El domingo 14 de enero La Nación publicó un extenso reportaje a Juan José Sebreli en el que este destacado referente intelectual del liberalismo se explayó sobre el actual momento político argentino. Si bien Sebreli está en una vereda ideológica que no se corresponde con la línea a la cual se siente vecina esta página, siempre nos pareció un pensador digno de respeto. No sabemos qué puede haberle pasado para ofrecer un testimonio a nuestro entender tan poco acorde con la dura pero en definitiva ponderada y elegante apreciación de nuestra realidad que le solía ser propia. El país requiere de estimaciones realistas aunque puedan ser críticas, y no hay porqué molestarse cuando los análisis a los que somos sometidos nos encuentran faltos. Aún si se los formula con hostilidad, siempre es posible aprender de ellos y aprovecharlos para ejercer la propia autocrítica, de la que tan necesitadas se encuentran hoy las corrientes del pensamiento nacional y popular. Pero las afirmaciones de Sebreli en el reportaje de marras son tan parciales e injustas que a uno le queda solo la disposición a responderlas con encono.
Hay una afirmación sorprendente en el reportaje, que versa en torno al tema: “¿En qué momento empezó a joderse la Argentina?” La pregunta es válida, pero la respuesta de Sebreli se da a sí mismo es sorprendente: “El 4 de junio de 1943 a las diez de la mañana, cuando vino la dictadura militar con el peronismo y el populismo”.
Uno diría más bien que la catástrofe comenzó cuando la contrarrevolución de septiembre de 1955, a estar por la brutal inversión del rumbo económico, social y productivo por el que venía transitando la nación. Con altibajos, pero con persistencia. El esquema agroexportador estaba siendo completado (no reemplazado) con un proceso industrializador imperfecto que roía el poder de la oligarquía pero que no se proponía desposeerla en lo más mínimo. Para cortar este intento reformista llevado a cabo por un gobierno popular legítimamente elegido en comicios acordes con la constitución, se cometieron crímenes horribles y se bloqueó por 18 años la libre expresión democrática, dejando al país convertido en un pantano poblado de demonios, del cual brotaron fenómenos odiosos como el “foquismo”, la represión y el exterminio sistemático de una generación, con la secuela de traumas que arrastramos hoy mismo. ¿Será que para Sebreli “la democracia no es el gobierno de las mayorías sino el gobierno de los democráticos?”, como enunciaba con ácido humor Arturo Jauretche en tiempos de “la revolución fusiladora”? Creo que la pregunta se contesta por sí sola.[i]
En el reportaje a que nos referimos Sebreli da la impresión de que ve a la violencia de un solo lado. Por ejemplo en las “hordas que quisieron tomar el Congreso” para “voltear a Macri”(!). No la ve en la brutal represión que siguió a la provocación orquestada por grupos de infiltrados, no la ve en el golpe de Uriburu en 1930, no la ve en el genocidio social cometido por el neoliberalismo en el país durante los años 70 y 90 del siglo pasado y que está en tren de repetirse ahora. La ve en “el mal absoluto, que es el populismo”.
Ahora bien, ¿cuál es el modelo de político que prefiere J.J.S.? ¿El que se adecuaría a su imagen ideal de la democracia? Pues… Felipe González, el ex líder del PSOE, que una vez que llegó al gobierno en España borró con el codo lo que había escrito con la mano en su plataforma electoral, y que, tras dejar el poder, se convirtió en el intermediario entre el poder político y el gran capital; en el lobista por antonomasia.
Sebreli tiene un concepto extremadamente fantasioso del buen gobierno. No ha de ser corrupto, por supuesto, pero para él la corrupción no reside en la vieja ni en la nueva oligarquía; está en la lumpen-burguesía de los negociados (reales o supuestos) del kirchnerismo. “Venimos de la cocinera, el jardinero, el chófer de De Vido, convertidos en nuevos millonarios… Los jerarcas kirchneristas hicieron más plata que los Macri, seguro”. Es decir que los Macri, que son una parte de la casta dominante en la sociedad argentina, no revisten mayor importancia y su carácter pernicioso se encuentra en un rango inferior a la de la panda de rateros que suelen proliferar en todos los gobiernos, sean populares o no.
Se trata al menos de una lectura desmesuradamente parcial del mundo. Pone a los ladrones de poca monta por encima de los evasores de impuestos, de los fugadores de capitales, de los asociados como engranajes menores a la gran estafa global con la cual el capitalismo de los países centrales exprime al mundo. Esto se explica mejor si entendemos que así como existe una lumpen burguesía, existe también una burguesía “compradora”: es decir, una burguesía que no se representa a sí misma como tal sino como intermediaria entre el imperialismo y las riquezas del país del cual se nutre.
Aparentemente, el concepto de imperialismo le es extraño a Sebreli, aunque en su juventud haya transitado por el marxismo. En el fondo, la cosmovisión de los liberales de su laya pasa por el reconocimiento de la supremacía del mundo “ilustrado”, que asimilan al sistema anglosajón de los negocios, es decir, al capitalismo. Para ellos el realismo más elemental aconseja admirar (ya que no reproducir) sus recetas y subordinarse a quienes las formulan sin reservas, sin ocurrírseles que primero hay que comprender el terreno que se pisa y la criatura social sobre la que ha de operarse la cirugía que se proponen llevar adelante. Pero para las minorías dominantes en Argentina y en Iberoamérica en general, lo que debería ser el sujeto histórico, el pueblo, es apenas un objeto. No sienten responsabilidad alguna respecto a él; desean sobre todo llenar sus bolsillos y no se representan la idea del “derrame” como una reversión de sus dineros al mercado local para potenciarlo y potenciar a la nación, sino como una oportunidad para fugar sus capitales o dedicarlos, en menor medida, a edificar una urbe suntuaria, hermosa pero de espaldas al país; ¿qué digo?, de espaldas incluso a su propia periferia. Ocurre sin embargo que ese objeto de sus descuidos, el pueblo, es renuente a dejarse manipular, y entonces, de la turbiedad de un acontecer histórico que niega su existencia, brota el populismo…
El odio al populismo está llevando a Sebreli al gorilismo, cosa fea si las hay, pues ahí se incuba un resentimiento de clase presto a transformarse en un racismo del que buena, o más bien mala cuenta, dio “La fiesta del monstruo”, el innoble panfleto de Borges y Bioy Casares contra el primer peronismo, cuyos autores tuvieron la prudente audacia de publicarlo en Montevideo sólo después de la caída del “tirano prófugo”. Esta inclinación puede estar en la raíz de las preferencias que Sebreli manifiesta hacia los que estima son los mejores exponentes del gobierno de Cambiemos: Fernando Iglesias, Elisa Carrió y Patricia Bullrich. Un mequetrefe, una denunciadora tan serial como arbitraria y la máxima exponente de las mutaciones políticas argentinas: de montonera a ministra de seguridad, siempre dispuesta a trabajar con cualquier gobierno y a mostrar coraje a costa de las víctimas indefensas del estado de cosas. Recuérdese si no el homenaje que Mirtha Legrand rindió a su “valentía” cuando la por entonces ministra de Seguridad Social del gabinete de Fernando De la Rúa recortó en un 13 % las jubilaciones y pensiones. “Batallón de empujadores, regimiento de animémonos y vayan”, como Jauretche decía de los políticos de la Junta Consultiva Nacional que respaldaron los fusilamientos de los militares y civiles alzados en junio de 1956 contra la dictadura de Aramburu y Rojas.
Uno se pregunta si es posible debatir en forma reflexiva sobre el país con gente que sustenta esos puntos de vista. Parece un disparate y quizá lo sea. Pero puede que no sea un esfuerzo inútil tratar de comprender el mecanismo que los mueve. En especial en los individuos cuyas ideas no se corresponden a un interés crematístico en sentido estricto, sino más bien a una concepción a nuestro entender errada de la historia argentina. Toda historia de un país es a la larga un diálogo entre las corrientes que lo integran. Borges al final pareció entenderlo así, cuando estimó que las dos líneas fundacionales de la literatura argentina eran el Facundo y el Martín Fierro, y que él deploraba, pero aceptaba, que el país profundo hubiera en definitiva elegido al segundo y no al primero. Más allá de sus epígonos políticos, en efecto, hay en Sarmiento y José Hernández una pasión, y un arte para dominarla, que han asegurado la perdurabilidad de esas dos piezas literarias. Las ideas y la sensibilidad que exhiben son opuestas, pero válidas pues, más allá de las fantasías o mentiras del ensayo-novela-panfleto de Sarmiento, su ardor pone de relieve el ímpetu que al fin iba a imponerse sobre las dispersas resistencias del país invertebrado; mientras que el poema de Hernández, que llega más tarde, una vez consumada la derrota, es la endecha del país vencido; en la cual late, sin embargo, una resolución fiera de afirmar la propia personalidad.
Conjugar estos dos sentimientos implicaría tal vez curar nuestra identidad dividida. No se tratará de compaginar lo incompatible, sino de un esfuerzo de comprensión que sirva para ver al Otro como parte de un desarrollo en su hacerse, cuyo pasado no podemos eliminar, pero al que hay que rescatar como una historia común que pueda reorientarse hacia una síntesis. Hay un factor que no se puede conciliar en esta pretensión abarcadora, empero. Este no es otro que el papel de la burguesía compradora. Pero incluso hay algo de la cultura que este sector gestó suntuariamente que quedó adherido al paisaje del país y dio lugar a un arte y una arquitectura entre artificioso y nostálgico, del cual es posible y necesario apropiarse, aceptando que la división que lo recorre (la nostalgia de Europa, la elección forzada de la propia nacionalidad) es parte de una identidad problemática a la que aún le falta tiempo para asentarse. Convengo que en estos momentos de crisis esta puede parecer una proposición desfasada, pero la discusión en torno a la brecha –o la grieta, como suele decirse ahora- entre las dos ideas de la Argentina, es un tema de obligada y permanente presencia.
Una obra como la de Sebreli parecería ideal para establecer una base para ese debate. Un reportaje como el que publicó La Nación enfría la disposición a hacerlo, pero no es una razón para abandonar la empresa.
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[i] Y sin embargo Sebreli ha trazado una concisa pero devastadora descripción de los estragos de la “Libertadora” en su libro “Crítica de las ideas políticas argentinas” (Sudamericana, 2002).