Suramérica se debate en las angustias el retorno neoliberal. Después de la “primavera progresista” que alumbró el principio de siglo, Argentina se ha ido del proyecto de cambio que orientara la acción de sus gobiernos desde 2003, el chavismo se bambolea en Venezuela bajo el ataque de la oposición y Brasil está sumido en la implosión lenta de su estructura política, donde no parece quedar nada a que agarrarse: la corrupción devora todo, el ejecutivo perece bajo el embate del legislativo y ambos poderes son arrollados por la ofensiva judicial del “lava jato”, mientras el pueblo en las calles grita un “fora Temer” que se equivale al “que se vayan todos” que proferían los argentinos en diciembre del 2001. Incluso se producen fenómenos tan extraños como el hecho de que O Globo, la cadena mediática brasileña equivalente al oligopolio Clarín en la Argentina, ariete de la ofensiva del establishment contra los gobiernos del PT, se vuelve ahora contra Michel Temer, el traidorzuelo que clavó a Dilma Rousseff una puñalada en la espalda para reemplazarla en el poder, y que a pesar de ser hechura del sistema y responder a sus mandatos más allá de cualquier expectativa, en este momento es puesto al desnudo en sus trapisondas por el mismo medio que lo ayudara a trepar al sitial donde se encuentra.
¿Cuál es la fuerza que propulsa este tsunami? ¿O es que a partir de cierto momento la demolición ha cobrado fuerza inercial y se precipita como una avalancha? No podemos saberlo, pero es posible que la combinación entre el furor restaurador de las fuerzas del capitalismo salvaje, el dinamismo mediático y la volatilidad de una opinión pública que no tiene referentes firmes en los cuales confiar, esté trabajando anárquicamente. El sistema sabe adónde quiere ir, pero no necesariamente tiene el tacto político y el olfato social para discernir entre lo posible y lo improbable. En Argentina el proyecto neoliberal apunta a la restauración de un país agrario y pastoril, que propugna una economía extractiva pero que no toma en cuenta ni la demografía ni la complejidad de clases que tiene el país; en Brasil aparentemente se trata de acabar con el Partido Trabalhista y entronizar definitivamente el poder de las finanzas y de la gran empresa. Pero, ¿cómo hacerlo sin una dictadura militar? Tal vez a través de una fórmula híbrida, que instale, elecciones mediante, a un civil moralmente inatacable pero conservador, que legitime las reformas laborales y los ajustes a los que el establishment aspira y el imperialismo requiere. En el estado de confusión de la opinión pública, inducido a sabiendas por la conspiración mediática, esta situación no es impensable.
Del poderío que supone el monopolio de la información o al menos de la disposición de los principales canales a través de los cuales esta se vehiculiza, da testimonio por ejemplo el hecho de que Luiz Inacio Lula da Silva dejó el poder con más del 60 por ciento de aprobación popular, mientras que hoy, sin haber estado en contacto de manera directa con las palancas del gobierno, esa aprobación se ha reducido al 30 por ciento. Nada se le ha probado de las acusaciones que se le dirigen, así como nada hasta ahora ha podido demostrar un hecho de corrupción cometido por Dilma Rousseff, pero su influencia ha sido acotada mucho, aunque sigue siendo notable. Ahora Lula vuelve a ser atacado con la acusación de un empresario carnicero que denuncia haber vertido en dos cuentas abiertas por él en Nueva York, para financiar las campañas electorales de ambos líderes políticos, Lula y Dilma con 150 millones de dólares. 80 para el primero y 70 para Dilma. El objetivo es inhabilitar a Lula, llevándolo a la cárcel o cancelándole su posibilidad de postularse. Ahora bien, si los próximos comicios se realizan en 2018 tal como estipula la ley, no habría margen para cumplir con los tiempos y trámites requeridos para un debido proceso y Lula no podría ser detenido en su camino a la presidencia (a menos que tropezase con la bala de un asesino a sueldo); de ahí que en la cámara de diputados el PMDB –el partido de Temer- haya presentado días atrás una propuesta de enmienda constitucional para anular las elecciones de 2018, acoplándolas en cambio con las elecciones a gobernadores previstas para 2020.
¿Se puede revertir la tendencia?
¿Podrán los países que protagonizaron actos tan trascendentes como la cumbre de Mar del Plata reencontrar el camino a la cooperación regional y a la recomposición de sus sociedades que sea acorde a una condición más digna, en vez de quedar atrapados en el torbellino de globalización asimétrica y de la concentración ferozmente desigual de la riqueza? Es una pregunta de difícil respuesta, si es que la tiene. De una cosa sí podemos estar seguros, sin embargo. Es la de que la experiencia verificada en los doce o quince años de gobiernos populares (o populistas, si quieren) que ejercieron el gobierno durante ese período en el subcontinente, junto a sus aciertos tuvo falencias que en gran parte explican el retroceso actual. La empresa de reconstituir y regenerar a nuestras naciones no puede soslayar los cambios de fondo, que van desde la redistribución de la renta a la presencia de fuerzas y proyectos políticos capaces de instrumentarla de acuerdo a un planeamiento estratégico que se base en la realidad y no en la retórica. Una reforma tributaria, una reforma política y jurídica, y una reforma del sistema de comunicación que permita el debate abierto e igualitario de los temas centrales que hacen a una transformación de las estructuras que determinan el desarrollo o el estancamiento de un país, son las vías por las cuales es necesario moverse. Semejante emprendimiento no puede hacerse sin tocar intereses que han sido y siguen siendo inconciliables con semejante perspectiva. Sólo la coerción puede doblegarlos. La cuestión es disponer de la fuerza física y de las reservas morales que son necesarias para hacerlo.
La relación de fuerzas parece no ser en este momento favorable a este tipo de cambio. Pero la misma magnitud de la reacción que se vale de la atomización de las fuerzas populares por efecto de la revolución tecnológica y de la dictadura comunicacional, está provocando instancias que sólo pueden desembocar en la insurrección, la disolución social, la anarquía o la dictadura. Sea esta última del signo que fuere. En Brasil estamos viendo una manifestación de esa disponibilidad social que no sabe muy bien hacia dónde volcarse, pero que tiene un seguro instinto respecto a lo que no quiere. Su existencia atestigua una vitalidad que busca la salvación, el rescate, y que se rebela contra la apatía. Más allá de las consideraciones legalistas y de la ponderación que suelen reclamar nuestros apóstoles de las buenas maneras, cuando un régimen contempla sin atinar a remediarlo el derrumbe de todas las estructuras que deben asegurar la convivencia, el cambio sólo puede venir de las calles. Las protestas que recorren Brasil contra el fraudulento Temer están ejerciendo el único tipo de democracia que nos han dejado, el de la democracia directa, el mismo que ha precipitado los cambios de época a lo largo de toda la historia moderna. Como dice la revista brasileña Carta Maior: “La ocupación de las calles definirá quien dispone del liderazgo popular hoy en Brasil, capaz de devolver credibilidad a la política y seriedad al reparto del desarrollo, obteniendo así el apoyo indispensable de sectores de la clase media democrática para llevar la nación a las urnas y retomar el hilo de una construcción interrumpida –una vez más- por la violencia política conservadora”. [i]
Brasil está en una encrucijada. Nosotros también. No sólo por el efecto rebote que cualquier crisis brasileña tiene automáticamente en la economía argentina -“cuando Brasil se resfría, Argentina estornuda”-, sino porque vivimos encerrados en el mismo paquete neoliberal que se propone condenarnos a la desigualdad social y a la función de peones de un orden internacional maltrecho y en plena fuga hacia adelante, de cuyas convulsiones sólo podemos protegernos actuando de consuno y la mirada puesta en objetivos determinados por nuestra propia y específica situación geoestratégica.
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[i] “Carta Maior”, 20 de mayo: “O poder está nas ruas. E a legitimidade também. Diretas, já!”, de Saul Leblon.