Anoticiarse de las primeras planas de los diarios de hoy debería ser suficiente para provocar náuseas a cualquier lector más o menos avisado de lo que pasa en el país y en el mundo. “El juez Bonadío pidió el desafuero y la detención de Cristina Kirchner”; “Zannini y D’Elía son detenidos por encubrimiento”; “Detención domiciliaria para Timerman y proceso a Parrili y Larroque”; “Orden de Macri para sancionar el proyecto de reforma jubilatoria para el 13 de diciembre”…Y, por fin, la guinda que corona el postre a nivel global: “Donald Trump reconoce a Jerusalén como capital de Israel”.
No vamos a ponernos a razonar sobre las causas de la mayor o menor simpatía que mucha gente puede sentir por la ex presidenta, ni sobre los meandros de las causas AMIA, Nisman y el inexistente pacto con Irán. Ya hemos opinado en otras ocasiones y nos basta decir que la niebla que todavía envuelve al atentado terrorista es indisociable de las tareas de distracción y encubrimiento que se realizaron tanto a nivel interno como internacional y que fueron propulsadas, básicamente, por los servicios de inteligencia norteamericano e israelí, interesados, más que en la verdad por la verdad misma, en sacar rédito político para mejor direccionar su ofensiva contra el “rogue state” que más los ofende; precisamente porque no es un estado delincuente y porque posee un potencial político y militar que lo convierte en un hueso duro de roer: Irán. La cooperación de los servicios locales en ese tejido de tramoyas y el papel cómplice que el gobierno de aquel entonces jugó en la intriga también está a la vista. En cuanto a la forja de una monumental campaña de rumores e inverosimilitudes tejidas en torno al caso Nisman la justicia ya opinó. Que ahora se haya reabierto el caso y que otros expertos vuelvan sobre lo que ya había quedado demostrado para recusarlo es, a nuestro entender, parte de un “caranchismo” doloso, decidido a encontrar pruebas en sentido contrario o, si no se las encuentra, a inventarlas.
El ataque a Cristina Fernández de Kirchner es una demostración, no sólo de prepotencia, falta de estilo y resentimiento, sino una formidable estupidez política. Y es también una demostración de inconsecuencia: si el gobierno había elegido a la ex presidenta como su enemigo favorito, poco favor se hace al proyectarla a la dimensión del martirio. Pero en la Argentina nadie aprende ni olvida nada. Émulo tardío del gorilismo del ’55, el gobierno de las clases privilegiadas respaldado por amplios sectores medios a los que se les ha extirpado hasta el instinto de la auto preservación, se apresta a inferir sobre una figura que, con sus luces y sus sombras, ha sido la personalidad más destacada de la política nacional después de la muerte de Néstor Kirchner.
El intérprete y ejecutor de esta ofensiva oficial, el juez Claudio Bonadío, es una figura que carga con frondosos antecedentes como correveidile de los poderes de turno y que además posee el dudoso honor de haber sido exonerado del delito de haber matado con balas de punta hueca de una Glock calibre 40, a dos ladrones que intentaron asaltarlo en la vía pública, uno de los cuales estaba desarmado. Sancionado por las dos cámaras federales varias veces por arbitrariedad, ha acumulado hasta aquí 17 denuncias ante el Consejo de la Magistratura y el la Justicia Penal, todas desestimadas menos unas pocas que siguen activas. [i]
Sin embargo, lo más grave de la seguidilla de noticias con la que nos desayunamos hoy es el grado de indefensión institucional en que la ola de arrestos nos pone. El país, trabajosamente, más allá de sus traspiés políticos o económicos, había comenzado a articular las formas de una democracia que se creía madura. Fue lo que posibilitó en última instancia el triunfo del movimiento Cambiemos, un fenómeno a nuestro entender gravemente regresivo, pero que, al ser consagrado por una ínfima diferencia electoral, pudo acceder legítimamente al poder. Lo que vino después fue, tal como lo esperábamos los que estamos de este lado del río, desastroso; pero el gobierno todavía podía escudarse en el juego –tramposo, pero consentido por las reglas no escritas de la política- de las complicidades, los enjuagues, las extorsiones y las negociaciones por debajo la mesa que caracterizan a la política parlamentaria.
Lo de hoy es diferente y abre interrogantes muy serios. Ya había habido dos casos –los de Julio De Vido y Amado Boudou- en los que se había procedido a la detención de dos imputados por presuntos delitos económicos que no han sido juzgados, y las últimas noticias profundizan esa violación del ordenamiento jurídico. Las garantías procesales y la presunción de inocencia parecen haberse ido por el caño en Argentina. El triunfo obtenido por Cambiemos en las elecciones legislativas habría provocado en algunos de sus personeros una infatuación que no se justifica y que puede costarle muy caro al país. Son tantos los frentes de tormenta que se están abriendo que no faltan quienes piensan que algunos de ellos están siendo fomentados para distraer a la opinión pública de otros proyectos, que constituirían el meollo de la ofensiva oficialista. El escándalo de los arrestos, en efecto, estaría pensado para ensordecer el ruido que causaría la sanción de reformas como la laboral y la previsional, tanto como para disciplinar a la oposición. Pero cabe pensar que también podría excitar a la resistencia contra todos esos factores de colisión, combinándolos en una tormenta perfecta.
La irresponsabilidad política y la desvalorización de la palabra que a aquella va asociada, son graves en Argentina. El delito de “traición a la Patria” del que se imputa a la ex presidenta y al ex canciller Timerman, es una figura exhumada del panteón de 1955 y resume todos los matices del absurdo al que nos referimos. Se la usó entonces para injuriar al “tirano depuesto” o al “tirano prófugo” de parte de la reacción rampante. Es un disparate se lo mire por donde se lo mire, pues el hecho en torno al cual se construye la acusación –el ataque a la AMIA y el intento por aclarar la autoría del mismo- no revista en el plano de una guerra exterior ni supone acciones lesivas para la soberanía argentina. Cosa que más bien podría imputarse, en cambio, a la contracción de deudas externas que pueden llegar a comprometer irreversiblemente el futuro del país, encadenándolo, nuevamente, al servicio de unos intereses que harían imposible cualquier acumulación capaz de sostener el crecimiento del que tan necesitados estamos, pues nos atarían a una situación de servidumbre permanente. Y esta línea de acción se encuentra, hoy, en pleno desarrollo.
Gracias por el fuego
En el plano internacional Donald Trump acaba de volver a prender la mecha de interminable conflicto entre israelíes y palestinos. Con la desenvoltura que lo caracteriza resolvió reconocer a Jerusalén como capital del estado judío y darle la espalda a las múltiples resoluciones de las Naciones Unidas que vedaban ese procedimiento y abogaban por una solución negociada al diferendo en torno al estatus de esa ciudad, sagrada para las tres religiones del Libro.
La catadura del presidente norteamericano, sus declaraciones de efecto y sus salidas de tono han comenzado a ser naturalizadas por la opinión pública. Pero el problema es que los subibajas del carácter de Trump no son los de una persona cualquiera, sino los del primer mandatario de la primera potencia mundial. Por lo tanto cualquier cosa que haga o diga propende a tener consecuencias a una escala difícil de prever. Tal vez el reconocimiento de Jerusalén como capital de Israel no vaya a provocar una guerra en gran escala, pero puede garantizarse que a partir de este momento todo el combustible y la brasa que hacen falta para encender una tercera intifada están presentes. Y la sangre –palestina, en una abrumadora mayoría- volverá a correr por las calles y los campos de la tierra santa, mientras el extremismo de la derecha israelí, entronizado en el gobierno con Benjamín Netanyahu a la cabeza, se sentirá más y más apuntalado y por consiguiente autorizado para seguir con la colonización de Cisjordania. Gracias por el fuego, Mr. Trump.
[i] Diario Perfil del 1.12.14.