De un par de años a esta parte se ha tornado un hábito hablar de “la grieta” para definir la situación argentina. Lo chistoso es que se parece considerar a la existencia de esa brecha entre dos estilos o concepciones disímiles de país como una novedad atribuible al kirchnerismo, cuando en realidad esa fractura existe desde los orígenes de la nación y se ha visto ilustrada hasta el hartazgo por una serie de episodios y procesos que discurren a lo largo de nuestra historia. Esto nos habla de otro factor inquietante que ha venido a sumarse a la grieta y a agravarla, y que no es otro que la pérdida de memoria del público (ya no nos animamos a llamarlo pueblo), producto de una anomia creciente, hija a su vez de un deterioro derivado de la crisis del sistema educativo y de una desintegración cultural promovida desde los medios de comunicación de masa, puestos al servicio del oportunismo político y del interés comercial más deletéreo.
En la confusa e interesada versión del concepto de grieta que da el periodismo a la marchanta, el fenómeno se derivaría del auge de los movimientos populistas en América latina, que promoverían la fractura social y el enfrentamiento entre las clases populares y las otras, entendiéndose por tales a la clase media presuntamente educada y a las élites del poder. Unas élites calificadas por su disponibilidad dineraria más que por su cultura.
En Argentina el villano del cuento es el peronismo, para muchos culpable de todos los males que aquejan al país por lo que sus adversarios consideran su demagogia, su propensión a una mayor distribución de la riqueza y sus arranques soberanistas, a veces retóricos. Para el sector que se presume más educado, racional e intelectualmente elegante, el peronismo ha subvertido el orden natural de las cosas y ha hecho del derroche el sinónimo de su política. También ha menudeado el reproche de su pésimo gusto; pero esta acusación, que podía tener cierto sentido en la boca de un Borges o de los exponentes de la Unión Democrática, pierde todo su peso cuando es esgrimida por Macri, Pablo Tonelli o Javier González Fraga, para no hablar de la primera línea de los comunicadores oficialistas, al estilo de Jorge Lanata, Luis Majul o Alfredo Leuco.
Ahora bien, si miramos las cosas en perspectiva, cosa que muchos hacen por cierto, descubrimos que el fenómeno de la famosa grieta es el rasgo distintivo de la historia argentina, producto de una escisión inicial –la divergencia entre el Puerto y las provincias acerca de la forma de organizar el país- y que el elemento principal de esta disputa sigue figurando en primer plano. Es decir, la voluntad de estructurar a la nación no sólo en provecho de un sector privilegiado en detrimento del beneficio de las mayorías –fenómeno que es corriente e inevitable en todo el mundo capitalista-, sino de hacerlo en conexión voluntaria con el interés externo, cosa que relega toda posibilidad de crecimiento autónomo y hace del sector dirigente una correa de transmisión del capital extranjero. Esto lo define como un arquetipo de lo que Marx denominaba “una burguesía compradora”, cuya razón de ser es inescindible de su simbiosis con el imperialismo.
Frente a esa tendencia que en general ha predominado a lo largo de dos centurias de vida independiente, se han rebelado las fuerzas que, confusamente las más de las veces, han intentado revertirla. El peronismo, en sus diversas formas, es la última en orden de tiempo de esas manifestaciones que han discurrido a lo largo de nuestra historia en la forma del federalismo provinciano, de los caudillos y las montoneras; de las ambigüedades del rosismo; del roquismo –al menos en su primera etapa- y luego del radicalismo. La configuración económica y social del país ha estado unida al desarrollo y la eventual crisis de estas corrientes. Pero había una gran diferencia entre las fuerzas del descoordinado federalismo provinciano y las de la ciudad porteña, fortalecida por el monopolio de las rentas de la aduana, y cuando finalmente el ejército nacional invirtió hasta cierto punto los términos de la ecuación, en 1880, ya era tarde para modificar el proyecto de país pastoril y de semicolonia británica forjado por el mitrismo. Tal como estaba, sin embargo, el modelo funcionó durante al menos medio siglo. Y hay que reconocer que, a pesar de todo lo que puede decirse en su contra, el talento y el peso político e intelectual de los defensores de esa concepción –Mitre y Sarmiento, concretamente- era incomparablemente superior al que tuvieron después sus epígonos. El error, o mejor dicho, el crimen, de nuestra clase oligárquica fue aferrarse, con pereza rentística, a ese modelo parasitario de desarrollo, que cavó una grieta cada vez más grande entre el sector privilegiado y el que no lo era y que pronto empezó a gravitar demográficamente hasta tornar imposible la viabilidad del viejo esquema. ¿Qué tiene que ver un modelo basado en una economía extractiva que funcionaba bien para un país de ocho millones de habitantes, con el mismo modelo aplicado a una población de 45 millones?
Esta alteración de los parámetros demográficos fue lo que causó la irrupción del peronismo. Sin embargo, a 156 años de la batalla de Pavón, y a pesar de los enormes cambios producidos desde entonces, hoy el sector concentrado de la economía y la política argentinas sigue aferrado al viejo concepto, continúa desdeñando la opción industrialista y regional del desarrollo (que es la única que puede proporcionar empleo y futuro a los ciudadanos de este suelo) y, en un mundo cada vez más complejo, despiadado y recorrido por los vientos de una globalización asimétrica, más duramente propugna el ajuste, el desempleo y la expulsión a la periferia social o allende la frontera de quienes no encuentran un lugar en el encuadre productivo.
Esta es la grieta que aflige a la Argentina. Está causada por la pertinaz negativa del sector dominante de la economía –repuesto en el gobierno en gran medida gracias a las carambolas de comité del movimiento justicialista, que le hicieron perder una elección que podía haber sido ganada- a hacerse cargo de su responsabilidad para con el colectivo nacional al que encabeza no ya por “la trampa aleve del cuarto oscuro”, que permitiera la irrupción de del “aluvión zoológico”,[i] sino sobre todo por lo que, para ser indulgentes, calificaríamos como los “errores” de sus adversarios.
¡Ay, Cristina!
A estar por las noticias más recientes, estos podrían estar en tren de repetir la misma tontería. El tema de las PASO se ha puesto como una línea divisoria entre los partidarios de la ex presidente Cristina Kirchner y la coalición de intendentes del conurbano bonaerense y de desprendimientos del Frente para la Victoria que sostienen la candidatura de Florencio Randazzo para la primera senaduría por la provincia de Buenos Aires. Uno no está en el secreto de los dioses –o, mejor dicho, en el de los enredos de pasillo del peronismo bonaerense-, pero no entiende cuáles pueden ser las razones por las cuales la ex mandataria se niega a allanarse a las elecciones Primarias Abiertas, Simultáneas y Obligatorias que el mismo gobierno de Cristina propulsó en el 2009. Que la iniciativa haya sido un acierto o un error no es cosa que pueda discutirse en esta instancia; la disposición está en vigencia, tiene curso legal y no se ve cómo la ex presidente pueda eludirla. No parece probable que el resultado de esa eventual elección le sea desfavorable; entonces, ¿por qué arriesgar la ruptura de una unidad que ella misma reclama y auspiciar el ingreso a un tira y afloja que puede terminar en un laberinto judicial? ¿Se trata de un capricho, de soberbia o del deseo de afirmar un verticalismo en el que pocos creen fuera del peronismo y que ciertamente es uno de los factores que más incomodan a la opinión independiente? ¿Se podrá reelaborar este diferendo? A estar por el último pronunciamiento del randazzismo en el sentido de ir a las PASO, esto no parece probable, aunque quién sabe…
Una cosa es cierta en lo que dice la ex presidenta. Hay que unirse para cerrar el paso al curso absolutamente regresivo que lleva la economía. Pero, por esto mismo, ¿no será necesario renunciar al privilegio de autoproclamarse y buscar un consenso a partir del cual ese mismo liderato pueda reconstruirse?
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[i] Frases pronunciadas por dos políticos radicales: el antipersonalista Dr. Leopoldo Melo, y el diputado Ernesto Sammartino. El primero para descalificar a la masiva votación que llevó a Hipólito Yrigoyen a su segundo mandato en 1928, y el segundo para definir al peronismo emergente de los años 40 y 50.