La cumbre del grupo de Río que suturó, provisoriamente, la herida abierta en la paz de la región por la incursión colombiana en territorio de Ecuador, puede ser un hito histórico. Enfrentado a una crisis de gran envergadura, cargada de proyecciones que iban mucho más allá de los problemas que se suscitaban entre Colombia y Ecuador, el grupo supo no sólo poner paños fríos al diferendo entre los dos países, sino también oponer una barrera contra las pulsiones disgregadoras programadas desde afuera con miras a desarticular la incipiente unidad sudamericana. El refrendo de la inviolabilidad de las fronteras y la reafirmación del principio de no injerencia en los asuntos internos de nuestros países se erigió así como un contrafuerte frente a la teoría propugnada por Estados Unidos en el sentido de intervenir “preventivamente”, más allá de cualquier frontera, en resguardo de lo que la superpotencia entiende son sus propios intereses.
A veces las formas en que se desarrolla un debate dicen tanto o más que los textos que desprenden de él. Hubo, en la jornada de Santo Domingo, una efusión familiar no que no ve en otros encuentros internacionales. Para algunos, las alternativas de la discusión y su final inconvencional parecieron propios de una telenovela, pero quizá esta sea una manera superficial de apreciar las cosas. O las telenovelas. Hubo intercambios airados entre Rafael Correa y Álvaro Uribe, hubo detonantes manifestaciones de Daniel Ortega y de Hugo Chávez, pero hubo también una actitud conjunta de todos los presentes, a la cual ni siquiera pudo sustraerse el mandatario colombiano, en el sentido insertar el debate por carriles civilizados, hasta el punto de precipitar un abrazo final y un documento que selló dos cosas. Una de ellas, la dificultad de sembrar cizaña entre nuestros países, reconduciendo, provisoriamente al menos, al único mandatario que reivindicaba “razones de fuerza mayor” para violar el límite territorial de un vecino, a una promesa de no repetir el hecho. Dos, una implícita condena a Estados Unidos como factor disociador de la región. Pues si bien la mayor parte de los mandatarios latinoamericanos no acompañó las expresiones en tal sentido de Chávez, Ortega, Correa y Evo Morales, ninguno de ellos las refutó. Y quien calla, otorga.
De lo que se deduce que la “doctrina Bush” de injerencia y guerrerismo preventivo para combatir el “terrorismo” no encuentra apoyo en los gobiernos de la región; salvo, por supuesto, en el que desencadenó el incidente y que alberga en su suelo los grupos de inteligencia que ahora parecen estar actuando para poner en movimiento –gradualmente– las proposiciones del plan Colombia.
Terroristas y demagogos
Suponer que la reunión del grupo de Río va a desarmar la mala voluntad del Imperio es, desde luego, una ilusión. George W. Bush lo dejó claro con su reacción. El pasado miércoles prácticamente intimó a los países de la región a ajustarse al lema que él forjara después del 11/S (“están con nosotros o contra nosotros”), cuando afirmó que América del Sur se enfrenta “a una elección cada vez más dura: aceptar tranquilamente la visión de los terroristas y demagogos o apoyar activamente a los dirigentes democráticos como el presidente Uribe”.
Esto huele a ultimátum, y exterioriza la perspectiva arrogante que la dirigencia norteamericana siempre tuvo hacia lo que consideró su “patio trasero” y su inviolable zona de influencia.
¿Cómo enfrentarse a esto? La pregunta plantea el tema de fondo que subyace a la problemática latinoamericana: el de la revolución nacional. ¿Cuáles son las fuerzas capaces de llevarla a cabo y trazar un camino propio? Esta implicará compartir proyectos, planificar la defensa y articular las estructuras.
Las burguesías son temerosas u oportunistas respecto de los grandes planteos estratégicos. Las fuerzas populares, después del tratamiento de shock a que fueran sometidas, empiezan recién a reconstituirse, pero no por esto dejan de estar disgregadas por el impacto de la devastación neocapitalista. Sin embargo nadie que esté en su sano juicio puede sostener el retorno de las políticas neoliberales. Esto condiciona incluso la agresividad de los grupos que las propugnan en nuestros países. Se dedican a la guerra de zapa, pero no pueden generar el envite que desearían instrumentar.
Se abre así un interludio, con signos alentadores y múltiples señales de peligro, que los cuadros del Estado deben diligenciar antes de que cambien las tornas. La actividad imperialista está en su apogeo y lo de Colombia-Ecuador es un síntoma. Pero Estados Unidos no es un factor monolítico. Y su pueblo quizá comprenda algún día que su suerte puede asociarse a un entendimiento con América latina más que a la opresión de esta. ¿Por qué no?