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14
JUN
2017
Banderas saudí y qatarí.
Banderas saudí y qatarí.
La geopolítica del petróleo tiene vericuetos que muchos no se imaginan. El aflorado la pasada semana entre Arabia saudita y Qatar es uno de ellos.

Incluso para el analista informado de la actualidad internacional, esta tiene sobresaltos inesperados. El último ha sido la crisis entre Qatar y varios países árabes. Arabia saudita súbitamente ha estallado en invectivas contra su vecino y junto a los Emiratos Árabes Unidos, Bahrein y Egipto ha decretado un embargo –que equivale a un virtual bloqueo- contra él. La postura fue respaldada por el presidente Donald Trump, aunque su secretario de estado Rex Tillerson solicitara moderar la presión aduciendo razones humanitarias. Seguramente la necesidad de no perturbar el funcionamiento de la gigantesca base norteamericana de Al Udeid en territorio qatarí, tan necesaria para coordinar las operaciones estadounidenses y británicas en medio oriente, es un factor que también induce la prudencia del encargado de las relaciones exteriores de Washington.

En defensa del país sometido a acoso han salido Turquía e Irán. El gobierno persa ha corrido en apoyo de Qatar con la aportación masiva de alimentos, pues se trata de un país desértico que importa prácticamente todo de lo que necesita para sostener la vida cotidiana de sus 2.700.000 habitantes. Flota en un mar de petróleo y un océano de gas, pero carece de agua. No es raro pues se trata, en definitiva, de una de las tantas invenciones británicas posteriores a la primera guerra mundial, cuando Londres rediseñó el medio oriente a la medida de sus intereses, después de la caída del imperio otomano.

La acusación que se le dirige a la monarquía qatarí es nada menos que la de sostener al terrorismo y al jihadismo. Lo curioso es que lo mismo y más se puede decir de la monarquía saudí, productora de terroristas y sectas islámicas predicantes de la forma más extrema del wahabismo, involucradas incluso en el ataque a las Torres Gemelas. Como dijera un periodista español, es como si Hitler acusara a Goebbels por ser nazi. Por esas rarezas de la política y de los negocios, nada de los horrores consumados por los terroristas de inspiración saudí ha disminuido los lazos de Estados Unidos con Ryahd. Trump en efecto acaba de cerrar una magnífica transacción de venta de armas por ciento diez mil millones de dólares con el rey Salmán bin Abdulaziz. ¿Apunta este acuerdo a una guerra mayor en el Golfo contra Irán, de la cual el súbito estallido de animadversión entre Ryahd y Doha sería el prólogo?

Es una hipótesis, que de confirmarse implicaría la apertura de otro frente de guerra, esta vez de altísimo riesgo. Pero tal vez convendría buscar también otros móviles, entre los cuales las ambiciones de los saudíes respecto de la gigantesca cuenca gasífera que Qatar comparte con Irán podrían tener una incidencia aún mayor que los antes mencionados, aunque en definitiva podrían redundar en el mismo resultado. Los saudíes tienen petróleo, ¿por qué no redondear el negocio incluyendo la descomunales reservas de gas de Qatar?

¿Y cómo conciliar todo esto con las intrigas y rencores que se entrecruzan entre Estados Unidos, la Hermandad Musulmana, los shiítas y sunnitas con sus organizaciones armadas –Hamás para los sunnitas, Hizbollah para los shiítas-, con la presencia de los rusos en Siria y con el califato? El ISIS está siendo acorralado, pierde cada vez más territorio, pero sus inventores –las monarquías del golfo, Turquía, Israel y la OTAN encabezada por Estados Unidos y Gran Bretaña- divergen en sus maneras de ver cómo redirigir a los pistoleros fundamentalistas hacia otros escenarios donde puedan seguir siendo útiles a los fines de quienes los crearon y nutrieron. Mientras que Turquía y la facción del establishment norteamericano capitaneada por Trump parecerían querer sacarlos de en medio, objetivo que comparten con los rusos y los iraníes, los ingleses y los franceses no cejan en su propósito de seguir alimentándolos, junto al sector del Pentágono y del establishment norteamericano que sigue creyendo que mantenerlos con vida es un buen expediente para justificar la invasión de Siria y una nueva ocupación de Irak. Se podría proceder así al desmembramiento definitivo de este país, de acuerdo a la doctrina imperial forjada después de la caída de la URSS, que busca la destrucción de los estados nacionales para allanar el camino a la globalización asimétrica…

A 50 años de la Guerra de los Seis Días

El mundo es un pandemonio y también un jeroglífico político, y los instrumentos de que disponen el público y los observadores independientes sólo permiten avizorar las líneas generales del entripado. Los detalles sólo pueden ser percibidos por los especialistas y por los protagonistas mejor situados del gran juego. Y esto hasta cierto punto, pues lo imponderable está a la vuelta de la esquina. Nadie puede calcular las consecuencias de un sobresalto o de un error de cálculo. El recuerdo de la guerra de los Seis Días –de la cual se cumplió este mes el quincuagésimo aniversario- refuerza esta tesis. Una serie de errores de cálculo, de reacciones inducidas por la política de prestigio a que se sintió obligado el líder egipcio Gamal Abdel Nasser y de deliberado aprovechamiento de una oportunidad inesperada de parte de Israel, condujeron a un choque que supuso un punto de inflexión en la historia del medio oriente.

En el verano boreal de 1967 el clima bélico estaba calentándose entre Israel y sus vecinos árabes. El activismo de la guerrilla de Al Fatah crecía, las represalias judías llegaban a las incursiones y a la destrucción de pueblos en Cisjordania; y el panarabismo, que había encontrado una fugaz concreción en la RAU o República Árabe Unida, hervía. Desde el fallido intento anglo-franco-israelí de ocupar el canal de Suez después de su nacionalización por Nasser en 1956, las Naciones Unidas habían apostado un contingente de cascos azules entre israelíes y egipcios para vigilar el cese del fuego en la península de Sinaí. El rais egipcio era el adalid del nacionalismo árabe, pero su prestigio sufría bajo el ataque a que lo sometían los exponentes más radicales del baasismo sirio, que le reprochaban cobijarse detrás del telón de las tropas de la ONU para no acudir en auxilio de sus hermanos árabes que eran golpeados por las operaciones de castigo de Tzahal, el ejército israelí.

Para posicionarse más airosamente frente a estos reproches y tal vez para forzar una negociación o quizá, en última instancia, una operación militar en gran escala de la coalición árabe, Nasser pidió a la ONU que retirase a las fuerzas de interposición. El secretario general de las Naciones Unidas, U Thant, solicitó entonces a Tel Aviv el permiso para redesplegarlas del lado israelí de la frontera, a lo que Israel se negó. Egipto decidió a su vez bloquear el estrecho de Tirán, que da acceso al puerto de Eilat, sobre el Mar Rojo, en una escalada de la tensión que tenía que ver más con el deseo de Nasser de salvar la cara ante sus aliados que con un deliberado propósito de agredir a Israel: las fuerzas egipcias en el Sinaí, en efecto, tal como la CIA se lo señaló al presidente Johnson, estaban desplegadas de acuerdo a un esquema defensivo y no ofensivo. El estado mayor israelí, sin embargo, ni se sentía tranquilo ni iba a dejar pasar la oportunidad de lanzar un ataque preventivo, por sorpresa, aprovechando la cobertura mediática favorable determinada por lo que a ojos de occidente era una escalada militar fomentada por los árabes. Por otra parte los generales judíos pensaban, con razón, que las fuerzas israelíes de aire, mar y tierra eran técnicamente muy superiores a sus contrincantes y podían dar cuenta de ellos si procedían a una guerra relámpago. Los hechos les dieron la razón de una manera contundente: a costa de menos de mil muertos y unos pocos aviones derribados, los israelíes barrieron a la fuerza aérea, las formaciones blindadas y la infantería de egipcios, jordanos y sirios, provocándoles 20.000 bajas fatales y causando una ruptura del equilibrio militar que llevó a la ocupación de Gaza, Cisjordania y las alturas del Golán, con lo que se engrosó fuera de toda medida el contencioso medio oriental y se arribó al actual nudo gordiano que amenaza estrangular cualquier iniciativa para pacificar la zona. 50 años después de esa guerra estallada inopinadamente, los problemas que dejó se han agigantado: la colonización de Cisjordania por los israelíes prosigue sin pausa, los conflictos estallan periódicamente en Gaza, las alturas del Golán siguen ocupadas por los hebreos.

 

 

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