El mundo se ha puesto de repente mucho más inquietante de lo que suele serlo habitualmente. Esto no suele percibirse en nuestro país e incluso en la mayor parte de Occidente, pues los medios viven inmersos en su propia dinámica de mercadeo y los poderes reales que tiran las cuerdas que mueven los títeres (y los titulares) no están en absoluto interesados en que la naturaleza real de las cosas aflore a la superficie. Pero si realizamos una lectura rápida de las noticias provenientes de un solo día de esta semana -el pasado martes, por ejemplo-, generadas por la agencia rusa Ria Novosty, que se encuentra ubicada en una constelación estratégica diferente, las cosas toman otro tenor. Veamos:
El presidente Dmitri Medvedev reconoce la independencia Osetia del Sur y de Abjazia en relación a Georgia.
Rusia no quiere una nueva guerra fría, pero no la teme, dice Medvedev.
Moscú contempla establecer vínculos diplomáticos con Soukhimi y Tsinkvali, (capitales de las dos regiones en cuestión).
Rusia congela sus relaciones con la Otan, dice Dmitri Rogosin, el representante ruso ante la Organización del Tratado del Atlántico Norte.
La adhesión de Georgia a la Otan hubiera provocado una guerra, manifiesta Rogosin.
Son títulos que deberían hacer pensar. Implican, como quedó demostrado en el contundente contraataque ruso a la invasión georgiana de Osetia del Sur, que “hasta aquí hemos llegado”. Después de una década de repliegue y decadencia, de la mano de la neoburguesía mafiosa y de la oligarquía generada por la ex nomenklatura del Partido Comunista, devenida en capitalista bajo la égida de Boris Yeltsin, el Estado ruso, reconstituido a partir de los servicios de inteligencia y el ex ejército rojo representados por Vladimir Putin, parece estar decidido a no dejar empujarse más y a oponerse a las pretensiones de los geoestrategas atlánticos, interesados en confinarla en un espacio euroasiático, expulsarla del Mar Negro y pelearle –y sustraerle, si fuera posible- las fuentes energéticas del Asia central, que son indispensables hoy para el mundo y que lo serán mucho más en el próximo futuro.
De hecho, existe una agrupación de repúblicas de la ex Unión Soviética claramente orientada al cerco de la potencia moscovita y destinada a avanzar hasta donde se pueda dentro de la zona de influencia de la ex URSS. Se llama la Organización para la Democracia y el Desarrollo Económico. Poco tiene que ver con la democracia y el desarrollo económico, sin embargo, dado que es un apéndice militar de la Alianza Atlántica y conjunta a países tan dispares y alejados entre sí como Georgia, Ucrania, Moldavia y Azerbaiján.
El principal objetivo de este conglomerado es “proteger” la energía –gas y petróleo- y los corredores por los cuales esta debería fluir a través de gasoductos y oleoductos, en beneficio de los gigantes petroleros anglonorteamericanos. En segundo lugar, apunta a minar la influencia rusa en el Cáucaso y el Este de Europa. El grupo se autodesigna con la sigla GUAM (Georgia, Ucrania, Azerbaiján y Moldavia) y Polonia figura como observador dentro del mismo.
El “escudo” misilístico norteamericano a erigir en Polonia y Checoslovaquia en un lapso relativamente breve y que fuera corroborado por Washington y Varsovia en los días posteriores a la explosión de la crisis bélica en el Cáucaso, viene a reconfirmar, por si hiciera falta, la locura en la que el mundo está sumiéndose. ¿Pueden pensar en cómo reaccionaría Estados Unidos si Rusia, como en los tiempos de Khruschev, quisiera implantar bases misilísticas en Cuba, o bien en Venezuela?
Los rusos no están tan locos como para hacer esto y lo mismo puede decirse, afortunadamente, de los gobiernos cubano y venezolano. Pero la escalada persiste y hay un solo bando de veras responsable de esta: el que constituyen los Estados Unidos y los restantes países de la alianza atlántica, lanzados a hostigar a una nación que es, a pesar de todos los reveses sufridos en la década anterior, una superpotencia, pero que se escapa al diktat del sistema globalizador propulsado desde Wall Street y los principales centros financieros. Una superpotencia capitalista, es verdad, pero que querría construir su propio camino hacia el capitalismo (para parafrasear una frase de otros tiempos y referida al socialismo). Una potencia que desde el final de la guerra fría tuvo una conducta internacional irreprochable. No hubo un atisbo de agresión respecto de países vecinos o alejados. Incluso hubo repliegues pacíficos que aportaban la prueba de una disposición al arreglo y la convivencia con algo que se puede denominar, según la expresión forjada por Samir Amin, la Tríada (Estados Unidos, la Unión Europea y Japón), que expresa a los poderes híperconcentrados del dinero, la tecnología y la maquinaria militar.
A pesar de esto Estados Unidos, que incontestablemente lidera esta agrupación, en todo momento fogoneó la hostilidad hacia la ex Unión Soviética; y no en palabras, precisamente, puesto que estas fueron siempre dulzarronas y henchidas de la retórica de la buena voluntad, sino con actos que, en otros tiempos, hubieran significado el estallido de hostilidades abiertas entre Oriente y Occidente. Y todo ello a vista y paciencia de los gobiernos moscovitas.
Pero todo tiene un límite y las autoridades rusas están señalando esto de todas las maneras posibles. Los reclamos rusos por la disolución de la ex Yugoslavia, por la independencia de Kosovo, por las invasiones norteamericanas a Irak y Afganistán, por la ingerencia estadounidense en el Asia Central y por la expansión de Otan al arco de países que en Europa oriental habían formado desde 1945 el glacis defensivo de la URSS, cayeron una y otra vez en saco roto. Pero la decisión de instalar bases misilísticas en Polonia y la pretensión de ingresar a Ucrania y a Georgia a la organización militar atlántica parece haber colmado finalmente la medida.
Los medios de prensa occidentales, preocupados más bien por poner de relieve la devastación que la contraofensiva rusa habría causado entre los georgianos, no toman en cuenta ni el carácter agresivo de la iniciativa de estos últimos ni el casi seguro vía libre que Washington dio a Tiflis antes del ataque; que sucedió, con pocos días de intervalo, a unas maniobras conjuntas georgiano-estadounidenses bautizadas con uno de esos resonantes nombres en los que se especializan la administración Bush y el Pentágono: Respuesta inmediata. Disociar a Estados Unidos de la agresión georgiana es inverosímil, por mucho que Mikail Shaakisvili, el presidente de Georgia, tenga esa aura irresponsable que caracteriza a muchos de los recién convertidos al dogma de la globalización neoliberal.
Rusia ha estado creciendo a un ritmo acelerado desde que Vladimir Putin se hizo cargo del poder y revirtió la devastación neoliberal patrocinada por Yeltsin. 20 millones de personas salieron del rango de la pobreza, la economía crece a un 7 % anual, los sueldos se han elevado en un 12 %; y la potencia gasífera y petrolera se ha expandido sin cesar y alimenta las necesidades energéticas de los países de la Unión Europea, tornándolos dependientes de esa provisión. Lo último que quiere Moscú es enfrentarse a Occidente y tener que retrotraerse a los tiempos de la guerra fría. Pero parece que Occidente está decidido a no dejarle otro camino. La herramienta maestra para cerrarle las salidas es la misma aplicada en la época de la guerra fría: el incesante incremento del gasto militar. Según cifras establecidas en 2004 el presupuesto mundial en armamento se distribuía de la siguiente manera: la Unión norteamericana concentra el 50 por ciento de las expensas que en ese rubro se hacen en el mundo; sus aliados de la Otan suman otro 27 %. Y el resto de los países –incluidos Rusia, China, la India y Japón- invierten en armamento el 27 % restante. La distorsión económica que supone este régimen para unas finanzas mundiales que circulan peligrosamente en el borde del precipicio, es tremenda.
Si esto no es preocupante, que venga Dios y lo diga.
Sordinas para disimular el peligro
La sordina puesta a las manifestaciones rusas por la prensa occidental hace, por ejemplo, que pasen desapercibidas unas recientes declaraciones de Putin: “Alguna gente piensa que puede hacer lo que se le da la gana, sin preocuparse de los intereses de los demás. No buscan un compromiso... Su punto de vista puede resumirse en una sola sentencia: Quien no está con nosotros está contra nosotros… Por esto la situación internacional empeora y puede terminar en una carrera armamentista. Pero nosotros no instigamos esto… ¿Quién querría hacerlo? No estamos poniendo en peligro nuestras relaciones con nadie. Pero debemos responder. Estamos interesados en mantener una buena atmósfera internacional… Pero, ¿qué podemos hacer? ¡La situación actual nos ha llevado al borde del desastre!”
Como prevención, creo que esos párrafos son transparentes. Un despliegue de misiles norteamericanos con una función supuestamente defensiva en la inmediación a las fronteras rusas implica lisa y llanamente la inhabilitación o al menos la limitación de cualquier contragolpe que esa potencia pudiera intentar contra una agresión nuclear proveniente de Occidente. Como dicen los expertos, de la doctrina de la disuasión nuclear por la destrucción mutua asegurada (deterrence), estaríamos pasando a otra denominada de la compulsión (compellence), que pone a uno de los contendientes en la necesidad de afrontar un desafío irresistible y en consecuencia capaz de ponerlo de rodillas.
Estos son los pasatiempos a los que se dedican los geoestrategas de Washington y Bruselas. Sólo que son unos pasatiempos endemoniadamente peligrosos, en especial para los países que se ofrecen para alojar tales sistemas de armas. Puesta frente al escudo de misiles que se asentaría en Polonia, a Rusia no le quedaría otra alternativa que destruir esas instalaciones apenas comenzasen a erigirse. La alternativa sería plegarse a un sistema mundial que no maneja. ¿Y a dónde nos llevaría cualquiera de estas dos posibilidades?
Un quid pro quo podría darse con la instalación de misiles rusos en Siria, capaces de inhabilitar el matonismo nuclear de los israelíes en el Medio Oriente y de golpear de esta manera al bloque occidental en una de sus herramientas maestras para el ejercicio del predominio en ese área, de decisiva importancia estratégica. Siria –es decir su presidente, Bashir el Assad-, está de acuerdo con esto. Pero aun así sería una respuesta inadecuada e insuficiente para responder a la amenaza de un ataque general y directo contra Rusia.
La respuesta rusa a la política de cerco a que se la está sometiendo, es en principio regional, y está en marcha. Georgia fue un primer caso. Pero esa réplica no está limitada a la decisión de meter en caja al turbulento y peligroso mandatario georgiano, títere de Estados Unidos, sino de asegurar la presencia rusa en el Mar Negro, amenazada por la pretensión occidental de convertirlo en un lago de la Otan. Y en consecuencia bloquear el acceso ruso al Mediterráneo. En la breve guerra librada días pasados con los georgianos, y como consecuencia de los desarrollos políticos posteriores, Rusia ha pasado a controlar –de manera provisoria, al menos- los puertos de Poti, en Georgia, y de Sukumi, en Abjasia, que podrían servir para reemplazar al de Sebastopol, en Crimea, puesto en entredicho por Ucrania, que se está arrogando, con evidente aliento occidental, el derecho de vigilar las actividades de la Flota rusa del Mar Negro. Crimea fue cedida, junto a Ucrania oriental, al gobierno de Kiev en la época en que la URSS se ilusionaba en seguir siendo una superpotencia plurinacional. Pero ambas regiones están habitadas por una abrumadora mayoría de habitantes que se reconocen solidarios con Moscú. Es probable que los rusos pasen por alto con un encogimiento de hombros las amenazas ucranianas, pero si la situación deviene muy incómoda esos dos otros reparos portuarios los sacarían inmediatamente de apuros.
El mundo nunca fue un lugar fácil, pero ahora se ha tornado singularmente inhóspito. Frente a esto, ¿qué puede esperarse de las dirigencias occidentales, culpables de este siniestro viraje? Barack Obama sigue prendido al espectáculo dentro del espectáculo que suponen las campañas para las elecciones presidenciales en Estados Unidos. Habida cuenta de que tiene a Zbygniew Brzezinski –un polaco-norteamericano informado por un arraigado resentimiento antirruso y pope de la estrategia global de Estados Unidos, junto Kissinger y a los neocons que militan en el bando republicano- como asesor en política exterior, es poco lo que se puede esperar de él en esa materia. En cuanto a John McCain, el aspirante republicano a la presidencia, decir que se trata de un halcón es quedarse corto. Pertenece al mismo archipiélago de los “estadistas” que votaron la intervención norteamericana en Irak y sostiene punto por punto las tesis de la “guerra infinita”.
La gente tiende a no acordar mayor importancia a las declaraciones rusas. En parte, claro, porque no las conoce, gracias al escamoteo que de ellas hacen los medios de prensa. Pero también por cierta confianza laxa en que no va a pasar nada: ¡hace tanto tiempo que los anglosajones tienen la sartén por el mango! Y bien, las cosas no son tan así. Dimitri Rogosin comparó la situación actual con la de las semanas previas a la primera guerra mundial. Quizá sea una exageración, quizá aquí no quepa hablar de semanas sino de meses, o incluso años, pero el sentido en que van las cosas es el mismo, aunque en una configuración militar y política infinitamente más peligrosa.
No son tanto la razón y el buen sentido lo que guían los comportamientos gubernamentales en los momentos de crisis. Son las fuerzas subterráneas y ciegas de la economía, de los condicionamientos culturales, del temor y de la ignorancia, lo que suele precipitar los conflictos. Es la hybris a la que hacía referencia Tolstoi cuando citaba un proverbio greco-latino para referirse a Napoleón: “Quos vult perdere, Jupiter dementat” (Júpiter torna dementes a quienes quiere perder…)
La mezcla de irresponsabilidad y anonimato en que se mueven las fuerzas que agitan al mundo de hoy, hace aun más creíble este ominoso horizonte.
[1] Mike Whitney, Information Clearing House del 24.08.2008