La escena política, nacional o internacional, siempre está llena de matices paradójicos. Uno de estos es la posición que los medios o referentes del progresismo toman frente al problema catalán. Posición que incluso es posible discernir en un medio de acusado tinte nacional-popular, como es el canal Telesur, de Venezuela. De manera directa o indirecta el tono general de las exposiciones que rondan este asunto se decantan por las tesis del independentismo catalán, o al menos las miran con simpatía, en especial cuando van acompañadas por las imponentes demostraciones populares que cabe contemplar en cada aniversario de la Diada o las que se han producido con motivo de la intervención del estado español en contra del referéndum sobre la independencia previsto para el primero de octubre.
No voy a disimular que no me agrada el movimiento separatista, más allá de la simpatía que me generan Barcelona, Cataluña y los catalanes. Respetando las distancias y sabiendo que algún catalanista podría preguntarme quién me dio vela en este entierro, creo que como latinoamericano y parte de la comunidad hispano hablante, puedo argüir con prudencia respecto a él. Pero el tema que me interesa sobre todo es la conexión que se establece entre ese problema peninsular, y las complicadas circunvalaciones cerebrales que se gestan en torno a nuestro propio problema identitario y que se proyectan, de forma semiconsciente, en la visión que nos formamos del problema de Cataluña.
El problema catalán, en su forma actual, cobra vigencia a partir de la segunda mitad del siglo XIX, coincidiendo con la emergencia de una burguesía catalana cuyo carácter emprendedor y cuya capacidad para hacer dinero, afinada por siglos de tráfico en el comercio mediterráneo, la distancian de Madrid, del estado español y de su pesada maquinaria burocrática. Desde luego, la cuestión venía de mucho tiempo atrás, de la época en que los Borbones reemplazaron a los Austrias en la Guerra de Sucesión a principios del siglo XVIII y suprimieron con las armas las libertades o si se quiere los privilegios catalanes dentro del reino de España. Pero fue sólo con el surgimiento de un poderío económico superior al del resto de las regiones de la península que Cataluña, o mejor dicho la burguesía catalana, tensó la cuerda del separatismo aprovechando la vigencia de una rica cultura autóctona y apoyándose en la porción de la población que siempre se había sentido reacia a la integración al estado central que, mal que bien –más mal que bien- había unificado al país. Esa burguesía oportunista cultivó el mito de la superioridad catalana, de su carácter europeo que la diferenciaba respecto del resto de España y dio alas a la corriente soberanista que no fue un factor menor en la gestación del clima que llevó a la guerra civil de 1936 a 1939. Aunque cuando esta llegó, en su mayor parte cerró filas con el franquismo, se olvidó del soberanismo (cuyo máximo exponente Lluis Companys terminaría frente a un pelotón de fusilamiento del ejército de Franco) y se preocupó sobre todo de ponerse a buen resguardo de la revolución libertaria que por esos años intentó llevar adelante el anarquismo liderando al proletariado y al campesinado de Cataluña.
En las últimas décadas los descendientes de la capa social burguesa catalana, ampliada y potenciada primero por el franquismo y luego por la transición democrática y el estado de derecho, reasumieron su aspiración soberanista. En la estela de su crecimiento económico atrajeron a las elites profesionales y emprendedoras de la intelligentsia catalana y a la gran parte de la juventud y, ante el desprestigio del estado central –embarcado en las políticas neoliberales que han puesto a España y a tantos otros países en una situación de crisis permanente- pudieron hacer pie en el mito de la excepcionalidad catalana y sostener que en la separación de España está la cura de todos los males. Como si la burguesía catalana no compartiese la corrupción de la madrileña y su mismo credo económico. En el fondo, me temo que de lo que se trata es de no aportar más dinero a las arcas del estado central y despreocuparse de la suerte de las regiones menos evolucionadas de España.
Ahora bien, si el discurso independentista ha cobrado tanto cuerpo y ha conseguido crecer, del 20 % de la población que siempre respaldó al separatismo, al 49 por % de la misma, es evidente que no se ha debido sólo al contagio de la moda y a la intoxicación y la presión con los que se la impone. Hay que imaginar que a estos factores se suman otros. Concretamente, la incompetencia del estado central y el desconcierto de las restantes fuerzas políticas, a lo que parece haberse sumado una especie de combinación entre oportunismo y mutismo en los sectores intelectuales que tendrían la obligación de ver la conexión que existe entre una España plurinacional pero unida, y el enorme universo hispano hablante.
La verdad es que en estos momentos en España se está jugando un juego a suma cero, del que sobre todo es responsable el separatismo, decidido a saltearse todas las vallas constitucionales para salirse con la suya; pero al que concurre también un ejecutivo matritense que, de lo desconcertado que está, parece querer pasar de la pasividad con que dejó crecer el problema, a un activismo frenético que brinda la oportunidad al extremismo separatista para fortificar su reclamo, en una carrera que no puede ganar nadie. En efecto, a partir de ese choque y si se verifica una ruptura, se agudizarán las reivindicaciones de todos los nacionalismos de campanario que hay en Europa, desde los que existen en la misma península ibérica (el gallego, el vasco) al que en Italia responde a una aspiración parecida (la “Padania”), y se avivará en Gran Bretaña el problema escocés, si bien en este caso no se trataría del egoísmo de una región económicamente privilegiada respecto al resto del país, como sucede en España y en Italia, sino más bien de la reposición del lazo con la Unión Europea cortado por el Brexit. El secesionismo catalán aportará un grueso incordio a la UE, que si bien, llegado el momento, podría tomar en consideración el caso de Escocia pues se trataría de parte de una unidad nacional británica separada por su propia voluntad del corpus europeo, no se ve cómo podría conciliar sus propios estatutos con la admisión de Cataluña como país independiente de España, que es miembro pleno de la organización.
Flor de lío, como se ve. La única salida que se insinúa es, tal vez, la propuesta por Podemos: arribar a la admisión de un referéndum consensuado entre las partes (preferiblemente no vinculante) y rediscutir luego el problema de los nacionalismos y el de la constitución española. Incluida la monarquía. Pero para eso habría que desactivar la hipnosis secesionista, bajar el tono y renunciar a la provocación del referéndum lanzado por el Govern y el independentismo.
Los argentinos y el problema catalán
Dije más arriba que más que el problema catalán en sí mismo, lo que me interesa es sobre todo la forma en que cierta progresía local y latinoamericana tiende a evaluarlo. La simpatía que se le tiene al catalanismo y que se puede percibir por ejemplo en los aportes de Pedro Brieger y de soslayo en los de Víctor Hugo Morales, en C5N, o en la línea editorial que respecto al tema ha solido tener Telesur, de alguna manera da la sensación de que se perfila en la actitud de dar respaldo a un pueblo perseguido. Esta equiparación a tal categoría no es legítima. Si bien el régimen de Franco se señaló por su carácter represivo y castrador de la originalidad catalana, con el advenimiento de la democracia esas trabas desaparecieron y Cataluña gozó de amplias libertades y de plenas atribuciones para autogestionarse dentro del estado español, hasta el punto de pugnar por la imposición del catalán como primera lengua en la comunidad autónoma. Una apreciación como la que señalamos en nuestra progresía no resulta muy democrática que digamos, si se tiene en cuenta que el movimiento independentista no representa a la mitad de la población catalana, oriunda de allí o inmigrante de otras regiones de España, que no querría cortar los lazos con el estado nacional. En el fondo se tiene la sensación de que esa corriente de pensamiento progre argentino comparte la convicción de los separatistas en el sentido de que Cataluña es más europea, progresista, avanzada, civilizada y… ¿blanca?, que el resto de España.
¿Qué rezuma aquí si no es el viejo prejuicio antiespañol de ascendencia sarmientina? La antipatía del prócer hacia España casaba con una voluntad de ruptura de las burguesías portuarias de toda la América hispana en el sentido de identificar sus intereses de clase con una ideología “ilustrada” que a la postre impuso sus razones por encima de una realidad social que las negaba. Donde debió haber existido una fuerza centrípeta que aglutinase a la nación, hubo una pulsión centrífuga que resultaba del separatismo de las burguesías portuarias. El resultado de esos equívocos doctrinarios fundados en un egoísmo particularista fue la fragmentación de nuestros países, la imposibilidad de fraguar la unidad nacional en Iberoamérica (y en España) y la introyección de una crisis permanente que fue aprovechada por los imperialismos –británico, francés, norteamericano- para agredirnos, perpetuar la división y negociar ventajosamente con los segmentos americanos desprendidos del cuerpo, también invertebrado, de la madre patria. Cuando Buenos Aires creyó que no podía dominar al interior, durante las guerras civiles del siglo XIX, también intentó consumar, en ese caso por las armas, dos intentos separatistas: en 1852, después de la caída de Rosas, rebelándose contra la Confederación presidida por Urquiza, y en 1880, cuando finalmente el ejército de Roca la redujo, nacionalizándola por la fuerza y transformándola en capital federal de la República.
El condicionamiento cultural y psicológico es un factor tan determinante en la historia como la evolución económica y la fuerza militar. De una manera oblicua, indirecta, el tema catalán suscita ecos entre nosotros a cuya resonancia convendría que prestáramos una atención un poco menos superficial que la que hasta ahora le acordamos.