir de la recuperación de su poderío militar, Rusia ha vuelto a tallar fuerte en el escenario mundial.
En cuanto a China, la formidable expansión de su economía y su fortalecimiento militar, sumados a los abrumadores números a los que puede elevarse su mercado interno, la convierten en un interlocutor insoslayable en cualquier discusión sobre el futuro del mundo. En su camino expansivo amenaza, lo quiera o no, el predominio ejercido hasta ahora por Estados Unidos, que salió a cruzarla con su proyecto del medio oriente, concebido para detentar con mano firme los recursos del petróleo, para fracturar y dividir los estados que no se someten a sus normas en la zona, para interrumpir el tráfico chino que debería circular por la “ruta de la seda” y para sentar sus reales en el área que sirve de puente entre Europa y Asia. Esta audaz –y desvergonzada- aventura imperialista llevó a las guerras de Irak y Siria, a la destrucción de la Libia de Gadaffi y al fomento y manipulación del terrorismo islámico, cuyas expresiones –Al Nusra, Daesh, Al Qaida- no son otra cosa que fórmulas intercambiables que la CIA, el MI 6 y el Mossad –y hasta hace poco Turquía- usan o usaban para mantener encendidos los conflictos. Los militantes de esos movimientos son un arma de doble filo, es verdad, capaces de combatir a Al Assad o de atentar en París o volar las Torres Gemelas; pero en última instancia se los puede redireccionar o suprimir, sacándoles mientras tanto un rédito inmenso como agentes provocadores y como exponentes del “choque de las civilizaciones” con el que se espanta a occidente al exacerbar los temores que en este causa el proceso de inmigración y gradual mestización en curso -una de las fatalidades del mundo moderno.
Cambios
En este cuadro convulso se están sincerando las relaciones entre los protagonistas mayores que pisan el área. La guerra llamada “civil” en Siria, fomentada por los angloamericanos a partir de los fermentos de rebelión reales pero limitados que existían en el terreno, fue convertida por ellos en una masacre mayor, que sólo pudo degenerar hasta alcanzar esa escala debido a la injerencia extranjera: principalmente estadounidense, británica, francesa, saudí y turca. Pese a la firme resistencia del gobierno de Bashar Al Assad y al apoyo diplomático que recibía de Rusia y China, esa coalición estaba acorralándolo cuando, finalmente, Moscú decidió echar su peso en la batalla y lo proveyó del apoyo militar que requería. En pocos meses, contrastando con la ineficacia, probablemente deliberada, de los bombardeos norteamericanos contra el califato, el apoyo aéreo ruso y la presencia de unidades rusas especializadas sobre el terreno dieron cuenta de los terroristas de Daesh. Al mismo tiempo ingresaban al conflicto las unidades de Hezbollah, que responden en última instancia a Irán, este país también se inmiscuía en la batalla y Turquía revertía su postura originalmente adversa a Al Assad, cortaba los suministros al califato y perfilaba una asociación con Rusia e Irán que representa una nueva y sensacional inversión de alianzas destinada posiblemente a transformar las relaciones de fuerza en el medio oriente. Por cuánto tiempo, no es posible saberlo.
¿Qué pasó, qué puede pasar?
¿Qué ha pasado para que se produzca este nuevo y espectacular reacomodo de las relaciones internacionales? Como dijimos más arriba, es la misma agresividad y desmesura del proyecto anglonorteamericano lo que ha impulsado la resistencia. Bajo el pretexto del “derecho a la injerencia humanitaria” y de la “responsabilidad de proteger” (a los pueblos de sus presuntos dictadores) se está procediendo a abrogar las soberanías nacionales y a la demolición del principio de no intervención en los asuntos internos de terceros países. A esto se suma un frenético activismo de los servicios de inteligencia, que eventualmente llegan a semi-independizarse de las autoridades del estado o a identificarse con parcelas de este con preferencia a otras. En esta niebla ejecutiva es que habría que buscar las responsabilidades del golpe contra Tayip Erdogan que fracasó en 2016 en Turquía y que debe haber sido el factor que determinó a este mandatario a revisar sus alianzas.
Turquía, pese a la buena letra que hizo durante la guerra fría, es un factor del cual occidente tiende a desconfiar. Demasiado nacionalista y laica, por un lado, como secuela de las enseñanzas y la lucha de Kemal Atatürk; y demasiado religiosa por otro, por herencia cultural y por el recuerdo de la dinastía osmanlí que durante siglos dominó medio oriente y parte de los Balcanes bajo la bandera del Islam. Al mismo tiempo, por la gravitación geopolítica que le da estar parada encima de la placa que separa a Europa del oriente próximo y el Asia central, y por la significación estratégica que implica ser dueña de los estrechos que separan al Mar Negro del Mediterráneo, Turquía es una pieza maestra en las corrientes de la política global. Hasta hace dos años, a pesar de las rispideces que existían entre Ankara y Bruselas por la tenaz renuencia de la Unión Europea a aceptar el ingreso de ese país a la organización, el rol de aliado firme y de contrafuerte de la OTAN en su flanco derecho parecía estar fuera de duda. Pero un par de incidentes fueron premonitores de un cambio. En abril de 2015 un caza turco derribó a un Sukhoi ruso que estaba operando en Siria contra tropas del Daesh en un acto que sonó a provocación. Hubo una protesta enérgica del gobierno ruso, pero significativamente el caso no pasó a mayores. En julio de 2016 se registró el golpe contra Erdogan, uno de cuyos epicentros fue la base de Diyarbakir, que aloja a un importante comando norteamericano. Durante el golpe Erdogan huyó de la localidad de vacaciones donde se hallaba alojado a bordo de un avión desde el cual solicitó asilo a Alemania, que le fue denegado. Mientras tanto consiguió reconstruir desde el avión los hilos del gobierno y a la vuelta de unas horas quedó reinstalado en el poder. Dirigió sus acusaciones contra el clérigo opositor Fetulá Gulen, quien se encuentra asilado en Norteamérica –una forma indirecta de acusar las autoridades de Washington de estar detrás del fallido coup d’etat. En cuanto a sus sentimientos respecto a los aliados europeos de la OTAN que lo dejaron –literalmente- en el aire durante varias horas terribles, son cosa que se puede imaginar.
A partir de allí las cosas sucedieron rápido. La aproximación turca a Rusia e Irán fue un hecho, como también la reconciliación con Hafez Al Assad. Provisoriamente, todos tienen que ganar con un arreglo. El problema kurdo puede fungir como factor aglutinante también, pues ese pueblo se encuentra repartido entre Turquía, Irán, Siria e Irak. Los kurdos siempre buscaron conformarse como una entidad nacional unida, pero, por esas cosas de la repartija internacional de territorios después de la primera guerra mundial, quedó fragmentado entre esos países, lo que lo convierte en un cliente ideal para que las potencias revuelvan el avispero. Sus aspiraciones son respaldadas por Estados Unidos, siempre interesado en explotar los particularismos que pueden fracturar la integridad de los estados para mejor afirmar sus propios intereses. Pero sucede que el principal afectado por la emergencia kurda es Turquía, el aliado clave de la Unión para mantener firme el flanco derecho de la coalición militar destinada a enfrentar a Rusia, la OTAN. El dilema debe haber circulado y seguir circulando por los pasillos del poder, en la Casa Blanca y el Pentágono, y no está claro si a la postre va dominar el interés por mantener a Turquía en el seno de la alianza atlántica, desprotegiendo a los kurdos, o si esa opción ha sido descartada por la creencia en que es más provechoso seguir manteniendo esa cuña que permite desestabilizar un área de importante significado estratégico. En cualquier caso ya parece ser demasiado tarde para volverse atrás.
Es probable que la nueva situación, la nueva alianza, el nuevo eje del mal que mencionamos en la cabecera de este artículo, Turquía, Irán y Rusia, tenga ocasión de ponerse a prueba en los próximos días o semanas. Pues la crisis montada por los ataques químicos de falsa bandera en la ciudad de Duma, Siria, han preparado el escenario para un nuevo choque en gran escala. No es la primera vez que este tipo de provocaciones ocurre y seguramente no será la última mientras persista el proyecto angloamericano, saudita y francoisraelí de remodelar el medio oriente a su conveniencia. Pero esta vez una intervención aliada, si se produce, deberá hacer las cuentas con el nuevo ordenamiento estratégico del área. Muchas son las preguntas que no pueden contestarse en caso de que se produzca un escenario bélico que comprometa a las potencias en juego. El embajador ruso en Líbano advirtió que si se verifica un bombardeo contra Siria la respuesta no alcanzaría solo a los vectores del explosivo, fuesen misiles o aviones de combate, sino también a las bases desde donde se los disparase. ¿Fanfarronadas, réplica destemplada a las exorbitancias de Trump? Quién sabe.