El mundo sigue conmocionado por el resultado de las elecciones norteamericanas. Algunos relativizan el alcance del triunfo de Trump, subrayando que aunque la concurrencia a las urnas aumentó, casi la mitad de los ciudadanos habilitados para votar se abstuvo de hacerlo; lo cual por supuesto no le da al nuevo presidente una consistencia muy sustantiva que digamos frente a una oposición que dimana no sólo de los demócratas sino también de las elites de su propio partido. Se podía dudar un poco, en efecto, sobre la capacidad y eventualmente la voluntad del multimillonario republicano en el sentido de llevar a cabo sus principales propósitos, pero sus primeros movimientos más bien tienden a confirmar la línea de acción que ha declarado. Dichos propósitos no residen sólo en el tema de la expulsión de los inmigrantes indocumentados sino, según él aduce, en el rescate de la clase trabajadora blanca y la reducción del papel de Wall Street y de las políticas de globalización que vacían a Estados Unidos de su estructura industrial y de las posibilidades de proveer empleo. Lo esencial del futuro político del próximo mandatario provendrá del mantenimiento del apoyo del “rust belt” (el cinturón del óxido) de las viejas metrópolis manufactureras, vaciadas por la globalización y la emigración de las grandes empresas industriales hacia horizontes que suponen menos erogación en mano de obra y grandes reintegros a la inversión. ¿Podrá Trump repatriar esos recursos, como ha prometido? ¿El “rust belt” recuperará vida o seguirá oxidándose en el medio oeste y a orillas del lago Michigan? ¿Podrá una brutal reducción de impuestos y transferencia de ingresos repatriar a las empresas y corporaciones que huyeron al exterior?
De querer cumplir con sus compromisos, Trump deberá enfrentar a una oposición que tiene su núcleo duro en el gobierno en las sombras que dirige a Estados Unidos, de cuyo peso y poderío dan cuenta los tentáculos de que dispone en el entramado de la corporación política, los bancos, los servicios de inteligencia, los medios y el complejo militar-industrial. Un dato sencillo para medir las dificultades que podría enfrentar Trump si se anima a librar la “madre de todas las batallas” está dado por el hecho de que el valor de las acciones cotizadas en la bolsa de Nueva York es superior a todo el ingreso nacional de los EE.UU. Por otra parte, tomando en cuenta el pragmatismo y la desenvoltura del presidente electo, y su cuantiosísima fortuna, cabe suponer que el personaje no va a jugar su suerte en una batalla a todo por el todo. Seguramente contemporizará; lo que no se sabe es hasta dónde.
Sin embargo, subsiste el hecho de que Trump se ha enfrentado a la oligarquía y que el resultado electoral pone de manifiesto que mucho está cambiando en la primera potencia mundial. La presión que desde abajo ejercen los sectores empobrecidos, disconformes con el estado de cosas, no da muestras de remitir; y en cuanto a los sectores juveniles radicalizados que siguieron a Bernie Sanders en las primarias demócratas y cuya negativa a votar por Hillary Clinton probablemente tuvo mucho que ver con el triunfo de Trump, siguen muy molestos por el estado de las cosas.
Ahora bien, Estados Unidos no está solo en el mundo. Los estragos de la globalización asimétrica, fundada en la concentración cada vez más implacable de la riqueza, están acercando la economía al colapso en el mundo entero. En este sentido la victoria de Trump es un dato que se conecta a otros muchos y que revuelve el avispero. Ha precipitado por ejemplo el acercamiento al poder del Frente Nacional en Francia. No menciono a otras variantes del disconformismo de derecha porque la mayor parte están muy poco aggiornadas, pero tanto el ascenso de Marine Le Pen como el triunfo de Trump son síntomas de una etapa que se abre y que, si no es ninguna panacea al desorden mundial e incluso puede agravarlo, supone la emergencia de un nuevo dinamismo, que puede abrir el camino a fuerzas y situaciones nuevas, no sé si más esperanzadoras, pero al menos distintas de las actuales, que sólo prometen la continuidad de una catarata de desastres.
¿Purga en Rusia?
En este punto conviene dirigir la mirada hacia Rusia. El dato que vamos a mencionar no ha encontrado eco, que sepamos, en la prensa argentina, que vive prendida del revoltijo judicial armado en torno a la ex presidenta y a los juegos de masacre de la pequeña política. Pero el caso es que cosas muy importantes están pasando en Moscú y que no parece casual que se produzcan en este momento. Los organismos de seguridad del gobierno de Vladimir Putin han arrestado al “intocable” ministro de Desarrollo Económico, Aleksey Ulyukaev, bajo la acusación haber recibido una coima de dos millones. El hecho no parece ser sino el comienzo de una purga, estilo soviético, que abarcará a figuras pertenecientes a lo más granado del sector económico del gobierno. Entre los funcionarios afectados por las investigaciones y cuyo destino estaría sentenciado figuran personajes como el asistente del primer ministro, un ayudante presidencial y la cabeza del Departamento de Desarrollo Económico.[i]
La movida es significativa porque, por primera vez, las investigaciones en torno a hechos de corrupción tocan a las altas esferas, a nivel de ministros y viceprimeros ministros. Según las informaciones provenientes de órganos periodísticos rusos se trata de individuos representativos del grupo neo-liberal y pro-occidental inserto en el establishment. Es probable que Putin haya querido conservarlo hasta ahora para tener un nexo con la que hasta el momento es la fuerza dominante en la constelación económica mundial. Pero el triunfo de Trump y el ascenso de una corriente contraria a esa tendencia en la Casa Blanca, replantea las cosas. Ya había habido varios signos explícitos de acercamiento entre Trump y Putin, tanto que fueron usados por la candidata demócrata y los medios para echar a rodar el bulo de que el gobierno ruso estaba tomando injerencia en la elección norteamericana. Esa manifiesta estupidez se desvanece en el aire mientras se hace evidente que, a la luz del cambio en Estados Unidos, Putin está generando un juego distinto en el interior de su propia administración, lo que debería permitirle posicionarse con una perspectiva más abierta en el terreno internacional; perspectiva afín al rebrote antiliberal, proteccionista y soberanista que se percibe en occidente.
Primeras designaciones
Los primeros nombramientos y el diseño del círculo íntimo de Trump tienden a confirmar la orientación anunciada por el magnate en la campaña. El general Michael Thomas “Mike” Flynn ha sido una de las designaciones primeras que Trump ha anunciado para su gabinete. Esto dice mucho acerca de la postura que el próximo gobierno piensa adoptar respecto a Rusia. Flynn es un militar retirado de brillante aunque controversial carrera, que fungió como director de la Agencia de Inteligencia del Pentágono hasta agosto de 2014 y cuyo retiro fue adelantado por la oposición que el militar demostró a la política del presidente Obama y de Hillary Clinton en el medio oriente: condenaba la potenciación por la CIA del terrorismo del Isis y de Al Nusra para derrocar a Bashar al Assad. Flynn ha sido nombrado por Trump para ocupar el cargo de Consejero de Seguridad Nacional. Es un puesto de enorme responsabilidad e influencia. Se trata del mismo lugar que ocuparon McGeorge Bundy, con John F. Kennedy; Henry Kissinger, con Richard Nixon y Gerald Ford; y Zbigniew Brzezinski con Jimmy Carter. Y bien, Flynn se ha señalado por sus recomendaciones de cambiar la tónica de las relaciones con la gran potencia del este y por cierta proximidad al mandatario ruso, con quien compartió, el año pasado, un banquete de gala en “Russia Today”, el medio gubernamental ruso que se publica en inglés y en el cual Putin fue el huésped de honor. La presencia de Flynn en ese lugar, al lado del presidente ruso en un momento en que las relaciones entre los dos países pasaban por un estadio de rispidez y hostilidad, suscitó revuelo en las altas esferas de Washington.
Otros dos nombramientos confirmados, el de Reince Phriebus, jefe del comité central republicano, como futuro jefe de gabinete y el de Stephen Bannon, jefe de campaña de Trump, como su estratega jefe y principal consejero en la Casa Blanca, estarían indicando, en el primer caso, la voluntad de mantener o al menos restañar heridas con la elite del partido que en su mayoría se distanció de Trump durante la campaña, y en el segundo el deseo de mantener la tónica de un discurso duro contra la inmigración y la estructuras de la corporación política, ya que Bannon estuvo al frente del sitio de noticias Breitbart, conocido por su perfil proclive a la ultraderecha. Una de cal y otra de arena, en una palabra.
Para los otros puestos claves de la futura administración sólo hay, de momento, una ronda de nombres. El ex alcalde de Nueva York, Rudolph “tolerancia cero” Giuliani, y Newt Gringrich, exponente del ala ultraconservadora del partido, figuran como posibles aspirantes a la secretaría de Estado. Pero no hay duda que será el magnate y comunicador devenido en político quien tendrá la última palabra en lo que se haga. Y en este sentido muchos observadores miran con atención a la figura del yerno de Trump, Jared Kushner, un joven magnate que replica mucho de los rasgos empresariales de su suegro, que parece formar parte de su comité más íntimo de asesores y que, en su calidad de judío norteamericano, puede diluir las acusaciones de antisemitismo que a veces se le han dirigido Trump, a pesar de que la xenofobia de este parece direccionarse sobre todo hacia los hispanos y los musulmanes.
¿Y nosotros cómo andamos?
El mundo está cambiando. La crisis del modelo neoliberal viene arrastrándose desde mucho tiempo atrás. En América latina ese desgaste se expresó en la oleada de movimientos populares (o populistas, si queremos hacer honor a la terminología vigente) que conmovió al subcontinente en el momento del cambio de milenio. Esta tendencia se ha agotado; pero, paradójicamente, cuando este populismo de izquierdas parece estar dando las últimas boqueadas, la crisis neoliberal explota en el centro mundial y se encarna en un populismo de derechas.
Esta ironía de la historia da una bofetada a la regresión conservadora que se ha puesto en práctica en Argentina a través del gobierno electo un año atrás. Y debería servir de correctivo a la tendencia de los sectores poblacionales que, sin formar parte de la reducidísima clique de beneficiarios del sistema, tienden a observar tan sólo la superficie de las cosas y son víctimas de la saturación informativa con que se los intoxica desde los órganos monopólicos de prensa, cayendo en la celada de un “cambio” que no es otra cosa que una regresión a un estado anterior y más deplorable.
El triunfo de Trump augura un cerramiento aún mayor del mercado norteamericano a nuestros productos agrícolas y un alza en las tasas de interés que enviará al traste el programa económico del gobierno Macri, que consiste en jugar la vieja carta del endeudamiento externo para sostener la estabilidad de la economía, aunque esto signifique la contracción inacabable de más y más deuda. Esta ficción se ha terminado. Fue y sigue siendo el relato de la historia oficial, cuyo sentido se explica por la negativa del sector dominante a industrializar y estructurar el país, prefiriendo siempre mantenerlo en un nivel de desarrollo que le consienta a la oligarquía conservar sus privilegios sin hacer lugar a la irrupción de sectores sociales que puedan discutirle la supremacía y tomar parte de sus beneficios. Esta ha sido la constante de la historia argentina desde la independencia para acá. Los desastres del 2001 y el picado en que está cayendo la economía con el actual gobierno deberían demostrar que hemos llegado al final del juego.
Como señala Néstor Gorojovsky en “Iniciativa Política”, “nuestro país sufre la descapitalización crónica por razones estructurales. La Argentina no necesita que lleguen inversores desde el extranjero, sino que tanto la clase dominante local como el capital extranjero radicado en el país dejen de fugar la riqueza producida por el trabajo argentino. Esto último explica que el bloque de poder dominante no pueda estabilizar la economía, ni siquiera en un plazo corto de tiempo, sin apoyarse en el capital financiero internacional. Ahora bien, los procesos de endeudamiento externo que ello importa se traducen en crisis cíclicas de sobre-endeudamiento que se terminan pagando con la pérdida de derechos y el hambre de las grandes mayorías”.[ii]
El fenómeno Trump y el conjunto de implicancias que tiene deberían advertir a los capitostes del sistema que el modelo al que ciegamente se han aferrado a lo largo del tiempo está ingresando a una de sus crisis cíclicas, como fue la de los años 30, en cuya onda sobrevinieron no sólo las guerras mundiales sino el estallido de la revolución colonial, en cuya onda afloró también el peronismo.
Hasta ahora nada parece disuadir al gobierno Macri de persistir en la ruta emprendida. Cuándo mucho, como lo ha hecho el senador Pichetto –exponente de un tipo de oposición clientelar a cualquier gobierno- parece estar dispuesto a asumir alguna de las peores recetas que descienden desde el populismo derechista del norte: se han descubierto una vocación de vigilantes de un argentinismo de carácter gaseoso e imposible de identificar, haciéndose portavoces de un nacionalismo de campanario que vendría a negar al único que nos es posible si queremos cimentar un futuro: el nacionalismo de la Patria Grande.
[i] Fuente: “Fort Russ” del 16 de noviembre.
[ii] “Iniciativa Política”, (http://iniciativapolitica.pido.com.ar)