Terminó la reunión del G 20 en Hamburgo sin recolectar mucho más que un montón de inanidades. Los mandantes del mundo desarrollado y sus patéticos servidores de las naciones menos favorecidas dijeron lo de siempre: acabar con el proteccionismo, sanear la economía, reducir el déficit del estado, ajustar, desregular el mercado laboral, abrir los mercados y todos los tópicos del discurso único. Afuera del recinto de la conferencia, blindado por la policía, miles de manifestantes gritaban su descontento. Eso también encajaba dentro del cuadro de lo esperado. Mucho ruido, muchedumbres de estudiantes en erupción y un día al menos para reparar los daños al mobiliario público y hacerles el prontuario a los manifestantes que cayeron en manos de la policía durante las operaciones represivas, ejecutadas con un “timing” tan perfecto como la puesta en escena anarquista en las calles. Donald Trump hizo honor a su fama de niño malcriado al reafirmar el retiro de su país de los protocolos para frenar el cambio climático. También se entrevistó con el presidente ruso, en el principal y más esperado evento de la cumbre. Vladimir Putin y Trump se dieron la mano, conversaron a solas durante dos horas –una hora y cuarto más del tiempo prefijado- y luego el hombre de Washington lanzó una noticia sensacional: la creación de un organismo de control ruso-norteamericano destinado a suprimir las fugas y filtraciones cibernéticas en ambos países. Demasiado bello para ser verdad; no bien volvió a Washington, Trump se tragó sus palabras y rindió pleitesía a las fuerzas del “deep state”, tras ser vapuleado en torno al tema por figuras tanto demócratas como republicanas. Dijo que lo de la ciberseguridad conjunta con Rusia de momento no podía ser. Del lado ruso –que había dejado prudentemente a Trump ser el primero en lanzar la noticia- asimismo se atenuó la novedad diciendo que se trataba de un proyecto a largo plazo que incluso podría ser auspiciado por las Naciones Unidas.
Es obvio que las intenciones de Trump de ensayar una aproximación a Rusia –que constituían la parte más interesante de su programa- están tan débiles como sus promesas de reactivar el empleo o de enfrentar a Wall Street. El establishment neoconservador sigue muy fuerte en todos los ámbitos y no ceja ni en su objetivo secundario (que es sacarse de encima al inepto alborotador que ha llegado a la presidencia) ni en el principal, que consiste en seguir llevando adelante el proyecto de una globalización asimétrica en el cual Nueva York y Londres sigan siendo las principales plazas financieras del mundo, usando para ello la coerción económica, diplomática y sobre todo militar con el fin de sacar de en medio las únicas potencias que pueden equiparárseles, Rusia y China. Estos estados constituyen la masa continental euroasiática que, en la geopolítica de Halford Mackinder, figuran como la región cardial o área pivote, capaz de controlar al mundo y hoy pueden llegar a ponerse en condiciones de atraer a la India, al sudeste asiático e incluso a Sudáfrica y a Sudamérica hacia una constelación de poder incontrastable que terminaría con el predominio del “creciente interior o marginal”. Es decir, del bloque anglosajón y europeo. Esta perspectiva eriza a los “neocons” y los pone en una disposición horriblemente belicosa.
Adiós a Zbigniew Brzezinski
Más que Henry Kissinger, el gran inspirador de la corriente geoestratégica neoconservadora fue Zbigniew Brzezinski. Fue él quien la sistematizó a través de libros como “El Gran Tablero Mundial” y “El Dilema de EE.UU”[i]. Su reciente fallecimiento coincide con el momento de mayor impulsión de su tesis y a la vez con la instancia de la primera gran crisis de esta. Mientras Kissinger razona más bien en términos de equilibrio de poderes, Brzezinski fue el teorizador de la fragmentación de la gran potencia ex comunista y de la sumatoria de Estados Unidos y la Unión Europea para ejercer un poder omnímodo, imposible de ser discutido. Hoy sus consejos en el sentido de desgajar a Ucrania del bloque euroasiático, de coaligar a Europa del Este en una especie de punta de lanza contra Rusia (su sangre polaca lo impulsaba más allá de los límites del razonamiento ponderado), de combinar el multiculturalismo con la cohesión estratégica (o, dicho en otros términos, de usar la fragmentación de los estados nacionales para establecer una hegemonía perdurable de parte de un poder central), son principios que están activos desde el Vístula a Vladivostock, y desde el Mediterráneo al extremo oriente. No se trata de un activismo pacífico; las mil bases norteamericanas dispersas en el mundo y las guerras o las tensiones locales que existen en Ucrania, el Cáucaso, el medio oriente y el Asia central, demuestran que se está frente a una tendencia al predominio que hace palidecer a la de Hitler.
Tanto Rusia como China son el objetivo último de esta política, pero no hay duda de que, en este momento, es la primera la que se encuentra más en la mira del Pentágono y de Bruselas. Sólo la cortina de humo de la distorsión informativa vela a los ojos del público la naturaleza de los procedimientos que cercan a Rusia con bases antimisiles dirigidas a neutralizar al menos en parte su poderío nuclear, y sólo la desinformación y la ignorancia de la historia pueden ocultarle al público el sentido que tiene la expansión de la OTAN en Europa oriental, así como el carácter mortalmente ofensivo que tuvo para Moscú el golpe en Kíev de 2014, que llevó a Rusia a reaccionar recuperando Crimea para la madre patria, y a la práctica secesión de Ucrania en un sector oriental pro ruso y otro occidental que se podría denominar pro católico o pro occidental si no fuera porque en parte es, ideológicamente, pro nazi.[ii]
Hay una base emocional en Ucrania y Polonia que es consecuencia de un tramado de hechos y sentimientos que se resuelve en hostilidad y en desconfianza hacia Rusia, fruto del recuerdo de la opresión del estalinismo y de la indeseada tutela soviética. Esto brinda un sustento psicológico a las políticas de la OTAN; pero el fenómeno es más amplio y se excava en las profundidades de la historia de esa región del mundo.
En el imaginario de occidente está insertada la noción de la amenaza eslava; pero, en los hechos, lo que ha existido fue sobre todo la agresividad occidental contra los rusos, practicada por los polacos y los suecos en los siglos XVII y XVIII, por los franceses con Napoleón en 1812, por los anglo-franceses en la guerra Crimea y por los alemanes y austrohúngaros tras el tratado de Brest Litovsk, que en 1918 preludió el gran intento de Hitler, el estado mayor de la Wehrmacht y el gran capital alemán en el sentido de convertir a la Rusia europea a en un “espacio vital” para la colonización germana.[iii] Poco más de dos décadas después el nazismo iba a intentar empujar al estado soviético más allá de los Urales. El pasado, más la renovada hostilidad occidental, parecen haber decidido a los gobernantes rusos a adoptar definitivamente la carta oriental.
Aclaremos que no se intenta describir a Rusia como un corderillo que se transforma en león para defenderse del ataque; pero es un hecho que, en general, su política exterior fue defensiva más que agresiva. La decisión de sus gobernantes de convertirla en una gran potencia, aunque más no fuese para protegerse de vecinos demasiado ávidos, ha estado siempre presente, se tratase de los zares o de la etapa soviética. De Pedro el Grande a Stalin y ahora a Vladimir Putin, ha habido una aguda sensación del riesgo y también la inevitable tendencia a realizar las metas que de alguna manera impone la fatalidad geopolítica a una nación que posee fuertes elementos mesiánicos en su cultura. De todos modos, fuera del intento imperialista en el extremo oriente que llevó a la derrota del zarismo frente a Japón en 1905, la preocupación de la política exterior rusa fue más que nada la de escapar al encierro terrestre buscando una salida al mar que estuviera libre de hielos. De ahí las aspiraciones a controlar los Dardanelos y las guerras con Turquía. Y de ahí también sus pretensiones de construir un colchón entre las vastas extensiones de la Rusia europea y las amenazas provenientes del oeste, ejerciendo presión sobre la Europa central u ocupando a algunos países que, después de la segunda guerra mundial, se convirtieron en los aliados forzosos de Moscú y hubieron de someterse a su modelo de socialismo real, que no deseaban en modo alguno.
Toda esta historia ha dejado un legado complejo de sospecha, espíritu de revancha y miedo que hoy influye en las políticas de defensa de esos países. En los años 20 y 30 el resquemor por el pasado los convirtió en miembros voluntarios del “cordón sanitario” contra la URSS construido por los aliados después de la primera guerra mundial. Ahora esos mismos sentimientos, sumados a los de la experiencia de la segunda posguerra, los hace candidatos predispuestos a sumarse a la OTAN, en la ilusión, fomentada por occidente, de que de ese modo se blindan contra la amenaza rusa. La verdad es lo contrario: al consentir en su suelo la presencia militar norteamericana incrementan su nivel de riesgo en aras de una protección que a ellos no los salvaría de la destrucción, aunque sí sería útil al “amigo americano” al proveerlo de ese pretexto que siempre está buscando para legitimar sus agresiones con el argumento de la legítima defensa. Propia o de los pueblos a los que corre a salvar por razones “humanitarias”.
Este mecanismo psicológico convertido en reflejo condicionado se puede apreciar en el cine de Hollywood, tanto en los westerns como en las películas bélicas, policiales o de aventuras. Esas tramas tienen un contenido implícito que se sedimenta en el inconsciente del público. En ellas, después de sufrir una infinidad de provocaciones, el héroe despliega un poder casi sobrehumano que destruye a su acosador con una violencia que asocia el placer de la matanza con la satisfacción moral del deber cumplido…
Las opciones de Rusia y China
Pero no nos desviemos del tema principal. El complejo antirruso de Polonia, los países bálticos y Europa oriental –con excepción de Serbia y Bulgaria, a pesar de la pertenencia de esta última a la OTAN- es de una magnitud tal vez insuperable. En el pasado la “intelligentsia” rusa se había dividido entre occidentalistas y eslavófilos. Ahora, si no la “intelligentsia”, sí al menos la casta dirigente, tras el fracaso de la asociación propuesta a Europa y Estados Unidos después de la caída del comunismo, parece haber optado por jugar a fondo la carta euroasiática. Las razones de la predilección rusa por occidente en el pasado eran comprensibles. Los factores geográficos y económicos de un tiempo la hacían inevitable y obligatoria. Pero ahora Europa y Estados Unidos son menos relevantes para Rusia, y no sólo porque la tentación europea naufraga puesto que es imposible asociarse a un “partner” que te rechaza o te llena de sanciones económicas con cualquier pretexto, poniéndose al servicio de un proyecto norteamericano que pretende instalar el diktat neoliberal en todo el globo. Ocurre que el oriente, el sur y hasta el norte se convierten polos de atracción mucho más fuertes. En gran medida porque apuntan a sustanciar política y económicamente una masa continental que desde el punto geográfico y militar puede terminar siendo invulnerable.
La deriva rusa hacia el este ha venido expresándose en hechos como la asociación de los países del pacto de Shangai, que ambas potencias euroasiáticas cohesionan, así como en los recurrentes encuentros de Putin con Xi yin ping, las maniobras militares conjuntas, el convenio comercial que liga a ambas economías en torno a las energías no renovables y la apreciación de que las dos potencias comparten la misma sensación de un peligro procedente de Estados Unidos que las obliga a actuar de consuno si no quieren ser doblegadas una después de la otra.
China era un gigante dormido, que vegetaba en un aislamiento que perpetuaba el atraso. La irrupción de occidente y del Japón imperialista en los siglos XIX y XX acarreó enormes sufrimientos e hirió el orgullo nacional hasta extremos insoportables. La revolución comunista aunó la reivindicación nacional con el radicalismo social de las masas campesinas y con el credo revolucionario del marxismo. El triunfo del movimiento acaudillado por Mao Tsé Tung en 1949 creó una oportunidad única para conformar un bloque euroasiático sentándolo sobre bases ideológicas coherentes: los regímenes tanto de la URSS como de China se definían como internacionalistas y revolucionarios. Sin embargo, esto era una ilusión: el sistema soviético se había fijado desde hacía mucho tiempo sobre presupuestos nacionalistas -o más bien chauvinistas- y, sobre todo, estaba anquilosado por la grisalla burocrática y la rigidez ideológica, fruto a su vez del reduccionismo doctrinario, la planificación mecánica y la negación abusiva del mercado. La consecuencia fue querer reducir la alianza con China a una relación subordinada de Pekín respecto a Moscú, lo que terminó creando las condiciones para un cisma que la diplomacia norteamericana, hábilmente conducida en ese momento por Henry Kissinger y Richard Nixon, supo aprovechar.
La muerte de Mao y las reformas de Deng Xiao Ping y sus sucesores inyectaron una fuerte dosis de capitalismo en la sociedad china. En la estela de esas reformas la nación, que con Mao había exterminado a la rémora feudal, ingresó a una era de desarrollo galopante, que le permitió superar en pocas décadas el poderío económico e industrial de las potencias más desarrolladas de occidente. Por supuesto que este crecimiento a “tasas chinas” supuso y supone duras condiciones de trabajo a quienes se ponen a la espalda el esfuerzo, pero ese sacrificio debe ser visto en el contexto de la historia de ese país. Las condiciones de vida del nuevo proletariado, con ser duras, no resisten la comparación con la sacrificada vida en la aldea, lo que puede ayudar a comprender la aquiescencia que se presta al régimen.
Por otra parte, las cosas evolucionaron en China de forma muy diferente a lo sucedido en la URSS cuando se produjo la implosión del comunismo. La Unión Soviética se desintegró y el poder degeneró y recayó en una burguesía mafiosa. Boris Yeltsin presidió una decadencia que por un momento pareció irreversible y que necesitó de la aparición de Vladimir Putin y de la emergencia de los cuadros de la vieja policía política y del ejército para enderezar el rumbo. En China, por el contrario, el partido se reformó interiormente, pero no se abolió a sí mismo. No se restauró en su plenitud la propiedad privada, autorizándola sólo en forma restringida, y el estado, a la vez que fomentaba el ingreso del capital extranjero, se mantuvo vigilante de las empresas que florecían y de los flujos financieros. Corrupción y nepotismo seguramente debe haberlos, pues acompañan al poder como la sombra al cuerpo; pero en estos asuntos la cuestión reside en mantenerlos dentro los límites de lo tolerable, sin que se dañen los objetivos supremos de las políticas de estado y siempre y cuando la transgresión no lleve a traicionar la primera función de cualquier gobierno legítimo: resguardar la soberanía nacional que ha sido puesta bajo su custodia.
La ruta de la seda
El crecimiento global de la potencia china va asociado a la vinculación con Rusia. El proyecto de colaboración tiene un nombre: la ruta de la seda. Se trata de una denominación genérica que alude al viejo camino por el que el Imperio del Medio mercadeaba sus productos durante el Medioevo y los albores de la modernidad; pero se adecua al presente por el carácter geopolíticamente revolucionario que tiene respecto al actual ordenamiento global. Es ilustrativo de la voluntad china de definitivo apartamiento del aislacionismo –voluntario o impuesto por Estados Unidos, como fue el caso durante las dos décadas posteriores a la revolución maoísta. No puede ser de otra manera si China, durante tanto tiempo objeto del deseo y prenda del reparto en las luchas inter imperialistas de los siglos XIX y XX, quiere impedir cualquier experimento que se asemeje, así sea de lejos, a la reedición de ese destino.
En su fase terrestre, tal como se lo conoce, se trata de un proyecto abierto, es decir que no está sometido a previsiones rígidas, pero que contempla la circulación comercial a través de una gran conexión euroasiática en tres direcciones, una hacia Europa, que culminará en la península ibérica y otras dos que se abrirán en abanico hacia el Asia central y el sudeste asiático. En el plano marítimo, la expansión china apuntará al Océano Índico, África y el medio oriente. Los países involucrados en el camino de la seda reúnen el 75 % de la población mundial, el 60 % del PIB global, el 75 % de las reservas fósiles del mundo y su capacidad de intercambio representa el 45 por ciento del comercio mundial. Se prevé también la construcción de un puente a través del estrecho de Bering para conectar el Transiberiano al sistema ferroviario de América del Norte, y la construcción de un túnel ferroviario entre Corea del Sur y Japón.
Para sostener la ruta marítima es esencial que los chinos cuenten con bases que la resguarden de la posible interdicción norteamericana. De ahí las tensiones que se suscitan a propósito de la construcción de islas artificiales de parte de Pekín en aguas del Mar de la China del Sur, donde también se ventila una disputa entre China y cinco países de la región -Filipinas, Vietnam, Malasia, Brunei y Singapur- en torno a las islas Spratly. Es obvio que aposentarse en ellas y en los islotes de coral que allí menudean para construir aeropuertos militares, permitirá a China por un lado validar jurídicamente su presencia y, por otro, que es el esencial, proteger su versión marítima de la ruta de la seda contra su eventual corte por los norteamericanos. También le puede servir en sentido contrario, es decir, para tornar la oración por pasiva y hacer lo propio sobre el vital flujo de petróleo que discurre desde el medio oriente hacia el Japón y Corea del Sur. Estos son conflictos que en la actualidad existen todavía en estado de latencia, pero cuya potencialidad incendiaria es enorme. Y no hay que olvidar otro proyecto de envergadura, aunque tal vez sea conveniente no confiar demasiado en su posibilidad de éxito: la apertura de un nuevo canal transoceánico en Nicaragua, que junto al canal de Panamá uniría al Atlántico y al Pacífico por una doble vía. Aquí la voluntad norteamericana de no renunciar al control del paso entre los dos océanos ya está dando batalla a través de las organizaciones ecologistas e indígenas, que aducen el daño al ecosistema y a la posible estafa y despojo de las tierras operado bajo la cobertura del enorme negocio que supondría ese emprendimiento.
Todo el conjunto de factores reseñado está proclamando que estamos ante un viraje en la geopolítica mundial. Incluso las actuales batallas en el medio oriente deben ser vistas como parte de un mismo escenario. Pues en la determinación estadounidense de acabar con el régimen sirio y de apuntar a Teherán, así como en la hostilidad que en los últimos tiempos EE.UU. ha demostrado respecto del gobierno de Recip Erdogan, cabe observar que no sólo se trata de conseguir una victoria sobre el terreno o de seguir poniendo en práctica la doctrina del caos para a abatir a gobiernos desafectos, sino de cortar las articulaciones de una sección capital de la ruta de la seda al hacer imposible los gasoductos y oleoductos que deberían correr desde el Asia central hasta el Mediterráneo, cruzando desde la orilla asiática de Estambul hacia Europa. Cosa que de paso permitiría soslayar el nuevo telón de acero que se está montando contra Rusia en Europa oriental.
Incertidumbre
El reordenamiento global que está en curso encierra infinitas posibilidades y muchas sorpresas. De momento no parece posible que haya un entendimiento entre las cúpulas de los dos bloques de poder –el de la OTAN capitaneada por Estados Unidos, y la alianza chino-rusa en vías de cumplimiento- en torno a ningún tema salvo, hasta cierto punto, el del control del terrorismo. Es lógico que así sea, toda vez que el terrorismo salafista patrocinado Arabia Saudita y los emiratos del golfo es, en última instancia, un instrumento de Estados Unidos, que lo ha manipulado aceptando los riesgos de cortarse con esa arma de doble filo. En este momento el califato está perdiendo sus últimos bastiones en Irak y en Siria; la experiencia de utilizarlo como punta de lanza para acabar con Hafez al Assad fracasó en el momento en que Rusia (por invitación del gobierno sirio) decidió intervenir para rescatar a su ejército agotado tras años de batalla, y proceder a llevar adelante una guerra aérea implacable contra las bandas wahabitas y rebeldes que asolaban el territorio. La defección de Turquía de la conspiración anti-siria, determinada por el deseo de impedir que el problema kurdo se le escape de las manos y por la certidumbre de Erdogan en el sentido de que Washington se aprestaba a prescindir de él, cortó el cordón umbilical por el que los terroristas se abastecían a través de Turquía. Estados Unidos tuvo que tomar un partido más activo en la lucha contra el califato respaldando más activamente a la labor del ejército iraquí para tomar Mosul, aprovechando de paso la situación para instalar, según se dice, algunas bases avanzadas en territorio sirio.
La liquidación del jefe del ISIS Ibrahim Al Bagdadi en una incursión rusa, ha venido a simbolizar el retroceso la agrupación islamista, aunque, como todo fenómeno de este tipo, puede cambiar de piel y reemerger con otros nombres. Su extinción definitiva sólo puede producirse a largo plazo, cuando cambien las coordenadas sociales que lo producen y se extinga su fomento por las agencias de inteligencia de las grandes potencias.
Tenemos ante nosotros, por lo tanto, un escenario poblado de tendencias disruptivas en el plano geoestratégico, que vienen a sumarse a las que producen las dramáticas, por no decir brutales, modificaciones en la vida cotidiana y en la percepción de las cosas por el impacto de la revolución tecnológica. Que las generaciones jóvenes acepten estos cambios sin cuestionárselos no es ninguna virtud. Las grandes cesuras históricas no son favorables al equilibrio psicológico y suelen acarrear infelicidad. El tema es como asimilarlas y representarnos dentro de su marco, buscando, como países y personas, un lugar en el cuadro. ¿Podremos, como argentinos, hacerlo?
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[i] Paidós 1998, Paidós 2005.
[ii] Más allá de las razones que pueden sustentar al nacionalismo ucraniano y que en cierta medida tienen su fuente en los horrores de la colectivización en tiempos de Stalin, el golpe de Maidán fue sostenido y alentado por Estados Unidos, en particular por Victoria Nuland, portavoz del Departamento de Estado en tiempos de Obama y esposa de Robert Kagan, un conocido académico neoconservador, historiador, columnista y asesor de conocidos políticos, incluido el presidente George W. Bush.
[iii] Por el tratado de Brest Litovsk, en marzo de 1918, durante la primera guerra mundial, los imperios centrales impusieron a Rusia la paz contra la desmembración de su territorio y apuntaron a controlar Ucrania y los pasos montañosos del Cáucaso, abriéndose paso hacia el medio oriente. La derrota germana tras el fracaso de su ofensiva en el frente occidental a finales de ese año invirtió las tornas, selló el fracaso del proyecto y agisugantó el peligro de un contagio de la revolución bolchevique a Europa hasta 1922, aproximadamente. Dos décadas más tarde Adolfo Hitler, que se había apropiado, vulgarizándola, de la noción de espacio vital en “Mein Kampf”, intentó, con el pleno compromiso del Estado Mayor y el apoyo del gran capital germano, llevar a cabo esa distopía, que culminó en una catastrófica derrota.