El año internacional 2018 comienza con malos auspicios. Hay revueltas en Irán que tienen todo el aspecto de ser el preámbulo de otra de las “revoluciones de color” que han pavimentado el camino a las más violentas ofensivas imperialistas en años recientes. Asimismo, una resolución del Consejo de Seguridad de la ONU sancionó el 22 de diciembre a Corea del Norte con nuevas restricciones económicas, sin que China ni Rusia hayan interpuesto su derecho al veto; el gobierno norteamericano ha dado luz verde a la venta de armamento letal a Ucrania, y Donald Trump reconoció a Jerusalén como capital de Israel, contra la opinión de prácticamente todo el mundo. Todo parecería indicar que el imperio, bajo la égida de su impredecible monarca, está activando el fuego de la hoguera y dando nuevos pasos en la campaña por la globalización asimétrica del planeta. Es imposible señalar cuál de esta batería de acontecimientos es el más peligroso. Todo depende de la violencia que se ponga en ir a fondo con ellos y de la aptitud de los países afectados para maniobrar y resistir el envite.
La tentación de la revancha
Uno de los casos mencionados, sin embargo, es altamente explosivo y se coloca en una línea de acción que podría configurarse como la del lanzamiento de una contraofensiva imperialista para compensar los reveses que Estados Unidos viene sufriendo desde hace un par de años en el medio oriente. Lo de Corea, Ucrania y Jerusalén se inscribe también claramente en la línea de acción precitada, pero lo de Irán tiene características más urgentes y explosivas. Los acontecimientos allí todavía no está claro si han sido digitados desde el vamos por los servicios de la coalición israelí-saudí-angloamericana, pero sí es evidente que la situación ha abierto una oportunidad al imperialismo que este no dejará de aprovechar.
Las explosiones contra el gobierno iraní se produjeron inicialmente en varias ciudades del interior y también en regiones rurales donde el gobierno de los ayatolas había sido tradicionalmente fuerte. Al revés de lo ocurrido con las manifestaciones que recorrieron Teherán en 2009 para protestar contra el advenimiento al gobierno del dirigente radical Mahmud Ahmanineyad, sus componentes no son votantes de clase media sino, según informes de prensa, campesinos y miembros de la clase obrera, de confesión suní en parte, que protestaban contra las malas condiciones de vida. Es obvio que un movimiento popular puede expresar el cansancio derivado de la lenta recuperación de una economía iraní que viene siendo castigada desde hace décadas por sanciones y embargos, y que ahora ha vuelto a ser amenazada por la disposición de Trump de dar por nulo y no producido el acuerdo nuclear entre occidente y la nación persa; pero asimismo cabe imaginar que ofrece una oportunidad de oro a los agentes de Estados Unidos, Arabia Saudita e Israel para soplar en el incendio y buscar, una vez más, el ansiado derrumbe del sistema que se ha erigido en el contrafuerte de la resistencia a la ofensiva imperialista en la región. Los gobiernos que tienen intereses estratégicos asociados a los de Irán, como Rusia, China, Siria y Turquía, se han apresurado a hacerse eco de las acusaciones del líder supremo Alí Jamenei, en el sentido de que se está frente a una injerencia extranjera liderada por Estados Unidos.
Por otra parte, no olvidemos que la gran mayoría de la población de Irán profesa la variante chiita del islamismo y que los revoltosos pertenecerían a la variante sunita, según los medios. El tinte confesional que puede cobrar el enfrentamiento no haría sino agravarlo y, por supuesto, viene como anillo al dedo para los poderes imperiales, expertos sembradores de discordia y diplomados en el arte de dividir para reinar. De hecho, gran parte, si no todo, de su accionar en la región, desde siempre ha estado fundado en el estímulo y la explotación de las rencillas confesionales que gravitan en ella.
¿Será posible controlar este entuerto de forma rápida o nos encontraremos en el punto de partida de un desastre mayor, a cuyo vórtice podrían ser atraídas las grandes potencias mundiales? No parece que esto último sea muy probable. En el caso de Siria eso ocurrió, a una escala menor y en cierta forma indirecta. Pero el peso geoestratégico de Irán, sus enormes recursos y el papel fundamental que puede jugar en el trazado de “la ruta de la seda”, lo ponen en una situación en la cual ninguna agresión ni ninguna respuesta a esta podrán quedarse en las medias tintas. Por eso mismo la posibilidad de una respuesta fulminante a los disturbios es muy alta, pues si no fuera así el contencioso tendría una alta probabilidad de internacionalizarse. El régimen iraní, cualesquiera sean sus diferencias internas en lo referido a los matices de su política exterior o a la orientación económica, siempre ha demostrado poseer un puño pesado. Ante la posibilidad de un ensayo insurreccional que amenace la estabilidad del estado y pueda degenerar en una reproducción del escenario sirio, se puede estar seguro que el mismo será cortado de raíz.
El tema de “La ruta de la seda” es esencial para comprender el valor de Irán como pieza clave de la configuración geopolítica en este momento. Como se sabe, “la ruta de la seda” es la reedición moderna de la antigua vía comercial que atravesaba toda el Asia Central. Pero hoy, acorde con el nuevo papel de la renacida potencia china, la iniciativa representa un punto de inflexión en la política global que desafía el orden mundial planteado por Washington. Este ambicioso proyecto pretende sortear el virtual bloqueo marítimo con que Estados Unidos intenta circundar a China, complementando el comercio por mar con otro aún más gigantesco por tierra, que desplazará las vías del tráfico por un área euroasiática que abarca al 70 % de la población mundial, el 55 % del PIB global y el 75 % por ciento de las reservas de energía conocidas. Irán es parte vital de este proyecto, por su propio peso económico, por su inserción geográfica y por las coincidencias políticas entre su gobierno y el gobierno de Pekín. En 2016 Irán y China firmaron un convenio por 600.000 millones de dólares como parte de su involucramiento conjunto en el proyecto.
Atacar a Irán, como parecen desearlo los halcones del Pentágono y de la ultraderecha israelí, tocaría tantos intereses que convocaría a los otros dos participantes del Gran Juego, Rusia y China, a hacerse presentes en un campo de batalla que no necesariamente sería sólo diplomático.
El poder detrás del trono
La negativa del “deep state” o “estado profundo”, de ajustar sus miras a una realidad que cada día da más muestras de que no se acomoda a la mundialización imperialista neoliberal, es muy peligrosa. Contrariamente a lo que se suele decir, Donald Trump no es un factor determinante en esta tendencia. Se tiene la sensación de que el mandatario norteamericano más bien preferiría arreglar los asuntos con Rusia y replegarse parcialmente de los escenarios donde hoy los marines campan por sus fueros. Especialmente de Afganistán. Pero es víctima de su propia irresponsabilidad, de su oportunismo y de su retórica. Y probablemente también de su superficialidad e ignorancia. El discurso sobre “America first!” lo ha encajonado en un callejón sin salida. Sus enemigos demócratas buscan su “impeachment” con el pretexto de la supuesta conexión rusa, y sus amigos –como Steve Bannon, en un tiempo su mentor intelectual- lo acusan prácticamente de incompetente, si no de traidor. De modo que las políticas del binomio Clinton, de Obama y de los demócratas más beligerantes, que fungen de mascarón de proa del ala dura del Pentágono, de Wall Street y del lobby pro-israelí, la tienen fácil para imponer cursos de acción que con demasiada frecuencia se han aproximado al límite de seguridad, más allá del cuál las reacciones de Rusia y China empiezan a ser impredecibles.
Esta equívoca relación de fuerzas y los elementos de imprevisibilidad que flotan en torno a ella, influirán en el tormentoso año que se avecina.