Para quienes tienen algo de formación histórica, la magnitud de los problemas que vive el mundo de hoy no puede pasar inadvertida. La pretensión de instalar un “hegemon” configurado por la banca, el capital concentrado, los servicios de inteligencia y los medios a su servicio, con asiento en Estados Unidos y con la colaboración de los subordinados europeos y japoneses, viene de los años ‘80, cuando se evidenciaron los límites del “estado de bienestar” para mantener el incremento en la tasa de beneficio para los grandes negocios. El capital había de cambiar de carácter y volver a sus tiempos salvajes si quería seguir manteniendo el nivel de crecimiento y concentración que había obtenido.
La pretensión hegemónica se acrecentó de forma imperiosa después del hundimiento de la URSS, en 1991-92. La Unión Europea se amplió, a causa de la presión de Estados Unidos, incorporando a los estados que habían salido del bloque soviético. Por lo tanto, las naciones fundadoras perdieron lo que les quedaba de su capacidad para regularse a sí mismas. Como señala Perry Anderson, desde la unidad monetaria (1990), al Pacto de Estabilidad (1997) y al Acta de Mercado Único (2011), “se anularon los poderes de los parlamentos nacionales en una estructura supranacional de autoridad burocrática protegida de la voluntad popular. Una vez instalada esta maquinaria se pudo imponer a los electorados indefensos la austeridad draconiana bajo la dirección conjunta de la Comisión y una Alemania reunificada, ahora el Estado más poderoso de la Unión, donde importantes pensadores anuncian francamente su vocación de hegemonía continental. Externamente, en el mismo periodo la UE y sus miembros dejaron de desempeñar cualquier papel significativo en el mundo contrario a las directrices estadounidenses y se convirtieron en la vanguardia de las políticas de una nueva Guerra Fría respecto a Rusia, establecidas por Estados Unidos y pagadas por Europa.”[i]
La OTAN, que teóricamente era un bloque defensivo, cambió de carácter y se arrogó la facultad de inmiscuirse en áreas ajenas e incluso remotas para hacer cumplir la voluntad de Washington y la de sus propios dirigentes, ahora ya subordinados en todo a Estados Unidos.
Por un momento pareció que ese atrevido programa podía tener éxito; pero ahora se está arribando a una etapa en la cual las limitaciones de ese proyecto salen a la luz. Esto no quiere decir que el peligro que plantea el capitalismo salvaje disminuya sino que, por el contrario, en la medida en que el grupo generador de esa voluntad de dominio unitario percibe su progresiva impotencia, puede radicalizar su posturas y tratar de llevarla a cabo de cualquier manera antes de que sea tarde. La asimetría entre las naciones, y también entre las clases privilegiadas y las que no lo son, es más que nunca el leitmotiv de la filosofía económica y política del “sistema-mundo”.
Trump empantanado
Esta ruta, ¿es irrevocable? Parecía que con Trump este curso de acción podía ser, si no abandonado, modificado al menos en parte. Pero hasta aquí la nueva administración norteamericana parece haber desistido de esa tarea en el plano de la política exterior, que para el caso es el que más cuenta. Tras la partida del general Michael Flynn, Trump ha abandonado los escarceos de pacificación con el gobierno ruso, ha enfatizado el apoyo a Israel en medio oriente y ha endurecido el discurso respecto a Irán, lo que significa mantener la situación de la región en los mismos términos que han existido hasta ahora. Ello erige un grave obstáculo para corregir la situación en esa zona del mundo, cosa que complica cualquier entendimiento con Rusia y con la constelación de alianzas que se está generando alrededor de esta última. El mantenimiento de la progresión militar de la OTAN hacia las fronteras rusas y el fortísimo aumento del presupuesto militar estadounidense solicitado por Trump desalientan cualquier perspectiva de desarme y fortalecen al complejo industrial-militar que desde los años cincuenta del pasado siglo funge de anabólico para la economía norteamericana.
En el plano interno, más que los despropósitos en torno a la inmigración –que hasta cierto punto no hacen mucho más que poner en palabras indiscretas las políticas del gobierno de Obama- el punto donde Trump podría estar tendiendo a introducir una reforma es en el campo de un neo-aislacionismo comercial, forzando la reintegración de capitales para la producción interna e incentivando así el empleo. Pero incluso eso está por verse. Por otra parte, el reemplazo del Obama Care por un tipo de política asistencial más grata a la ortodoxia republicana con seguridad complicará más de lo que está el tenor de vida de los norteamericanos pobres.
Así pues, a tres meses de acceder a la Casa Blanca, el nuevo gobierno norteamericano no parece estar en disposición de ir más allá de adonde llegaron los gobiernos anteriores. Se ha ganado el odio del “Estado Profundo” y se ha comprado una serie de problemas menores (como la inmigración) sin que exista una contrapartida clara a estos reveses en el único ámbito donde se suponía que habría de existir una mayor aportación y cosecha: el de la política exterior, que es la más antagonizada por el establishment. Por ahora, en consecuencia, el sistema sigue ganando.
Este opaco panorama no quiere decir que no se haya abierto una grieta en el sistema de balances políticos de la oligarquía norteamericana y que esta no afecte a la brecha que se percibe en el mundo entero. La aparente impotencia de Trump para ir más allá de las formulaciones retóricas y su mantenerse en la retranca en el tema global, a causa de las absurdas acusaciones que se le hacen sobre sus vínculos con el Kremlin, demuestra en todo caso que esa impotencia no es solamente suya sino que afecta al sector más pesado del establishment norteamericano, incapaz de ver la necesidad de alejarse de un camino que lleva a una confrontación global de definición más que dudosa. El hegemonismo al que aspira “la excepcionalidad americana” (¡Obama dixit!) lo único que ha conseguido hasta ahora la aparición de un eje Rusia-Irán-China, de potencialidad imbatible si consigue consolidarse. Esto representaría la emergencia de un orden multipolar, caracterizado por la conjunción de Rusia y China, con Irán como tercera pata y una India que gravita hacia la misma constelación. Esa redistribución del poder podría reemplazar al desorden actual.
Tal expectativa potencia la crisis en que ha caído la Unión Europea y la del capitalismo “realmente existente”. Esto es, la del capitalismo salvaje que, en Norteamérica y otras partes del mundo, hace de la reducción y privatización de los servicios públicos, de la derogación del control democrático, de la dispersión productiva, de la monopolización mediática y de la desregulación financiera, el meollo del sistema dominante.
Los “populismos”
La respuesta a esta crisis en Estados Unidos y en Europa todavía no está muy articulada, pero existe y está creciendo. Si Trump fracasa en ofrecer la alternativa que insinuaba, los “populismos” europeos -designación que los escribas del sistema pretenden peyorativa- podrían comenzar a darla. Son movimientos que se articulan a la izquierda y a la derecha del espectro político. Los primeros, sin embargo, padecen de las rémoras de un progresismo que los hace vacilar a la hora de tomar el toro por las astas en un par de temas.
No quiero decir que la izquierda para ganar adeptos deba apostar por el discurso anti-inmigratorio que es una de las cartas de la demagogia de derecha. Todo lo contrario. El candidato izquierdista Jean-Luc Mélenchon en Francia, por ejemplo, está muy bien en su negativa a abordar el tema de la inmigración para denostarla, propugnando en cambio la continuación de las políticas de integración provenientes de la tradición republicana. El repudio a lo extranjero resulta más fácil y grato para la derecha, y Mélenchon actúa bien cuando demuestra que es capaz de negarse a caer en la tentación xenófoba por oportunismo electoral. Pero en él y en lo mejor del progresismo europeo, aparte de este rasgo loable, subsiste cierta ilusión referida a la idea de Europa y una comprensión elitista de la democracia que torna inconsistente a esas posturas. El ejemplo más lamentable de esta inconsistencia lo brindó Alexis Tsipras al frente de Syriza, en Grecia, quien traicionó el resultado del referéndum que él mismo había convocado a fin de rechazar los dictados de la "troika", para apresurarse a agachar la cabeza y poner en práctica un ajuste neoliberal de alcances devastadores.
La tradición liberal y socialista posterior a la segunda guerra mundial inhibe la puesta en revisión de la unidad europea. Es un error. Pues la unidad europea estaba muy bien en la forma en que fue concebida en los años de la posguerra: el sueño de Maurice Schuman y de Konrad Adenauer era enterrar la rivalidad entre Francia y Alemania que tantos desastres había acarreado y lanzar el embrión de la paz a través de la Comunidad del Carbón y del Acero, que permitiría ir forjando una unidad que consintiera a Europa configurarse con cierta independencia, tanto económica como militar, de los Estados Unidos. Pero, como se desprende del párrafo de Anderson citado más arriba, el final de los “30 gloriosos”, las tres décadas de prosperidad ininterrumpida de occidente, provocaron la irrupción de las consignas neoliberales en Estados Unidos y Gran Bretaña primero[ii], y luego en todo el continente europeo. El resultado ha sido un desastre: la reorganización económica avanzó sobre las conquistas sociales y todas las potencias europeas se involucraron, a través de la OTAN, en las canallescas y devastadoras invasiones y desestabilizaciones producidas en África, Asia, Medio Oriente y la misma Europa. Desde la fragmentación de Yugoslavia a Libia, pasando por Afganistán, Irak y ahora Siria, las responsabilidades de la UE son enormes. El rebote de estas políticas lo está sintiendo ahora, a través de la oleada inmigratoria que golpea sus puertas y que está compuesta de millones de desplazados por la guerra y las persecuciones y miseria originadas por esta.
En medio de este desconcierto los “populismos” tan temidos están creciendo. En la derecha más que en la izquierda. La razón de este desbalance quizá estribe no tanto en el aprovechamiento del miedo a la inmigración que realiza la derecha, como en la incapacidad de la izquierda de decir adiós al sueño europeo en los términos en que fue concebido. Piensa que un retorno a las fronteras nacionales sería como retrogradar a la Europa de las guerras mundiales. No parece entender que la oligarquía neoliberal también está orientada a la guerra, pero a una escala infinitamente mayor que la de una rivalidad franco-alemana que, a decir verdad, no tiene ninguna posibilidad de volver a aflorar en el mundo posmoderno. Mientras se avanza hacia una Unión que excluya las políticas de austeridad para provecho de una ínfima minoría, una Europa de las Naciones como la soñada por De Gaulle no dejaría de representar un marco positivo, dentro del cual se podrían compensar las desigualdades y proceder sobre todo a una conjunción con el bloque euroasiático en el cual Rusia jugaría el rol de puente entre oriente y occidente que su situación geográfica y su cultura le han asignado desde siempre.
Marine Le Pen, del Frente Nacional francés, preconiza una política de ese sesgo, y no se muerde la lengua para denunciar el modelo actual de Unión Europea y solicitar la retirada de su país de ese conglomerado que hoy aparece piloteado por Estados Unidos en primer término, y luego por Alemania. La salida del régimen de la moneda única, que maniata la soberanía económica y deja a los miembros de la UE a merced de unos organismos regulatorios que no representan a nadie pues nadie los vota; el ataque a la inmigración no por razones racistas sino por el sabotaje que supuestamente infiere a la seguridad social y al ordenamiento económico del estado de bienestar, son los argumentos que maneja, difíciles de contrabatir y que, más que hacer presa en las masas, provienen de ellas. Bien pronto partidos como el FN podrían ser mayoritarios y validarse como el rostro de una democracia plebeya.
En Italia la Lega y el Movimento 5 Stelle, de Beppe Grillo, manejan razones similares y, en España, Podemos intenta conciliar el progresismo de cuño socialista con la necesidad de avanzar contra el estado neoliberal sin confundirse con las intentonas que en otras partes de Europa ensayan hacer lo mismo desde la derecha radical. Hay desniveles y habrá altibajos, pero la tendencia está clara: el proyecto neoliberal, que prometía “el fin de la historia” y la “pax americana” está en crisis. Sólo le resta ceder terreno o jugarse el todo por el todo en una aventura cada día más difícil y peligrosa.
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[i] Perry Anderson: “Porqué seguirá ganando el sistema”, en Le Monde diplomatique y en Rebelión.
[ii] Que por supuesto ya venían siendo ensayadas con éxito (para sus patrocinadores) en los desdichados conejos de India del tercer mundo, empezando por Indonesia y siguiendo por Chile y Argentina, entre otros muchos…