En los tiempos de Ronald Reagan en Estados Unidos circulaba un chiste que contaba que cuando un periodista visitó la Casa Blanca encontró a varios médicos y al personal de servicio corriendo por todas partes y explorando todos los rincones. Sorprendido, el visitante preguntó qué pasaba: “Nada –le contestaron- estamos buscando el cerebro del Presidente, que se ha perdido”.
El chiste puede ser desempolvado y aplicado con mayor razón aún a Donald Trump. El actual jefe del imperio es bocón, irreflexivo, con rasgos megalómanos que le hacen hablar y despotricar en tono alzado contra quien se atreva a objetar sus puntos de vista o molestar su orgullo personal, al que aparentemente confunde con el de su país; y sin embargo no atina a proteger a sus más íntimos colaboradores contra la presión del lobby neoconservador, que le ha arruinado su única política dotada de un sentido positivo –buscar un acercamiento a Rusia o al menos distender las relaciones con esta. De hecho, Trump parece haber adoptado el libreto de los “neocons” y del complejo militar-industrial en todas sus partes. Los compromisos militares, de los que había prometido alejarse, están al orden del día: envío de refuerzos masivos a Afganistán, guerra sucia en Yemen, guerra tácita contra Irán, nula distensión con Rusia, guerra en Siria-Irak contra el Isis, “excomunión” del presidente de Venezuela Nicolás Maduro, al que calificó de dictador y amenazó con una intervención militar directa, mientras imponía sanciones llamadas a dañar más la ya vacilante economía del país suramericano; conflicto en los mismos Estados Unidos con el torpe manejo de la cuestión de los supremacistas blancos y los demoledores de monumentos a héroes sureños de la guerra civil; y guerra psicológica y explícitamente racista en la cuestión de la inmigración hispana, con medidas tan odiosas como la cancelación del DACA, la disposición con la que Barack Obama permitía a los inmigrantes que habían llegado a Estados Unidos durante la infancia, disponer de carnet de conducir, tener trabajos temporales y acceder a la seguridad social, a la vez que difería por dos años la cuestión de su estatus legal definitivo.
Ahora, los ensayos misilísticos y nucleares de Corea del Norte han vuelto a dar pábulo a la iracundia de Trump y le han hecho prometer que hará llover rayos y centellas sobre esa díscola nación. Si no fuese el comandante en jefe de las fuerzas armadas de Estados Unidos y el asunto no involucrase a varias potencias nucleares, el tono de esos exabruptos movería a risa, pero el problema de esos exabruptos es que detrás de esa retórica hay un poder real.
La militarización de la Casa Blanca
Más grave aún: las elecciones de Trump en materia de colaboradores más próximos han recaído en militares a los que no se identifica con los enrolados en una consideración sobria de los problemas, sino que parecen más bien revistar en las filas de los más expeditivos. Su jefe de despacho es un general de los marines, John Kelly; el Secretario de Defensa es Jim “Mad Dog” Mattis, también general de marines; su asesor de seguridad nacional (el cargo que cubriera Henry Kissinger con Nixon y Ford) es otro militar, el general H.R. McMaster. La presencia de oficiales procedentes de la infantería de marina, un cuerpo que se distingue por su agresividad, por no decir ferocidad, es una novedad y un dato a tener en cuenta, sobre todo si el Secretario de Defensa porta el sobrenombre de Perro Rabioso y se distinguió por el salvajismo con que las tropas bajo su mando se condujeron en la batalla por Fallujah. La brutalidad es intrínseca a la guerra, por lo que no cabe asombrarse de que el campo de batalla pase de todo, pero una cosa es tomar decisiones bajo fuego y otra hacerlo en el ala oeste de la Casa Blanca, donde el dedo en el gatillo se apoya en realidad sobre el botón que puede activar una guerra nuclear. El poder que concentran estos hombres se ha incrementado por la disposición presidencial de referir al Pentágono las decisiones directas sobre operaciones de combate. Ya no hay interferencia civil en materia despliegue de fuerzas especiales, movimientos y misiones de combate. La militarización de la Casa Blanca se hace aún más grave por la inclusión en el gobierno de Trump de ejecutivos y consultores que están próximos a las grandes empresas del complejo militar industrial, como Lockheed Martin, McDonell-Douglas, Raytheon y Dyncorp.
Frente a este Júpiter tonante pero vacío, que delega las grandes decisiones de política exterior en los militares mientras se dedica a teclear mensajes por twitter, se eleva la figura de otro personaje singular, Kim-Jong-un, vástago de la dinastía política que ha gobernado con mano de hierro a Corea del Norte desde el final de la segunda guerra mundial, quien parece también condensar ciertos rasgos de insania en su comportamiento en materia de política internacional. Pero esta imagen es suministrada sobre todo por los medios de prensa de occidente, y no necesariamente responde a la realidad. En una época tan peligrosa como la actual, la distinción entre la locura y la simulación de esta se borra a menudo, con el consiguiente peligro, por supuesto. Pero, ¿están locos los norcoreanos por querer disponer del único elemento que puede disuadir a sus enemigos de proceder a borrarlos del mapa? ¿O están locos los presidentes de la superpotencia que desde hace 67 años les es incansablemente hostil por haber cometido el pecado de empatarles una guerra?
China y Rusia no parecen estar muy inquietos por el hecho de que Corea del Norte se haya convertido en una mini potencia nuclear, a pesar de que se encuentran a su lado y que por consiguiente podrían ser un blanco mucho más fácil que los remotos Estados Unidos en el caso de una eventualidad bélica. Aunque es probable que prefieran que los norcoreanos fueran más maleables, han sido siempre sus aliados estratégicos frente a la presencia de los norteamericanos en el área y no parece que deseen favorecer un golpe de estado en la península para darles a estos el gusto. Tal cosa pondría en una situación de guerra civil a la República Popular Democrática de Corea (RPDC) y favorecería tal vez una implantación de Estados Unidos en el conjunto de la península coreana. Los chinos, principales socios económicos de Corea del Norte, se han limitado hasta ahora a proveerla de consejos y recortar hasta cierto punto el comercio entre ambas naciones, pero han hecho saber claramente que se oponen a cualquier emprendimiento militar en su contra. Los coreanos tienen una fuerte identidad y nunca han podido ser absorbidos por las grandes potencias que los rodean. Menos que nadie por Japón, que ocupó la península durante un largo período y dejó un amargo recuerdo.
Memorias del infierno
Los recuerdos son posiblemente el factor que explica la tenacidad –algunos dirían terquedad- de los norcoreanos en procurarse un elemento de retaliación nuclear listo para ser empleado en caso de conflicto. La guerra del 50 al 53 fue una espantosa experiencia. Provocó dos millones de muertos (el 20 por ciento de la población coreana del norte) como saldo de los combates y sobre todo de los espantosos bombardeos en alfombra con que los norteamericanos reeditaron sus experiencias en Japón y Alemania, y del hambre que esta devastación produjo. No quedó ni una infraestructura ni una ciudad en pie. Llegó un momento en que las misiones de la USAF hubieron de suspenderse por la inexistencia de objetivos para bombardear.
Los coreanos del norte comenzaron con su plan atómico con la idea de usarlo como herramienta de negociación para canjear su disponibilidad nuclear por las ayudas y los créditos que les eran necesarios. No obtuvieron respuesta, o cuando la hubo no faltaron las interferencias que cortaron los avances que se estaban produciendo. El acuerdo marco de 1994 preveía una detención del programa de congelación de plutonio a cambio de la normalización de las relaciones con Estados Unidos, el levantamiento de las sanciones y la provisión de dos centrales de agua ligera. Los norcoreanos no se sujetaron mucho al programa y buscaron equiparse para el enriquecimiento del uranio mientras paralizaban el programa de producción de plutonio. En 2002 George W. Bush declaró caduco el acuerdo pretextando que el programa de enriquecimiento de uranio habría entrado en una fase operacional. No era así, como años más tarde lo reconocieron los informes de inteligencia de la misma CIA. Como consecuencia de esto Pyongyang prosiguió con los trabajos y en 2006 procedió al primer ensayo atómico.[i]
Ahora es tarde para suponer que se pueda desandar el camino y que Corea del Norte vaya a renunciar a su panoplia nuclear y a la posibilidad de aumentarla o mejorarla. ¿Qué podría impulsarla a hacerlo? Su situación económica ha mejorado de manera notable con una reforma que ha dado lugar a la aparición de una economía híbrida, parecida a la china, que combina planificación e iniciativa privada. De lo que daría prueba “la resplandeciente transformación de Pyongyang, cubierta de rascacielos, atravesada por nuevas avenidas y parques de atracciones. Una mejoría menos espectacular pero perceptible se nota también en el interior, aunque persisten las penurias”.[ii]
Por otra parte se puede estar seguros de que, si a los norteamericanos les falla la memoria, a los dirigentes coreanos no. Incluso si hoy arribase al poder en Washington un gobernante menos arbitrario que Trump prometiendo pactar un acuerdo que hiciera ingresar a Pyongyang al redil de los firmantes del tratado de No Proliferación Nuclear a cambio de la amistad de Washington, el ejemplo de Muammar Gadafi bastaría para disuadirlos a tomar ese camino. El gobernante libio consintió dejar de lado los avances que su país había realizado en materia nuclear a cambio del establecimiento de buenas relaciones con occidente. Creyó que esa era la manera de adecuarse al mundo unipolar surgido de la caída de la URSS. No contó con la infinita mala fe del imperialismo y terminó linchado en una revuelta patrocinada, organizada y llevada a cabo por quienes no le perdonaron su pretensión de salir de la dependencia y configurar un estado moderno.
No es una lección que Kim Jong-un vaya a echar en saco roto.
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[i] Philippe Pons, “La racionalidad de Corea del Norte”, El Dipló, Mayo de 2017.
[ii] Ibíd.