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05
OCT
2017
La policía nacional carga contra independentistas.
La policía nacional carga contra independentistas.
El problema catalán se agrava, alimentado por la brutalidad de unos y la mala fe de otros. Pero algunos de sus rasgos se reproducen, con variantes, en otras partes del mundo.

La pugna en torno al referéndum catalán del 1 de octubre desembocó en el tumulto y el escándalo que eran previsibles. Lejos de zanjar la situación, la estupidez de Mariano Rajoy profundizó los agravios, reales o inventados, de que se dicen víctimas los secesionistas catalanes. Difícilmente se pueda encontrar un caso más representativo de mal manejo de las circunstancias, aunque la inepcia del estado español permitía prever desde hacía mucho tiempo atrás este desenlace. No hay nada peor que la conjunción de la idiotez con la mala leche, y en el caso catalán las dos puntas del problema, el gobierno de Madrid y la oportunista burguesía catalana, se las han arreglado para fundir esos dos elementos en una tormenta perfecta. E infecta. El secesionismo ha salido reforzado por la brutalidad  represiva montada por la Guardia Civil y la Policía Nacional, dotando de un encuadre dramático e indignante a un acto que no era otra cosa que una violación de las normas constitucionales y que por otra parte no arrojó ningún resultado, ni cuantitativo ni cualitativo, que deba ser tenido en cuenta. Ahora, la animalada cometida por el gobierno central le ha dado a Carles Puigdemont la oportunidad soñada: cuando se jugaba la cabeza en un referéndum ilegal al que se podía estar seguro no concurriría más de la mitad de los catalanes, el escándalo de los palos al mejor estilo franquista lo convierte en el héroe de la jornada y le permite soplar con más fuerza en la fogata de la independencia.

Ahora bien, el caso catalán no es un fenómeno aislado. Más allá de sus antecedentes históricos, de los que nos ocupamos someramente en la nota anterior, se encuadra en las pulsiones centrífugas que recorren al mundo moderno. Ucrania, Croacia, Serbia, Montenegro, Eslovenia, los países bálticos desgajados de la ex URSS, las repúblicas caucásicas del mismo fenecido conglomerado; los kurdos, sunitas y chiítas en el medio oriente; la “Padania” en el norte de Italia, los flamencos y valones en Bélgica, los escoceses en Gran Bretaña; las autonomías concedidas por Evo Morales que hacen de Bolivia un estado plurinacional, pluriétnico y plurilingüístico, con grave riesgo de su integridad a poco que una crisis favorezca la penetración del imperialismo norteamericano, son todos fenómenos que demuestran que los particularismos están a la orden del día. Algunos expresan la insurgencia contra una opresión real, como en el caso de los kurdos (quienes sin embargo hoy en día fungen voluntaria o involuntariamente como vehículos de la malevolencia de occidente contra Siria, Turquía e Irán), y otros, como el catalán, que es la expresión de un sector social que, utilizando un legítimo amor a su peculiaridad histórica, busca un mayor confort liberándose de España, a la que considera es una rémora para este. Perspectiva irreal y engañosa, a mi modo de ver, pero que de momento tiene viento en las velas y que, peor aún, comienza a ser replicada por un encono con mala sombra en los sectores más cerriles de la sociedad española.

Hay quienes creen que no cabe asimilar a los problemas que se verifican en la parte subdesarrollada del mundo con los que se producen en los países del centro imperial y que pueden contribuir a debilitarlos. Habría que favorecer las tendencias a la fragmentación cuando se las advierte en ellos. Ya sea en España o en Italia (imperialismos de cuarta) como en Gran Bretaña o Estados Unidos. Pero si se adopta esta posición se debería tomar en cuenta también que las tendencias centrífugas provienen de una crisis general del sistema que no es del todo espontánea, que está en gran medida provocada y controlada –hasta cierto punto- por el núcleo concentrado de poder representado por el capital financierizado y por su brazo ejecutor, el gobierno de los Estados Unidos. Conviene observar que las minorías oprimidas en la nación imperial no reivindican ninguna autonomía. Lo que quieren es integrarse a la Unión americana en paridad de condiciones. Reivindican el derecho a la igualdad, no a la diferencia.

Es difícil discernir cuando el aliento a un particularismo es progresivo o cuando ayuda a Wall Street y a Washington en sus maniobras dirigidas a debilitar a un competidor e imponer una autoridad unívoca en el segmento dominante del planeta. A mí no me gusta y me resulta sospechoso que George Soros figure entre los aportantes al separatismo catalán.[i]

La globalización tan temida

Globalización se llama a la etapa que está viviendo el mundo. En ella es lógico que se produzcan desprendimientos en viejas formaciones nacionales que tienen en su seno tendencias separatistas que creen encontrar, en las nuevas circunstancias, un aliciente para probar una identidad que estaba en buena medida olvidada o soterrada. Pero a veces lo hacen con un matiz de nacionalismo biológico asimilable al racismo, como en Ucrania y los países bálticos y, prácticamente en todos los casos, se insertan en una tendencia que apunta a debilitar los factores cohesivos de la sociedad para instalar en su lugar una disolución que afecta a los referentes que la cimentaban hasta ayer. En los tiempos posmodernos “todo lo sólido se disuelve en aire”: desde los motivos tradicionales que se vinculaban a la familia, la identidad de género y la adhesión a símbolos aglutinadores como la bandera, hasta el rol del estado como factor estabilizador de los conflictos entre las clases. Se desvanece este papel, determinante para configurar a una nación como un todo donde mal que bien un pueblo se reconoce, mientras se regresa al rol del gobierno como brazo ejecutivo de la oligarquía, no para ponderar esas diferencias sino para aplicar las reformas laborales y la liberación de los mercados que convienen a aquella. Relativismo, individualismo y una especie de flotamiento a merced de las olas de la comunicación masiva y su batiburrillo de mensajes, son factores que aflojan la capacidad de resistencia a un cambio que no se maneja. Pues el cambio es inevitable, desde luego; pero la cuestión reside en saber cómo o quién lo manipula y hasta qué punto puede hacerlo…

El modelo globalizador actual, generado y manejado por el capitalismo salvaje, es asimétrico, arrollador y ferozmente injusto. La globalización capitalista es siniestra, y la globalización socialista (que representó una esperanza legítima en un tiempo) se ha desvanecido, precisamente, en el aire; y no se ve, de momento, nada que pueda reemplazarla. El estado nación, por lo tanto, el estado nación salido de la revolución francesa y que ha servido para socializar a las masas en todo el mundo, no es un elemento que pueda ser arrojado alegremente a la basura; es todavía un baluarte contra la disolución y un centro al cual acudir como factor de ordenamiento. Aquí y en cualquier parte.

El tirador de Las Vegas

Estados Unidos sigue siendo un inagotable proveedor de violencia. No sólo de la que ejerce su gobierno hacia afuera, contra los países que son blanco de su ira, sino la que los norteamericanos se infligen a sí mismos de fronteras para adentro. El pasado domingo por la noche un tirador disparó ráfaga tras ráfaga de fuego automático desde la ventana de su hotel contra una multitud reunida para escuchar un festival de música country en el centro de Las Vegas. El “lobo solitario” como se les dice en USA a esta clase de individuos, mató al menos a 59 personas y dejó heridas a más de 500. Todo un récord. Para consumar su “hazaña” Stephen Paddock, un jubilado de 64 años, empleó nueve rifles de asalto desde dos posiciones de tiro en el piso 34 del hotel casino Mandalay Bay.

Como siempre ocurre después de este tipo de incidentes, recurrentes en Estados Unidos, una avalancha de recriminaciones y reclamos se ha precipitado en los medios y en el congreso. Está referida sobre todo a la exigencia de un control más estricto en la venta de armas. Como se sabe, en muchos estados se puede comprar un fusil de asalto u otras armas, junto a una gran cantidad de municiones, con sólo exhibir el carnet de conducir. Hasta ahora, a pesar de los múltiples episodios de sangre que jalonan el camino y que producen uno de los mayores índices de mortalidad por armas de fuego del mundo (el más alto entre los países desarrollados), los esfuerzos por establecer un patrón único para la regulación de la venta de armas han fracasado. El poderoso lobby de la NRA (National Rifle Association) es lo suficientemente poderoso como para bloquear en el congreso cualquier iniciativa en ese sentido e incluso recibió, poco antes del tiroteo en Las Vegas, un sensacional endoso de parte del presidente Donald Trump, quien se presentó como su ardoroso defensor y como un intransigente sostenedor de la segunda enmienda constitucional, esa que permite a todos los ciudadanos a armarse para defender sus derechos y que proviene de la época de la lucha contra los ingleses y los indios en el movible límite que avanzaba sin cesar hacia el sur y el oeste.

Como quiera que sea, no es muy creíble que un cambio en la legislación vaya a resolver la situación, aunque por cierto podría mejorarla. El problema, sin embargo, no parece estar sólo en la existencia de un “mercado libre” de las armas, sino en la tipología de una masa de población descentrada, donde abundan los individuos fronterizos, formados en la violencia de una cultura ferozmente competitiva que predispone a la alienación y al odio, listos a salir de su ensimismamiento con erupciones de violencia fría, no justificada por ninguna finalidad ni pretexto ideológico. Se trata de tipos en apariencia normales, pero a los cuales de pronto se les salta un chip, un resorte psicológico, haciéndoles derramar un torrente de violencia represada que elige como blanco el mundo “normal” que los rodea y que hasta ese momento había ignorado el jadeo de la bestia que llevaban dentro.

Hay que cuidarse de las generalizaciones de corte psicologista cuando se evalúan las realidades sociales, pero no resulta tranquilizador que la llave de la guerra o la paz –y el botón que abriría las puertas del infierno- se encuentre en manos de gente que proviene de una cultura tan poco propensa al equilibrio.

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[i] “La Vanguardia”, de Barcelona, 16.08.16. 

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