Los dirigentes de la Unión Europea, ¿están tan firmes como parece en su acompañamiento a las actitudes de Estados Unidos en la región del Cáucaso y en su política general hacia Europa del Este o, en cierta medida, simulan ese apoyo? A pesar de las muestras de solidaridad atlántica que exhiben la primera ministra alemana Ángela Merkel y el presidente francés Nicolás Sarkozy al respecto, no está en absoluto claro que pueden sacar de provechoso de ese respaldo ante una potencia rusa resurgente y decidida, según todas las apariencias, a poner freno a las tentativas expansionistas de Occidente sobre sus fronteras oeste y sur. Los rusos están en condiciones de regular, condicionar o incluso suprimir la afluencia de gas y petróleo a Europa occidental y a Alemania en particular, que es fuertemente dependiente de esas provisiones. Claro que eso no ocurrirá a menos que el tablero geopolítico se enturbie aun más de lo que está, pero no es imposible que tal cosa suceda si los conductores de la política exterior norteamericana siguen aferrados a los actuales parámetros que tiene ésta.
A decir verdad, aunque los observadores del escenario internacional están anoticiados por la experiencia de la guerra fría y por los siniestros entretelones de la política doméstica norteamericana acerca de la peligrosidad que tienen los núcleos dirigentes del establishment, los actuales exabruptos de la política exterior de Washington infunden miedo. Lejos de haber extraído las conclusiones que caben de la contundente reacción rusa contra Georgia, después de que este país lanzara una ofensiva contra Osetia del Sur, empresa que requirió de la complicidad y la anuencia norteamericanas, el Departamento de Estado y el Pentágono insisten en el curso asumido. El vicepresidente Dick Cheney (para los entendidos el conductor efectivo de los asuntos de la Casa Blanca) ha visitado esta semana Tiflis y se ha dirigido luego a Ucrania, donde las tensiones internacionales están agravando ya las diferencias en el seno mismo de la coalición gobernante prooccidental: el presidente Víctor Yuschenko, de decidido perfil “atlantista”, es recusado por la primera ministra Yulia Timoshenko, más prudente respecto a Moscú.
En su paso por Georgia, Dick Cheney no se ahorró nada. Encaramado en los caballitos de batalla de la retórica norteamericana en torno del “mundo libre”, el vicepresidente norteamericano expresó su apoyo a ese “pequeña y brava democracia naciente” y aseguró que, “como lo declararon los miembros de la Otan en Bucarest, Georgia estará en nuestra alianza”.
Simultáneamente el buque insignia de la VI Flota norteamericana del Mar Negro atracaba en el puerto de Poti –donde aun hay tropas rusas- transportando ayuda “humanitaria” para ese país, mientras el buque multifuncional Pathfinder, dedicado al espionaje electrónico so capa de ser un navío de investigación científica, anclaba en el puerto de Sebastopol, en medio de la flota rusa del Mar Negro, que alquila esa base al gobierno ucraniano, titular de jure de ese enclave inequívocamente ruso. Sebastopol, en efecto, fue santificado por la sangre de sus defensores zaristas y soviéticos durante la guerra de Crimea (1854-1856), y durante la segunda guerra mundial, en 1942.
De mediados de agosto al primero de septiembre la aviación norteamericana realizó 76 vuelos hacia el aeropuerto de Tiflis, transportando más de 1200 toneladas de carga. Aunque se aduce que se trata de ayuda humanitaria, nadie duda de que junto a esta va una importante proporción de pertrechos bélicos, dirigidos a rearmar a un ejército georgiano que perdiera gran parte de su material durante la desbandada que siguió al contraataque ruso en Osetia. Y todo induce a suponer que Washington se afirma en la idea de mantener la presión en el Cáucaso y en el Asia Central.
Georgia y Azerbaiján, dos repúblicas ex soviéticas con frontera común, son partes del corredor energético en disputa que desató el conflicto en el Cáucaso. Azerbaiján, a su vez, limita con Armenia, un enclave ruso que también comparte fronteras con Turquía, aliado estratégico de Estados Unidos, y con Irán, aliado estratégico de Rusia. Irán a su vez linda con Turquía, Irak, Afganistán y Pakistán. Esto lo convierte en la caja de resonancia del conflicto por la apropiación de las más importantes reservas mundiales de petróleo y gas, y por la conducción de las mismas hacia “las democracias industrializadas”, como caracterizara Henry Kissinger al bando occidental.
Hay que asomarse a un mapa para mejor ver las implicancias que tiene esta región en el tablero del poder. Y en su calidad de polvorín planetario, equiparable a unos Balcanes a la enésima potencia. Esos Balcanes que sirvieron en 1914 de detonador a la primera guerra mundial.
Este es el Gran Juego del siglo XXI, cuyas potencialidades explosivas no pueden medirse y que sería ilusorio suponer que puedan ser diligenciadas con trámites meramente diplomáticos. Estamos frente a un escenario de guerra y la comprensión de este dato es lo único que puede explicar la corriente ascendente de la presión estadounidense generada a partir del ataque a las Torres Gemelas, espléndido pretexto para el desencadenamiento de la “guerra infinita” querida por Washington y corroborada por la mayor parte de los gobiernos de Europa occidental, y que tiene por objetivo, de manera cada vez más cruda, la hegemonía mundial.
Lo ideal para los geoestrategas norteamericanos, sin embargo, es pelear esa guerra por procuración. Georgianos, azerbaijanos, afganos, pakistaníes, ucranianos, iraquíes y, en última instancia, israelíes, podrían servir de carne de cañón en esa batalla en la que la Estados Unidos y la Unión Europea comprometerían sobre todo gadgets tecnológicos, logística e información satelital, amén de apoyo directo, en algunos casos, contra un enemigo ruso al que se podría ir royendo de a poco, en una especie de Vietnam global.
Claro que del dicho al hecho o, mejor, del plan de campaña a su resultado, hay mucho trecho. La guerra intercapitalista puede imantar a muchos otros participantes a una batalla que es tanto militar como política, y en ese caso los Estados Unidos y la UE difícilmente puedan evitar un involucramiento directo en la contienda. China ya ha dado su apoyo a Rusia a propósito de Georgia, y los remezones de un conflicto en el Asia central es difícil que dejen impasible a la India, enfrentada a un Pakistán que sería arrastrado inexorablemente a la melée.
Este es un escenario apocalíptico, pero si se observa la naturaleza del premio que está al final de recorrido (si es que el mundo no se desintegra primero), si se observa también la creciente tensión que se genera en los mercados mundiales y los contornos de una crisis mundial significada por el hambre y el empobrecimiento constante de las sociedades periféricas, se entenderá que la partida que se juega es, para esa entidad anónima que es el sistema capitalista, una opción posible. Total, ¿a quién le van a pasar la cuenta de los daños causados? ¿Se puede montar un tribunal de Nuremberg a un asesino que no inviste un cuerpo orgánico ni exhibe un código genético?
Y pensar que una organización sensata de la economía podría resolver todos estos males… Pero de momento las utopías han caducado. Solo resta la maximización de la ganancia como principio conductor de la sociedad capitalista. En este cuadro el mapa geopolítico y económico que definirá la supervivencia de las potencias en el mundo pasa por el Asia central. Es su reservorio energético. Pero todos los que contienden por el control de los materiales combustibles que allí se hacinan, hacen gala de llevar un fósforo encendido en la mano.