Los fines de año suelen ser difíciles en Argentina. Seguramente porque la proximidad de las fiestas y la obligatoria alegría con las que se supone se debe rodearlas, agudizan las tensiones que provocan la insuficiencia económica y la decadencia moral de la imperfecta democracia en la que nos movemos. Pero hay finales de año más exasperados que otros. Y los signados por la peripecia neoliberal, en especial cuando esta ha perdido sus velos y muestra su auténtica catadura, son especialmente horribles. Cualquier similitud entre los desórdenes gestados frente al Congreso en Buenos Aires en las dos últimas semanas, y los que despidieron a los años de Menem, De la Rúa y Cavallo no es ninguna casualidad. Por ese entonces se venía de décadas de ensayos sociopolíticos y de cirugías mayores practicadas sobre el cuerpo social por la dictadura o por los gobiernos democráticos o sedicentemente democráticos que la reemplazaron. Ahora, en cambio, apenas han pasado dos años de gestión de una Ceocracia que se ha propuesto desde un primer momento aprovechar la legitimidad que le otorgan un par de reales, pero exiguos triunfos electorales, para poner en práctica un ajuste ultraortodoxo que reproduce los practicados durante ese otro largo lapso. Como aquellos, este es exigido por el aparato transnacional del capitalismo globalizado, del cual nuestra oligarquía -rural, empresarial y financiera- forma parte como furgón de cola. Con una tenue cortina de representación política formada por el conglomerado Cambiemos, el gobierno de los gerentes está procediendo a implementar su reforma con una impavidez y una indiferencia que sorprenden.
Disciplinamiento social, desindustrialización, precarización laboral, desempleo y consiguiente abaratamiento de la mano de obra; reforma fiscal regresiva, control policial del espacio público, reconcentración del ya acotado espectro mediático (la fusión de Cable Visión y Telecom legalizada por el gobierno asordina aún más la libertad de expresión y favorece la propalación del discurso único); compra de voluntades políticas, sindicales y judiciales con una cínica mezcla de corrupción y coerción, y una espiral ascendente de vulnerabilidad jurídica y de violencia física perceptible en las calles, son los rasgos que caracterizan a la actualidad argentina.
El problema global
Pero nuestra crisis, huelga o debería holgar decirlo, forma parte de un trastorno mayor que proviene de la ofensiva a todo o nada de los núcleos de poder del gran capital financiero, que sienten que si bien la ola de transformaciones tecnológicas permite el envío de sus ganancias extraordinarias a cuentas offshore y plataformas monopólicas, también perciben que se trata de un experimento amenazado, en el plano interno, por las conmociones sociales que acarreará el ingreso a la “universo laboral de los robots” y a la “uberización de la economía”[i], que cumplirían el sueño del capitalismo salvaje a un coste social y psicológico devastador, de consecuencias imposibles de pronosticar; y, en el externo, por una modificación en la balanza del poder tanto económico como militar que está yendo en detrimento de lo que genéricamente se suele llamar Occidente. El ascenso de China, la reaparición de Rusia como primera potencia militar, la aparición de focos de crecimiento que tienden a girar en la esfera de influencia del bloque euroasiático que conforman esas dos gigantescas naciones; la dureza y resiliencia de algunos movimientos locales que tratan de escapar al torno anglosajón e israelí en el medio oriente, como sucede en Siria; la presencia de Irán como bloque irreductible de resistencia, la reorientación de la política turca en dirección a formar bloque con este último país y con Rusia para custodiar sus fronteras, son parte del mapa global recorrido de tensiones y donde las zonas de fricción se multiplican. A hacerlo más inestable contribuye el carácter errático de la política de Donald Trump, quien, tras insinuar una apertura hacia Rusia y China que tal vez podría haber preludiado la aceptación norteamericana de un orden multipolar, sigue poniendo en práctica las directrices de Wall Street y del complejo militar-industrial apuntadas justamente en el sentido contrario: esto es, a exacerbar las tensiones con las dos potencias que conforman el bloque euroasiático.
Las raíces políticas y psicológicas de este batiburrillo no son fáciles de desentrañar, aunque entre ellas no es menor el lugar que ocupa el oportunismo y la frivolidad del empresario devenido en mandatario, del showman puesto a político, Donald Trump. Trump tiene que satisfacer a una base electoral de instinto primario, que no se cuida mucho de las formas y que está predispuesta, aún más que la masa de las clases medias en el mundo entero, a tomar sus fobias por realidades y a interpretar con un buen sentido pedestre la inestabilidad que la aflige como producto de factores como la inmigración o la incapacidad de los sectores bajos para competir exitosamente; es decir, para ser ganadores en vez de perdedores. Trump alienta esa percepción de las cosas en busca de un respaldo que necesita para intentar sortear las emboscadas del “estado profundo”, que no le tiene ninguna confianza pues está animado por una voluntad hegemónica a nivel mundial a la cual los exabruptos, las “sinceridades” y la imprevisibilidad de Trump resultan molestos. Si no peligrosos, debido a las dinámicas que pueden llegar a disparar.
Nadie en el primer mundo que tenga capacidad de irradiación en los medios o en la política, parece estar interesado o en condiciones de dar respuesta a estas políticas que descienden desde lo alto. Abundan las manifestaciones de buena voluntad y también de un humanitarismo declamatorio que generalmente sirve de pretexto o velo hipócrita para fomentar guerras o sanciones contra los países que no se acomodan al diktat del sistema, pero la realidad es que las presiones se acumulan y que la humanidad está viviendo una instancia frente a la cual empiezan a palidecer las crisis de la guerra fría. En menos de dos semanas, por ejemplo, se han dado dos casos –uno de ellos que tuvo una publicidad de gran relevancia y otro que ha pasado casi inadvertido- que indican el ascenso en la temperatura de las lides mundiales y la insensatez con que se manejan los asuntos más graves.
Malabares con fuego ante la santabárbara
El primero ha sido la decisión de Washington de reconocer a Jerusalén como capital de Israel, pasando por encima de un consenso internacional que estipula que la cuestión del estatus de la ciudad sagrada para las tres religiones del Libro debe discutirse a posteriori de la creación de un estado palestino. La decisión presidencial (que reconoce una vieja resolución del Congreso en el mismo sentido, pero cuyo cumplimiento había sido eludido hasta ahora por el ejecutivo) implica el final del papel de Estados Unidos como “mediador” en el diferendo palestino israelí, y una toma de posición explícita en lo que ahora había venido siendo un respaldo formalmente encubierto al papel de Israel en medio oriente. Nadie se engañaba respecto a esta ficción, pero la resolución de la Casa Blanca refuerza la aspiración de Netanyahu y la derecha israelí a la completa colonización de Cisjordania y la aspiración a constituir el Gran Israel, absorbiendo a grandes partes de Siria y Transjordania. En una zona tan inestable como el medio oriente nadie puede decir que estas operaciones no tendrán un precio.
La otra variante problemática que se ha presentado en estos días a nivel internacional ha sido la decisión, otra vez generada por Estados Unidos, de proveer con armamento letal a Ucrania. La transferencia de armas y equipos al gobierno de Kiev ya existía, como era público y notorio; la novedad estriba en que ahora, como ocurre con el caso de Jerusalén, el gobierno de Washington oficializa esta postura. El gesto ha causado conmoción en Rusia y ha provocado una respuesta del Kremlin afirmando que con esa actitud no sólo se torpedean los acuerdos de Minsk sino que occidente está a punto de pisar una línea roja que no debe traspasar.
Convendría que quienes conservan el sentido de las proporciones en Washington reflexionasen sobre el contenido de estas afirmaciones. Los rusos no hablan por hablar; si bien su política exterior ha solido ser un tanto pesada y más bien conservadora, nunca han retrocedido cuando una potencia extranjera ha tocado lo que Moscú considera su interés estratégico. Lo estamos viendo en Siria, donde la intervención militar rusa liquidó en cuestión de meses a un jihadismo que los norteamericanos fingían combatir. Una vez superado el shock de la debacle soviética, Rusia no tardó en mostrar los dientes y en apelar a expedientes militares cuando se ha visto amenazada en lo que estima son sus áreas vitales de seguridad. Incluso en tiempos de Yeltsin apeló a una represión inmisericorde en Chechenia. Y cuando el gobierno georgiano, movilizado por la CIA, se atrevió a inmiscuirse en Osetia del Sur, recibió un rapapolvo que le hizo volver a sus posiciones con la cola entre las patas. En cuanto a Ucrania, campo de ensayo para un putsch filonazi que puso en el poder a una coalición pro-occidental abiertamente manipulada por Estados Unidos a través de la OTAN, la reacción rusa fue drástica en lo referido a sus intereses vitales. Recuperó Crimea y la base naval de Sebastopol sin disparar un tiro y consintió y alentó la insurgencia pro rusa en el Donets, con lo que no hizo sino preservar, con mucha prudencia, pero también con mucha firmeza, bazas que son esenciales para su seguridad estratégica más elemental.
La persistencia de una guerra de baja intensidad en ese lugar, propulsada por Estados Unidos, es uno de los factores más explosivos que gravitan en este momento internacional, junto a la constante presión de occidente sobre las fronteras rusas. Razón por la cual gestos como el de rearmar a Ucrania para que suprima la resistencia en Donets representa un desafío, un guante echado a la cara de Moscú. Su propósito no puede ser otro que montar una provocación que precipite esa reacción rusa “excesiva” que occidente estaría buscando para agravar la presión mediática y económica que ejerce sobre Rusia y con la que cree poder aislarla. Jugar con fuego, se llama a este tipo de procedimiento.
El saldo del año que se cierra está entonces lejos de resultar tranquilizador. Lo que no debería sorprender a nadie, puesto que todos los problemas vitales que afectan a esta etapa de la humanidad están en pie y conservan toda su intensidad problemática. Locura económica, terrorismos prefabricados, dictadura mediática y desvalorización de las conquistas sociales obtenidas a lo largo de dos siglos de revoluciones populares son parte del propósito de un establishment gran burgués resuelto a convertir esta etapa transicional hacia una forma de vida más alta, en una pesadilla. Pero no prevalecerá. Aunque más no sea porque “las pobres gentes” son una inmensa mayoría en relación a la numéricamente ínfima minoría en que está en tren de reducirse la burguesía; antes generadora del cambio y hoy olvidada de la creación de bienes y perdida en el universo del dinero virtual, donde se realizaría la esencia del capitalismo y donde este se hundiría en su propia apoteosis.
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[i] La “uberización” implica que las plataformas de la información se convierten en intermediarias para la prestación de servicios puntuales de parte de trabajadores independientes. Incorporan renta y no necesitan estar unidas por ningún vínculo laboral con quienes prestan el servicio. Tanto el trabajador como su cliente quedan completamente expuestos a los riesgos de la contingencia, sin seguro social alguno, ni vacaciones pagas, jubilaciones o garantías de indemnización en caso de accidente. El capital carecería de sedes y se remitiría a un paraíso digital o “nube” que resultaría inaferrable para un estado reducido a su mínima expresión por su incapacidad de recaudar, mientras que el común de los mortales deambularía en búsqueda de un destino impreciso y los privilegiados henchirían cada vez más sus bolsillos. Esta distopía es lo que Viviane Forrester llamó “El horror económico”.