La Revolución Rusa, hecho capital en la historia del siglo XX, sigue irguiéndose como un referente gigantesco en la conciencia que tenemos de nuestro tiempo. Es por esto que sobre él y sus secuelas se han desplomado y se siguen desplomando toneladas de información sesgada o de basura mediática que intenta opacar su significado. Incluso los autores de estudios eruditos y genuinamente inspirados no pueden evitar a veces que el material de que tratan les queme los dedos y tienden a ver ese acontecimiento con los ojos de lo que hoy resulta la verdad establecida: es decir, la del triunfo del capitalismo, proclamado tras el hundimiento de la Unión Soviética en 1991.
Esta toma de posición, aunque continúa prevaleciendo en los medios e incluso en parte del mundo académico, se ha hecho un tanto difícil de sostener en la actualidad, cuando comprobamos que el capitalismo liberado del contrapeso que le significaba el “socialismo real” –valiera este lo que valiera- ha recuperado los rasgos más horribles que lo distinguían en el pasado, antes de ser forzado a corregir algunos de sus aspectos más implacables debido a la existencia de un modelo de desarrollo social que pretendía competir con él y que en ocasiones lo logró con éxito.
Esto no significa que se deba asumir una posición nostálgica respecto del magno fenómeno que fue la Revolución Rusa y sobre todo del largo régimen a que dio lugar. Los crímenes y excesos que se produjeron en su curso, muy en especial durante el período estalinista, no fueron siempre consecuencia del “cerco imperialista” que obligaba al régimen a disciplinar con rudeza a la población y a propulsar el desarrollo industrial a marchas forzadas; fueron también en gran medida consecuencia de una degeneración cuyas raíces estaban tanto en ese asedio exterior como en la brutalidad de los procesos que generaba la dinámica interna del partido comunista, multiplicada por el atraso y primitivismo de la sociedad. Los rasgos centralistas y despóticos del leninismo, una vez muerto su creador, se transformaron en la tiranía de Stalin y de la estructura burocrática que se erigió a su alrededor. El agotamiento de las masas que habían actuado la revolución, y luego el aislamiento respecto a occidente, desde donde pendía la amenaza que culminaría en Hitler, permitió a los ribetes paranoicos de la psicología de Stalin expandirse sin límites, dando lugar al exterminio de la vanguardia intelectual que había protagonizado la revolución. Cientos de miles, si no millones, de seres, perecieron en ese proceso, y el costo humano, cultural e ideológico que ello implicó fue tremendo, gravitando negativamente incluso hoy en la configuración del pensamiento crítico de cuño marxista.
Por supuesto que en el otro platillo de la balanza hay que echar los prodigiosos logros de la revolución: primero la educación elemental de una masa de población analfabeta, luego el ascenso a la formación universitaria y junto a ello un prodigioso desarrollo industrial y el avance la ciencia y la técnica, y finalmente la organización de la sociedad de acuerdo a patrones que pretendían un modelo más armónico y vivible que el arquetipo de todos contra todos que propone el capitalismo. Fueron factores que permitieron a la URSS arrancarse del atraso primero y luego ponerse en condiciones de soportar y vencer a la ordalía nazi, ganar la guerra y erigirse en la segunda superpotencia mundial, a un costo, es verdad, tremendo. Pero las secuelas de la desfiguración del pensamiento crítico, del servilismo doctrinario y de la camisa de fuerza impuesta a cualquier asomo de especulación alejada de la “línea general” dictada por el partido, carcomieron el valor de una ideología que una vez había sido revolucionaria y que se convirtió en una herramienta adaptable no a la realidad, sino a los intereses de una maquinaria que deseaba en última instancia adecuar esa realidad a sus propios fines y a los intereses de la política exterior del Kremlin.
Ahora bien, la magnitud de los cambios que se precipitaron a partir de la revolución rusa y que tuvieron en ella su fuente de inspiración primigenia, así como la crítica situación global que en estos momentos pone al mundo frente al riesgo de otras guerras terribles, nos obliga hoy a continuar planteando los interrogantes a los que ella quiso responder. Aun cuando las coordenadas tecnológicas y culturales del mundo de la actualidad sean muy distintas a las de aquella época y hagan irrepetibles las formas del proceso que tuvo lugar en 1917, el problema de fondo sigue siendo el mismo: la supervivencia de un sistema que se autodestruye y destruye a la humanidad en ese trámite. Ante este panorama horrible se debe reconocer que el enorme sacrificio consumado por el pueblo ruso a lo largo de 73 años de una revolución inconclusa, pesa mucho más por sus conquistas que por sus errores, crímenes o fracasos.
El camino
El camino a la revolución rusa arranca del siglo XIX. Las enormes desigualdades que separaban al núcleo dominante de la masa campesina sometida a la servidumbre, fueron intermediadas por el progresismo de los grupos más esclarecidos de la aristocracia y luego por una intelligentsia que comenzó a brotar de los estamentos de una burguesía y una pequeña burguesía incipientes, surgidos de la reforma petrina y de los monarcas que comulgaron con la Ilustración y se esforzaron por occidentalizar a Rusia. Pero ese avance era pesado y lento. La institución monárquica y la gran nobleza resistían los intentos reformistas y el fracaso de la insurrección de los “dekabristas”[i], en diciembre de 1825, terminó de frenar ese avance. Sólo la derrota en la guerra de Crimea, más de dos décadas más tarde, y el advenimiento de un zar reformador, Alejandro II, abrirían el espacio para un rebrote de las tendencias reformistas, cuya necesidad, por otra parte, acababa de hacerse patente por la incapacidad de resistir al ataque anglo-francés, a pesar de los sacrificios y el coraje demostrados en la defensa de Sebastopol.
Esa reforma, sin embargo, una vez más, quedó a mitad de camino por la resistencia y el peso muerto significado por los intereses de los grandes terratenientes. Algunos elementos jóvenes de la intelligentsia, una vez que vieron fracasado su intento de “marchar hacia el pueblo” y movilizar al campesinado en procura de una reforma democrática, decidieron pasar a la acción directa e iniciaron una campaña de atentados contra funcionarios del gobierno que culminó con el asesinato del zar Alejandro II. A partir de entonces se reforzó el carácter policial del estado. Alejandro III, segundo hijo del zar asesinado, subió al trono con el propósito de aplastar la disidencia y por varias décadas Rusia hubo de reacomodarse a los parámetros de una sociedad semifeudal y autoritaria, lo que no impidió la continuación de una resistencia intelectual y física de la que salieron las formaciones políticas que desde la clandestinidad o en semiclandestinidad combatieron al régimen, a un costo a veces muy alto. Pero no fue hasta que un nuevo conflicto internacional, derivado de la expansión del capitalismo ruso que había seguido creciendo vigorosamente dentro del encuadre del gobierno autoritario, remató en una guerra desastrosa: la ruso-japonesa de 1904-1905, que puso de nuevo en evidencia, como lo había hecho la guerra de Crimea medio siglo antes, el carácter obsoleto del Estado. Esta vez la derrota exterior se transformó no ya en una reforma sino en un trastorno interior que puso en jaque al zarismo. La revolución de 1905, aunque a la postre fue reprimida, durante un año puso al país en una situación de cuasi guerra civil, y solo fue domeñada cuando el régimen cedió y firmó ciertas reformas democráticas, a las que no vaciló en borrar con el codo no bien creyó tener controlada la situación insurreccional que vivía el país. Este procedimiento permitió al sistema darse un respiro que aprovechó bien, introduciendo –a través de la gestión del ministro Stolypin- una profunda reforma de la cuestión agraria que podría haber sido el principio de una gradual transformación de la sociedad rusa, que le hubiera permitido pasar de su estado semi-feudal a otro más moderno. No fueron el destino ni el azar, sin embargo, lo que interrumpieron este prometedor camino: Stolypin fue asesinado en una de esas oscuras intrigas en las que confluían la Ojrana (el servicio secreto) y las células revolucionarias inficionadas por agentes provocadores; y, en agosto de 1914, estalló la primera guerra mundial. Las fuerzas disruptivas del servicio secreto y la locura del imperialismo no eran una casualidad; surgían de la naturaleza misma del régimen y de la insania del capitalismo mundial lanzado a una puja implacable por los mercados y por el poder. Tras la guerra de Crimea y la guerra ruso-japonesa, ahora la guerra mundial: una vez más un agente exterior empujaba a Rusia al cambio.
El estallido
La guerra hizo ostensible la inadecuación de Rusia respecto a los parámetros que distinguían a las potencias modernas. Con una dirección arbitraria e incompetente, con una mortal incapacidad para mantener el secretismo de las operaciones de sus ejércitos (al principio de la contienda los rusos transmitían sus directivas usando el telégrafo y las incipientes comunicaciones por radio sin codificar sus mensajes); desprovistos de armas suficientes y sobre todo de municiones para sostener el infernal ritmo de consumo de proyectiles a que obligaba el conflicto de proporciones colosales en que se habían metido, sufrieron derrota tras derrota. Las tropas fueron mal empleadas contra un enemigo superior técnicamente, pero esto era agravado aún más por el hecho de que no estaban encuadradas por un cuerpo de oficiales y sobre todo de suboficiales eficientes –el analfabetismo se cobraba su precio-, y porque detrás de ella tenían una sociedad inconstituida, trabajada por profundas divisiones internas, gobernada por un funcionariado en buena medida corrupto y regida por un autócrata, Nicolás II, de una mediocridad que confinaba con la imbecilidad, convencido de su misión divina y manejado por un círculo íntimo que tenía como cabeza a una zarina autoritaria y tan insuficiente para el ejercicio de la función como su marido. Y que para colmo, como consecuencia de la enfermedad de su hijo adolescente, la hemofilia, se sentía culpable y buscaba refugio en el consejo de un “iluminado”: Rasputin, un monje borracho y disoluto venido de las profundidades de Siberia, pero provisto del magnetismo necesario para seducir a la pareja real e incluso para actuar favorablemente en las crisis del desdichado zarévitch.
Después de dos años y medio de guerra la situación se había tornado insostenible. Habían muerto 1.700.000 soldados y la penuria de alimentos asediaba al país. Rasputin fue asesinado por una conspiración de oficiales próximos a la Corte, quienes creían que así removían una lacra que desprestigiaba a la monarquía y al mismo tiempo abrían el espacio para ejercer una influencia más positiva sobre el gobierno. Los aliados occidentales de Rusia, Francia e Inglaterra, deseaban que Nicolás II dejase su lugar o al menos se allanase a unas reformas que otorgaran más consistencia a su ejército. Todo esto, sin embargo, expresaba el deseo de proceder a algunos retoques cosméticos a través de la Duma o parlamento, antes que una voluntad precisa de cambio. Este fue obra, finalmente, de las masas de Petrogrado que, hartas de la carestía y del hambre, iniciaron el 23 de febrero una movilización en principio espontánea que luego encontró, en el fragor de los acontecimientos, los suficientes elementos radicales –mencheviques, bolcheviques, representantes del partido socialista-revolucionario- que orientaron en cierta medida los sucesos. El factor determinante fue la negativa de la guarnición de Petrogrado a reprimir al pueblo en las calles. Hubo cientos de enfrentamientos y miles de víctimas pero, rápidamente, el roce con el pueblo hizo que gran parte de los soldados se fusionasen con la muchedumbre. Tras la sublevación de los marineros de la base de Kronstadt, que fusilaron a decenas de sus oficiales antes de dirigirse al centro de la ciudad, la suerte de la monarquía quedó echada. El zar abdicó y se formó un gobierno provisorio. El poder se dividió en dos partes: el soviet de obreros, soldados y marinos, que funcionó en el palacio de Táuride, y el gobierno provisional, donde los políticos profesionales de todo el arco político, tanto vergonzantemente monárquicos como sostenedores de la democracia burguesa, se dieron cita e iniciaron la danza para llenar los cargos y generar las políticas del nuevo régimen. Pero se trataba de un régimen fantasma, ficticio. Aunque los atributos del gobierno estuviesen en el Palacio de Invierno, la fuerza efectiva tomaba asiento en las asambleas del Palacio Táuride. Comenzó así una etapa de “doble poder”, un caldero donde se cocinaba la guerra civil, y donde se verificó el ascenso problemático pero a la postre irresistible del partido bolchevique de Lenin y Trotsky, ascenso que culminaría en la revolución de octubre y en la inauguración del régimen que venía “a cambiar el mundo”.
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[1] Febrero de 1917 es el mes connotado por la historia como el año de comienzo de la revolución rusa. Sin embargo, la denominación de febrero no coincide con la fecha del calendario gregoriano actualmente vigente –tanto en Rusia como en el resto del mundo-, y pone el comienzo de ese magno acontecimiento en el 8 de marzo en vez del 23 de febrero de 1917. Cuando estalló la revolución, en efecto, Rusia se manejaba todavía con el calendario juliano, derogado por el gobierno revolucionario recién un año más tarde. De ahí en más las fechas del calendario gregoriano fueron las utilizadas para conmemorar la revolución, pero las denominaciones “febrero” y “octubre”, persistieron para definir a los movimientos que acabaron primero con la monarquía zarista y luego con el régimen del poder combinado entre la república burguesa y los sóviets de soldados, marinos, obreros y campesinos. Estos terminaron dando el poder al partido bolchevique presidido por Vladimir Ilich Lenin ocho meses después de iniciado el proceso insurreccional. El 8 de marzo y el 7 de noviembre son en rigor, por lo tanto, las efemérides de esos dos acontecimientos; pero ambos han conservado su denominación de origen, el título genérico que les dio la historia.
(2) El 23 de diciembre de 1825, un grupo de oficiales liberales, vinculados a las logias masónicas y defensores de una reforma constitucional que delimitase los poderes del zar y redujese la influencia de la gran nobleza en la Corte, levantó en armas a un par de regimientos en San Petersburgo, con el pretexto de que el nuevo zar, Nicolás I, que sucedía a su hermano Alejandro I recientemente fallecido, no era el heredero de la corona, sino que esta correspondía a su hermano mayor el gran duque Constantino, ausente en Varsovia. Tras algunas vacilaciones, la insurrección fue ahogada en sangre y los principales cabecillas del movimiento condenados a muerte o al exilio en Siberia.