No es casualidad que estemos como estamos. La decadencia de la clase política argentina no parece tener límite. Las recientes declaraciones del senador Miguel Angel Pichetto a propósito de los inmigrantes que provienen de países vecinos así lo demuestran. Y provienen del jefe de la bancada del Frente para la Victoria, el segmento que se estima como el más progresista del justicialismo. Es posible que Pichetto no lo represente en su cabalidad, pero el hecho de que aún no haya sido desplazado de ese lugar habla de una tolerancia al menos lamentable de parte de sus compañeros de sector.
"Tenemos que dejar de ser tontos. El problema es que siempre funcionamos como ajuste social de Bolivia y ajuste delictivo de Perú” dijo Pichetto. "Perú resolvió su problema de seguridad y nos transfirió a todo el esquema narcotraficante: las principales villas de la Argentina están tomadas por peruanos. La Argentina incorpora toda esta resaca. El mundo se está cerrando. ¿Cuánta miseria puede aguantar la Argentina recibiendo inmigrantes pobres?... El problema de la Argentina es la cultura igualitaria, que hace que los estudiantes de otros lados se eduquen gratis sin que haya reciprocidad para nosotros”. Tal fue el tono y el calibre de las declaraciones del senador. Y después se escandalizan de Donald Trump, que trató a los mejicanos de violadores.
El problema de la Argentina no es la cultura igualitaria. Al contrario, gracias a ella, o a lo que queda de ella, tenemos un país alfabetizado y un nivel científico y tecnológico respetado en el mundo entero. Lo que nos falta es la estructura donde verter ese potencial, estructura que nos es negada precisamente por quienes, desde la cúpula del sistema y pasando por las diversas gradaciones del privilegio, se ocupan de que el país siga encadenado a una proyección económica vinculada a la exportación y a la producción primaria.
En el caso del senador Pichetto no se trata de rasgarse las vestiduras porque emplee un lenguaje políticamente incorrecto. Se trata de hacer observar que un alto exponente del mundillo político nacional, perteneciente a la rama supuestamente más popular del mismo, es incapaz de percibir los lazos que existen en la comunidad geopolítica de destino que es Iberoamérica, dedicándose en cambio a increpar, indiscriminadamente, a una masa poblacional que nuestro país necesita, que habla nuestro mismo idioma y que posee una historia común con la nuestra. Pero quizá sería demasiado pedir al senador que conozca los laberintos de nuestro pasado y la singular hermandad que existió entre la suerte que corrieron nuestros pueblos del interior y la tragedia de la inconclusa unidad sudamericana. Estar en sintonía con el poder parece preocuparlo más que la coherencia ideológica.
No parece recordar Pichetto que su apellido lo remite también a él a una realidad social de origen inmigrante. Los campesinos del Piamonte o de Calabria que llegaban al país con una mano atrás y otra adelante no estaban más educados que los morochos que pueblan hoy las villas del conurbano en muchas de nuestras ciudades. Quizá lo estaban menos, pues apenas chapurreaban el idioma y eran con frecuencia analfabetos; pero, claro, tenían la piel blanca.(1) Esa condición –que era la requerida por la dirigencia “ilustrada” que quería forjar el país a la imagen de Europa en vez de hacerlo crecer desde sus propias raíces-, favoreció el nacimiento de un desprecio ignorante respecto de los gauchos que habían compuesto los ejércitos libertadores y puesto el pecho a las balas de los fusiles Remington, que acabaron con su resistencia a la gestación del país factoría a través de un proceso genocida que los que hoy se horrorizan por la campaña del desierto suelen, o prefieren, ignorar.
Ahora, en la oleada de la restauración conservadora que barre al país, hete aquí que el racismo vuelve a mostrar las patas. Uno de los escasos motivos de orgullo que hemos tenido ha sido la tolerancia racial que en general ha demostrado la sociedad argentina, donde se han fundido aportes étnicos de la más distinta proveniencia. Pero se suele olvidar que esa manga ancha no ha solido regir para quienes desde el interior se descolgaron hacia las ciudades para escapar de la pobreza o la miseria. En la estela de la industrialización forzosa que supuso la necesidad de sustituir importaciones durante la crisis de los años 30 y la fractura de la relación privilegiada con Gran Bretaña, una masa importante se desprendió del interior y acudió sobre todo a Buenos Aires en busca de empleo. Esa masa compuso un nuevo proletariado, virgen de preconceptos ideológicos, pero animado por el instinto patrio, que fue la base del primer peronismo. La oligarquía, las “fuerzas vivas” y la pequeña burguesía intelectual acuñaron un término para designarla con desprecio: “cabecitas negras”. Al que sumarían los de “grasas”, “negros” y “descamisados”. Como suele ocurrir, algunas de esas expresiones que se arrojaban con desdén a la cara de la nueva clase obrera iban a ser recogidas por esta y convertidas en pendón de batalla por aquellos a los que se pretendía injuriar.
Pichetto insiste en distinguir –favorablemente- a los “abuelos italianos” que habrían contribuido a la forja del país, de los inmigrantes que ahora cruzan nuestras fronteras. Es una curiosa alquimia. A la forja del país posterior a las guerras de la independencia y a las guerras civiles contribuyeron no sólo los italianos sino una gran inmigración española y una abundante contribución de rusos y polacos (muchos de ellos de origen judío); más alemanes, irlandeses, ingleses, galeses, franceses y “turcos” (que eran en realidad árabes que escapaban del yugo otomano). A pesar de esta inundación, el pueblo “bajo” de raíz criolla, aunque invisibilizado, seguiría siendo el núcleo duro y más consistente de la población argentina. Hoy se ve reforzado por la inmigración proveniente de los países de nuestro entorno, cosa que de alguna manera reedita el fenómeno, esta vez a escala continental, que se diera en los años treinta y plantea una nueva refundación social y racial de la Argentina sobre bases más vinculadas a las originarias. Frente a ese fenómeno incipiente los exponentes conscientes o inconscientes del estatus quo reaccionan de manera similar a la de sus antecesores: con antipatía, hostilidad y descalificaciones verbales que ahora no tienen siquiera el dejo un poco afectuoso que podía deducirse de la expresión “cabecita negra”; apelan en cambio a términos con resonancia despectiva: “perucas”, “bolitas” o “paraguas”, por ejemplo.
De este fenómeno surgen algunas preguntas. Si miramos al subcontinente sudamericano y en especial al Cono Sur como una unidad incumplida, cabe interrogarse en torno a si se reiterará la reconquista de la Argentina por la inmigración interior, tal como ocurriera en los años 20, 30 y 40 del pasado siglo. Es una pregunta imposible de responder por el momento, pero el solo hecho de plantearla está demostrando que un proceso de esa naturaleza está en marcha. En un país en desarrollo tal cosa podría causar problemas, pero no supondría una amenaza; al contrario, representaría una adición al crecimiento similar a la que se produjo en los 30 y los 40.
Ahora bien, en la situación que plantea la regresión neoliberal y la apertura de las importaciones, las posibilidades de empleo se achican y la inmigración se transforma en una cuestión crítica, pero que sirve al sistema para desviar la atención de sus propios procederes y dirigir la rabia de algunos sectores medios contra aquellos a los que se describe como extraños al cuerpo nacional. Se trata de una mentira monumental, pues más allá del accionar de bandas que libran su guerra por el control del tráfico a sabiendas o al amparo de la policía, la inmensa masa de los inmigrantes y sus descendientes forman colectivos de esforzados trabajadores. Esto no parece importarle a nuestro senador de marras como tampoco parece interesarle la única posibilidad de acabar con la economía informal del narcotráfico: una limpieza profunda en los servicios de seguridad interna y una colaboración a fondo entre estos y sus pares de más allá de las fronteras. Pero para esto haría falta una concepción latinoamericanista de nuestra política exterior y un sentido del desarrollo aliado al crecimiento industrial, concepción que brilla por su ausencia pues está en las antípodas de lo pretendido por el actual gobierno.
Con sus conceptos, el senador Pichetto ha revelado su predisposición a ser funcional a este juego.
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1) Conviene señalar que los inmigrantes provenientes del sur de Europa no eran el material humano que nuestros abogados del trasvasamiento sanguíneo buscaban para "mejorar la raza". Hubieron de conformarse con italianos y españoles porque las corrientes migratorias nórdicas se orientaron más bien hacia Estados Unidos.