Donald Trump dio el batacazo. Contrariando todos los pronósticos venció a la candidata demócrata a la presidencia de los Estados Unidos. La maciza oposición que lo enfrentó a lo largo de estos meses de campaña y que abarcó no sólo a los demócratas sino también a la maquinaria de su propio partido, el republicano; a la prensa, a la inmensa mayoría de los medios, a Hollywood y a Wall Street, no pudo detenerlo en un camino que había forjado en base a una propaganda hecha de propuestas simples, directas y pragmáticas, y en la que gastó muchísimo menos que sus adversarios. Los contornos polémicos, agresivos y xenófobos que utilizó en ella pudieron costarle caro; sin embargo, aparentemente el rédito que ese discurso políticamente incorrecto le dio entre la población blanca, en especial entre los sectores de clase media y obrera que han padecido los estragos de la globalización neoliberal, fue suficiente para equilibrar y sobrepasar el perjuicio que pudieron haberle causado sus invectivas contra la inmigración hispana y musulmana, y las acusaciones –bastante forzadas por el oportunismo de sus adversarios- en el sentido de cultivar una cultura de género y de desdeñar machistamente a las mujeres.
El estrepitoso fracaso de Hillary Clinton y de la poderosísima panoplia mediática que apoyó hablan a las claras de una crisis –esperemos que terminal, aunque es muy difícil que lo sea- de la oligarquía política que siempre ha manejado la política estadounidense en una alternancia de dos partidos de derechas, y de un sistema de equilibrios y compensaciones que en el fondo siempre ha sido expresivo de un poder profundo que se mueve en segundo plano, aglutinando a los negocios, la banca, la bolsa, los servicios de inteligencia y al complejo militar-industrial.
La irrupción de Trump viene a perforar esta maquinaria bien aceitada. No tanto por él –aunque con su temperamento explosivo puede contribuir a hacerlo- sino porque hay una enorme masa de población que está definitivamente enojada con el sistema, aunque no lo visualice todavía en su real perversidad. Pero el desempleo, la concentración de la ganancia en un ínfimo uno por ciento de la sociedad, la devastación de la industria y de innumerables centros urbanos que por décadas fueron la imagen de la prosperidad y del “american way of life”, hoy derruidos y librados a las pandillas y a la droga; más la bronca que la segregación racial y la brutalidad policial produce entre los negros y otras etnias, crean un campo minado donde, una vez fracturado el sistema, si no se lo despeja más o menos adecuadamente, las explosiones sociales y el descontento irán en aumento.
El resultado de las elecciones refleja la reacción de vastos sectores frente al caos que la globalización neoliberal produce en el mismo seno del imperio. Esa globalización los está arrojando desnudos a las calles. Esperan que Trump les dé un programa alternativo que les devuelva un bienestar destruido por el capitalismo salvaje y por su fuga hacia el mundo en busca de mano de obra barata, cuya explotación es lo único que puede mantenerle una tasa de beneficio que respete el principio anárquico que subyace a todo el capitalismo: la maximización de la ganancia. Los pobres de Norteamérica sienten que hay que recuperar lo suyo y abandonar una economía especulativa que destruye a la productiva, pues es esta la única que puede generar empleo.
El sistema económico, la trama de los negocios y el complejo militar-industrial buscarán componer con Trump. El sistema político, hecho de equilibrios, compensaciones y complicidades lo tendrá más difícil: está muy desprestigiado. Pero sus proyecciones mediáticas y el trasfondo que lo ha sustentado tienen vida propia y volverán a la carga, a través de él o de lo que de él reste. En el caso de no poder obligar al nuevo mandatario a una nueva componenda no es de descartar que Trump pueda correr la suerte de Huey Long o de JFK.
La combinación de todos estos factores en el centro del universo imperial crea una situación inédita y, por una vez, excitante por la perspectiva de cambio que abre. No porque los cambios que puedan sobrevenir vayan a ser educados, brillantes, progresistas y tersos, sino por todo lo contrario: porque prometen complicaciones y remezones a una escala considerable.
Digresión para progresistas
A nuestros progresistas (a los progresistas en general, digamos) este tipo sacudimiento tectónico no les cae bien. Les causa miedo. Con una facilidad sorprendente se prendieron al discurso del establishment y entre Trump y Hillary optaron por Hillary.[i] Huelen en Trump a un autoritario, muy poco preocupado por los temas que a ellos realmente les interesan, como el matrimonio igualitario, el aborto, la igualdad de género y los derechos individuales; asuntos todos por cierto muy importantes y válidos, pero que en definitiva se mueven en la periferia de una tormenta mundial de proporciones inéditas. No perciben la riqueza que hay en las contradicciones. Imaginan creer en la dialéctica; pero en el fondo aman el confort y prefieren ser los opositores educados del sistema. Desde esta posición pueden sentirse superiores y a veces víctimas de su nobleza ignorada. En vez de interpretar al mundo quieren empaquetarlo dentro del bagaje de sus propias ilusiones. Fin de la digresión.
No sabemos qué va a hacer Trump, si podrá practicar una especie de new deal con un vigoroso relanzamiento de la obra pública, si podrá repatriar capitales aboliendo los tratados como el Nafta y el TPP, y si podrá abroquelar a Estados Unidos en sus propias fronteras, mientras fortalece el aparato militar y gestiona –como parecería estar dispuesto a hacer- una distensión con Rusia, un repliegue en el medio oriente y un endurecimiento frente a China. ¿Intentará separar a los BRICS? ¿Qué va a hacer con el proyecto hegemónico? ¿Abrirá en su lugar el paso a un mundo multipolar? Si esto último es así, el 8 de noviembre de 2016 supondrá un equivalente a la disolución de la URSS.
Mientras tanto las resonancias de la victoria del magnate derechista van a repercutir largamente en otras partes del mundo.[ii] El Brexit (medio desinflado en este momento y a una marcha muy lenta) puede reactivarse, y las posibilidades de Marine Le Pen de convertirse en la próxima presidente de Francia se incrementarán mucho. Es el efecto damero, o el de la “explosión por simpatía”.
Las incógnitas están abiertas. Todo está por verse. Es hora de barajar y dar de nuevo.
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[i] A pesar de que Clinton ha encarnado la línea más agresiva de la política exterior USA. De haber triunfado ella hubiera propulsado un inmediato agravamiento de la situación en Siria y hubiera acercado el contencioso con Rusia a un punto explosivo.
[ii] Entre otras partes en la Argentina. Macri había apostado a los demócratas y a su sostenimiento de las políticas de libre mercado. Una reindustrialización norteamericana alzará las tasas de interés y esto encarecerá el financiamiento externo del que se sirve el gobierno nacional, y que va en camino a devolvernos la catástrofe del 2001, cuando estábamos con la soga al cuello. Dicen que no hay mal que por bien no venga…