Desde los albores del siglo XVI para acá, la historia del planeta se determinó a través de la expansión del capitalismo occidental. El descubrimiento de América por los españoles y la irrupción de los portugueses en los mares de oriente inauguraron un curso que se mantuvo invariable en su dirección básica, que era la expansión de Europa o de su descendencia estadounidense, por todos los rincones del globo. En ese lapso se produjo la mayor transformación que hasta ahora ha experimentado el género humano. El tiempo se aceleró y los logros –y las catástrofes que los han acompañado- se multiplicaron exponencialmente. Esta tendencia fue absolutamente preponderante por lo menos hasta el final de la segunda guerra mundial, aunque ya durante la primera mitad del siglo XX, con la revolución rusa y el surgimiento de movimientos de resistencia antiimperialista muy vigorosos en la periferia colonial o semicolonial, había comenzado a resquebrajarse.
Después de 1945 las tornas cambiaron de manera mucho más profunda. Los imperios coloniales de viejo estilo como Gran Bretaña, Francia o Italia saltaron en pedazos (fue el caso de Italia tras su derrota en la guerra, o de Francia después de revelarse impotente para sostener dos guerras coloniales en gran escala, las de Indochina y Argelia) o iniciaron un marcado descenso como el que en cuestión de unos pocos años liquidó al gigantesco imperio británico. El heredero de todos ellos fue Estados Unidos, que reemplazó a las viejas políticas de ocupación directa con un imperialismo de carácter sobre todo económico y cultural, al que combinaba con otro de carácter desaforadamente militar cuando le parecía conveniente. Al mismo tiempo, con el pretexto de combatir al comunismo, hegemonizaba a las potencias imperialistas de viejo cuño, que no tardaron nada en sumarse a las prácticas de dominio indirecto de sus ex colonias –en la medida en que los nuevos países salidos de la independencia eran incapaces de resistirse a ellas. Pero la rebelión antisistema persistió en los países del tercer mundo y durante varias décadas nadie pudo dar por descontada la victoria de un bando u otro.
Este decurso, con altibajos, se mantuvo hasta el colapso de la URSS. En ese momento se produjo un viraje, un sobresalto, un momento de epifanía para el sistema imperial, cuyos mandantes creyeron (y creen todavía, según parece) que era la hora para restituir pleno vigor a los mandamientos del capitalismo salvaje y unir al planeta de acuerdo a los parámetros de la globalización asimétrica, tirando a la basura los consejos de la prudencia y actuando manu militari o de acuerdo a la extorsión más cínica y desvergonzada contra los regímenes que no se acomodaban a sus requerimientos o que se erigían en obstáculos objetivos frente a sus planes.
Las conspiraciones (esas mismas que el firmamento mediático niega) se pusieron a la orden del día y se promovieron cambios de regímenes, asesinatos, golpes de estado, fracturas nacionales y guerras mendazmente calificadas de “humanitarias”, cuando no de “preventivas”, en Yugoslavia, Ucrania, el Cáucaso, Irak, Afganistán, Libia, Yemen y Siria, para no hacer sino los nombres más en vista. Y sin hablar del Africa subsahariana, entregada a los demonios de las guerras civiles, detonadas por diferencias tribales atizadas por fuerzas extranjeras interesadas en explotar los enormes recursos minerales de esa parte del mundo.
Un duro despertar
La reviviscencia de la potencia occidental no tardó, sin embargo, en tropezar con obstáculos de monta, que pusieron de manifiesto que, en el período anterior, se habían producido cambios irreversibles en las relaciones de fuerza a nivel planetario. La pretensión de hegemonizar el globo, implícita en las tesis de Francis Fukuyama sobre “el fin de la historia”, no tardó en revelarse como una ilusión. La presencia de China y la India como grandes potencias y la rápida recuperación rusa después del colapso soviético así lo prueban. Rusia no cuenta ya con el recurso ideológico que tenía la URSS, el comunismo, como elemento dinamizador –y dinamitador- de los procesos mundiales, pero vuelve a equilibrar la balanza de poderes al modernizar sus fuerzas armadas, a la vez que escapa a la subordinación económica en la que la habían sumido Yeltsin y el programa de ajuste neoliberal de los años 90.
Estados Unidos, ganador de la guerra fría, ve como se le escurre la supremacía entre los dedos. Su predominio militar es roído por su decadencia económica. China es, sin sombra de duda, el poder ascendente en esta materia. Es una extraña mixtura de capitalismo controlado y de pragmatismo ideológico aun filiado a la revolución comunista. Posee el mayor producto interno bruto (PIB) de todo el planeta en términos de paridad de compra. En términos del PIB nominal China desbancará hacia 2020 tanto a la Unión Europea como a Estados Unidos del primer y segundo sitiales. Posee las mayores reservas de divisas, 3,1 millones de millones de dólares frente a los 774.900 millones de la Unión Europea (cuatro veces menos) y los 117.000 millones de Estados Unidos (26 veces menos).[i] La alianza chino-rusa y el pacto de Shangai adelgazan incluso la superioridad armamentística norteamericana. No es casual que Ji Xinping haya exhortado en el último Congreso del Partido Comunista en Pekín a construir unas fuerzas armadas aún más fuertes de lo que actualmente son y haya anunciado la reestructuración del mando del Ejército Popular para reforzar su modernización.
En el corazón del bando hasta aquí preponderante, el sistema norteamericano, se produce un fenómeno inesperado. Su oligarquía política y financiera, articulada a través de un entramado de servicios conocido como “deep state” o “estado profundo”, es embestida de pronto por un outsider oportunista, Donald Trump, que accede a la política desde los negocios y desde su experiencia mediática. Su emergencia sólo se concibe por la crisis que trabaja a la superpotencia. La financiarización de la economía, la ida de las grandes empresas a lugares con mano de obra barata, el achicamiento en la producción de bienes, la híper concentración de la riqueza en pocas manos que la giran a paraísos fiscales o la convierten en activos tan redituables como volátiles en la Bolsa de Nueva York, han generado no sólo el “rust belt” o “cinturón del óxido” en las grandes ciudades otrora industriales de Estados Unidos, sino que han sembrado la duda, la desconfianza y eventualmente el odio en los sectores sociales más afectados. El slogan de Trump, “America first!”, “¡América primero!”, reproduce el grito de auxilio de las clases sumergidas o desconcertadas de la Norteamérica profunda, grito al que Trump amplifica con sonoridades chirriantes, tontas o ampulosas, pero que expresa la angustia real que afecta a mucha gente.
Aunque lo desprecia, el sistema desconfía del personaje que ha asumido este rol de vocero de las masas inquietas y ha decidido perseguirlo en los medios hasta ponerlo contra la pared, convirtiéndolo en una triste sombra de sí mismo, en un fantoche que predica una cosa y hace otra; mientras trabaja la alternativa de aniquilarlo con un “impeachment” si el individuo en cuestión se manifiesta en el fondo coriáceo a este tipo de “persuasión”. Valiéndose del control de los “media” y de la disposición ingenua o boba de unas masas a las que se les ha atosigado el cerebro con décadas de una propaganda anticomunista que resulta fácil doblar en anti-rusa, el sistema se las ha ingeniado para suspender sobre la cabeza del presidente la espada de Damocles de una presunta conspiración del Kremlin para volcar las últimas presidenciales elecciones a favor de Trump. Es significativo que los denunciadores del “conspiracionismo” lo usen ahora en favor suyo. Gracias al batifondo mediático tratan de usar lo que en última instancia son los contactos normales entre políticos o ejecutivos de grandes potencias, interesados en propulsar sus intereses o en conciliarlos en los campos que les son propicios, transformándolos en conjuras siniestras que socavarían la seguridad de Estados Unidos. Como si Washington no se inmiscuyese incesantemente en los asuntos que hacen a la seguridad e integridad de todos los países del mundo…
La gira de Trump por Asia
El viaje de Trump a Asia y en especial a China refleja bastante bien la encrucijada de las corrientes mundiales en esta etapa de la historia. Occidente va de nuevo hacia oriente, pero no ya con flotas y ejércitos para fundar factorías o colonias, sino para tratar entre iguales el futuro del comercio y de las relaciones internacionales. Claro que detrás de esta aproximación subsisten temores, reservas e intenciones dolosas –no por nada el océano Pacífico es el menos pacífico de los océanos y la Séptima Flota estadounidense es la más poderosa que surca los mares-, pero de momento, tras el discurso belicista de la Casa Blanca por la amenaza que según ella representa una Corea del Norte nuclear, la sensatez parece haber vuelto por sus fueros. Al menos de momento.
Trump hizo buenas migas con Xi y con Duterte, el mandatario filipino al que la prensa sistémica ha puesto en la picota por sus excesos en la lucha contra el narcotráfico y, con menos énfasis pero con más preocupación, por su aproximación a Pekín y el aflojamiento de los lazos que ataban a su país con Estados Unidos. A su retorno el presidente se manifestó orgulloso de haber hecho buenos negocios y de haber puesto las relaciones de intercambio con China en un nivel menos desigual que el que existe en este momento, cuando es muy desfavorable para Norteamérica. Pero el mundo tiene buenas razones para inquietarse respecto al futuro de esas relaciones. El estado de fluctuación de la política exterior norteamericana se pone de manifiesto en los equívocos que la gestión Trump ha gestado respecto a Asia, así como también antes los había producido respecto a Rusia. En este último caso las aproximaciones entre Trump y Vladimir Putin y entre personajes de su staff y funcionarios rusos hicieron suponer que se estaba frente a un importante cambio de frente en Washington, dirigido a disminuir las tensiones con Moscú. Pero pronto la presión del “estado profundo” y de la corporación mediática puso a la defensiva al nuevo mandatario y hubo de pasar por el relevo de algunos de sus más importantes colaboradores, en el comienzo de una espiral que está lejos de haber terminado.
En el lejano oriente ahora parece estar tratando de volver a la política que había insinuado con la denuncia del Tratado Transpacífico, ideado por los belicistas (“warmongers”) Obama e Hillary Clinton, que tenían el respaldo del complejo militar-industrial para pronunciar una estrategia muy agresiva contra China. Única forma, para ellos, de salirle al cruce a una potencia en crecimiento cuyo músculo económico es mucho más fuerte que el de Estados Unidos, que lo sacrificó en buena medida al pasar de una economía productiva a otra especulativa. Contra este deterioro es que reacciona Trump, aunque ya parece ser demasiado tarde para contrarrestar la ventaja que ha tomado el gigante asiático. El cual, por otra parte, no está inhibido por el neoliberalismo: su programa expansivo, vehiculizado en la Ruta de la Seda, supone la inversión exterior de millones de millones de dólares en líneas ferroviarias, puertos, plantas eléctricas e infraestructura. Cosa que no figura en ningún programa del FMI ni en el de cualquier entidad bancaria de occidente.
El ciclo histórico que comienza parece estar protagonizado por este antagonismo entre un gobierno que pretende acceder a la hegemonía a través de su omnipotente complejo-militar industrial, y un conglomerado de países en el cual se destaca China, que parece prometer desarrollo a los países que así lo deseen gracias a una política de créditos blandos y presencia diplomática preponderante en las periferias. Este es el diseño de fondo y la meta de una ruta; no se puede anticipar nada respecto a lo que puede ocurrir en el trayecto ni a la clase de pruebas que las generaciones que caminarán el siglo XXI habrán de experimentar al recorrerlo.
[i] Datos tomados del artículo de Alfredo Jalife Rahme “El emperador económico Xi Jinping tiene 15 años de adelanto” (Red Voltaire y La Jornada, de México.)