Un escrutinio de liberación lenta. La frase podría resumir el gusto por la manipulación de la verdad, que hace estragos en la política argentina. La entrega con cuentagotas de los resultados de la elección en el tercer distrito electoral de la provincia de Buenos Aires, decisivo para arrojar el saldo del balance de las PASO en esa provincia, es un rasgo que ensombrece, visto desde el ángulo de la ética política, la gestión de esta contienda electoral. Tanto es así que aún no se sabe quién sacó más ventaja en el mayor distrito electoral durante esta encuesta glorificada que son las Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias disputadas el domingo pasado. En la tarde de ayer faltaban escrutar 1.500 mesas –más de 300.000 votos- que podían romper el “empate técnico” en Buenos Aires convirtiéndolo en una victoria de Unidad Ciudadana. ¿Se trata de una demora indeliberada, de un escamoteo o, lo que sería infinitamente más grave, de un fraude?
Prefiero descartar la última hipótesis. Pero las demoras en la transmisión de datos, la entrega selectiva de estos, publicando primero los que favorecían al oficialismo, en una maniobra dirigida a crear una falsa sensación de euforia entre el público de Cambiemos y una difusa sensación de estar frente a una progresión irrevocable en el resto de la gente, son un pésimo síntoma acerca de la comprensión que el gobierno tiene del fenómeno electoral. Se hace evidente que en Argentina, como en otras partes, cada vez más se convierte a la democracia en un marketing y que las prácticas del “merchandising” ocupan el lugar del debate de ideas. La manipulación en la que son expertos no sólo Jaime Durán Barba sino también los gestores los recursos humanos de las grandes empresas que impregnan el estilo del actual gobierno, parece haberse convertido en el paradigma a aplicar en los asuntos de interés público.
Cualesquiera sean los motivos, sin embargo, el resultado de las primarias en todo el país no deja dudas acerca de la solidez de la posición de Cambiemos en gran parte del electorado. En todo el país el oficialismo ha ganado un punto respecto a la elección presidencial de 2015. Esto supone el refrendo electoral en los principales distritos a la política neoliberal asumida por el gobierno de Mauricio Macri. Si este desenlace se repetirá en ocasión de las elecciones legislativas previstas para octubre y respecto a las cuales las PASO fueron un anticipo, no se sabe todavía, pero se intuye.
Si la coalición política Cambiemos puede gloriarse de su integridad, no puede decirse lo mismo de la oposición, que está fragmentada en segmentos que eventualmente podrían ser atraídos por la fuerza gravitacional de Unidad Ciudadana, la más votada, o bien podrían seguir su rumbo autónomo. Las líneas de fuerza están muy marcadas, sin embargo, y lo más probable es que, de no mediar una catástrofe económica de grandes proporciones, sigan la misma orientación que han tenido hasta ahora y el país esté condenado a validar la corriente de moda y a volver a someterse, esta vez voluntariamente, a los conceptos del consenso de Washington y del libre mercado que experimentamos una y otra vez, con consecuencias desastrosas, en los tiempos de la “revolución fusiladora”, del “rodrigazo”; de las dictaduras de Onganía y Videla-Martínez de Hoz, y del menemismo. En este último caso hay que convenir que también en ese momento hubo una aquiescencia voluntaria a esa norma, cuando se votó al riojano para su segundo mandato. Aunque Unidad Ciudadana gane en Buenos Aires y aunque Agustín Rossi en Santa Fe consiguió una victoria en un distrito en el cual al kirchnerismo no se le daba mucha chance, Cambiemos se ha impuesto de una manera contundente en muchos lugares donde el peronismo estaba muy arraigado y donde no se esperaba su desalojo, aun cuando se hubiese desacreditado a lo largo de sus muchos años de gobierno. Los casos de Córdoba, La Pampa y sobre todo San Luis así lo atestiguan. No hablemos de la CABA, pues allí arrasó de forma abrumadora.
El pozo del pasado
No es una perspectiva alentadora. “Quienes no recuerdan su historia están condenados a repetirla”, dice Santayana. Uno de los rasgos más difíciles de la psiquis argentina es el velo que rodea a la percepción de nuestro desarrollo. Sobre todo en los sectores altos y medios. En los más bajos suele haber ignorancia, que es un disvalor, por cierto; pero aquí a veces el instinto suple al conocimiento. Este problema identitario que nos afecta deviene de la constitución “au rebours” de la nación, nacida con el labio leporino por la escisión entre el Interior y el Puerto. El agravamiento de esta “grieta” originaria se pronunció con la llegada del desarraigo inmigrante, de la confusión que en un principio ello acarreó y de la visión, injertada en los recién llegados, de una historia oficial que, para colmo, había contado con una pluma genialmente inspirada para sintetizarla, la de Domingo Faustino Sarmiento. Sumado a cierta superficialidad arrogante, esto nos ha hecho querer resolver todo en antinomias abruptas[i], que no es el mejor modo de develar los interrogantes que nos rodean. Así, hoy nos encontramos en una situación en la cual una gran parte de la población se manifiesta en disposición a aceptar la repetición de recetas que se han revelado inconducentes y mutiladoras para la mayoría de nosotros a lo largo de décadas de nuestra historia contemporánea.
Pero la persistencia de este estado de cosas y la propensión que existe en este momento de dar la espalda a los avances –tímidos, pero avances al fin- en favor de las mayorías y de una organización más soberanista del desarrollo que tuvieron lugar desde el 2002 al 2015, tienen motivos más inmediatos que se vinculan al cansancio. Un cansancio originado en la continua postergación de las reformas de fondo que necesita la Argentina y que pudieron, si no haberse completado, sí al menos haberse emprendido durante el período kirchenerista. La ausencia de ese programa de reformas drásticas, entonces y ahora, puede haber terminado inclinando a una parte desorientada de la ciudadanía a aproximarse a las líneas de un discurso simplista, que desdeña la complejidad de las cosas y promete el retorno a una ficticia edad de oro donde el cuentapropista y el emprendedor –fetiches de la pequeña burguesía- tienen el campo abierto por delante y donde se sindica a los malos emplazándolos en una galería donde se amontonan en mescolanza los corruptos o inútiles de toda laya, según el criterio oligárquico o clasemediero: sindicalistas mafiosos, empleados públicos parásitos (“ñoquis”); desocupados, subvencionados, “negros”, pibes de la calle, narcos, asaltantes, motoqueros, punguistas y “vagos”. Por supuesto que en este cuadro de honor no figuran los delincuentes de guante blanco, los que fugan divisas al exterior, poseen fortunas off shore o se sientan sobre sus cosechas de exportación mientras esperan a que el dólar suba, sin importarles un pito el déficit fiscal, que no hace más que crecer a medida en que el ejecutivo contrae más y más deuda para cerrar los huecos que él mismo abre con sus exenciones impositivas a la riqueza y la liberación de importaciones, a la espera de una apertura al mundo que lo único que hace es exponernos a este…
Si no se corrige el rumbo en que estamos metidos las cosas se pondrán aún más feas. El único instrumento de que disponemos es el voto. De modo que habrá que cuidar que las manipulaciones a que hemos asistido en las PASO no estén preparando los fraudes eventuales del futuro, si Cambiemos tropieza en un camino que, hasta aquí, le ha sido favorable.
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[i] Y no excluyo de ella la contraposición mecánica de oligarquía y nación, o ejército y pueblo, aunque la oposición central la haya constituido siempre la “civilización y la barbarie”, en su forma vulgar de “morochos versus blancos”, una especie de reducción al absurdo del apotegma sarmientino.