Las noticias sobre la reducción del presupuesto dedicado a ciencia y tecnología es una indicación más del rumbo retrógrado en que se ha embarcado al país desde que las elecciones del año pasado entronizaran por mínima diferencia al presidente Macri y a su gabinete de CEOs -íntimamente vinculados a las empresas y los organismos financieros transnacionales-, al frente del gobierno de la República Argentina. Aunque la información de la reducción presupuestaria a la ciencia no cause sorpresa dado el rumbo general que ha asumido el diagrama económico nacional, es sin embargo la más indicativa del plan a corto y mediano plazo que aspira al desguace del país como una comunidad organizada a partir de sí misma y, por el contrario, “abierta” al mundo en condiciones de indefensión absoluta. Pues la decisión –refrendada por las declaraciones del ministro de Ciencia y Tecnología Lino Barañao, quien recomienda a los científicos argentinos que se vayan al exterior- tácitamente va en el sentido de que la ciencia y la tecnología son superfluas en la medida en que las mismas no encontrarán una ocasión de aplicarse en la práctica en el país, pues este ha decidido replegarse al área de sus “ventajas comparativas”, como solía decir el ministro de la dictadura Alfredo Martínez de Hoz.
Según esta perspectiva –que ha sido la dominante a lo largo de la mayor parte de la existencia de la Argentina “independiente”- la nación ha de acomodarse a una distribución internacional del trabajo que nos asigna el papel de una economía extractiva antes que productiva, en la cual se aprovecha la renta diferencial agraria para hacer de esta el engranaje para acumular riqueza. Poco habría que objetar a esta teoría si a la misma se la concibiera como un expediente pasajero, tras el cual la acumulación de riqueza se vertiera en el potenciamiento de la industria y del amplísimo espectro productivo que le va asociado. Pero nunca ha sido así, la renta se ha circunscrito a un sector muy concentrado, salvo en los períodos en los cuales el Estado ha “cambiado la bocha” y ha fungido al modo de burguesía industrial vicaria, cosa que los sectores del privilegio resistieron ferozmente. Esa resistencia del establishment se ha expresado en golpes de estado, represiones sanguinarias y la destrucción o el bastardeo de los instrumentos institucionales. Lo novedoso de la situación actual es que ahora no ha hecho falta recurrir a semejantes expedientes, sino que la restauración conservadora fluyó naturalmente, a través de las urnas. Lo cual si por un lado tranquiliza, pues parecería que los argentinos hemos ingresado a una etapa de convivencia civilizada, por otro espanta, pues se tiene la sensación de que demasiada gente ha perdido la memoria y el sentido de la orientación arrastrada por el torbellino mediático, mientras que el sistema, por el contrario, sigue dueño de sus proyectos y de su voluntad de llevarlos a cabo.
La visión homeopática del país ha estado siempre presente en la historia de nuestra clase dirigente y se ha expresado en frases como “el mal que aqueja a la Argentina es la extensión”, “hay provincias que son inviables”, “que se vayan a lavar los platos” –en alusión a los científicos que no encontraban empleo en la década de los 90-, y ahora en las sorprendentes expresiones de Lino Barañao, quien tras ser empleado por el gobierno de los Kirchner como patrocinador de la repatriación de los científicos argentinos en el exterior, ahora, como ministro de Ciencia y Tecnología del actual gobierno, recomienda a estos una nueva emigración pues aquí estaría saturado el mercado de trabajo y sus futuras posibilidades. Quién sabe por cuánto tiempo Barañao podrá conciliar estas dos actitudes.
El conflicto en torno a la ciencia y la tecnología ha llegado ya a la calle, pues una importante manifestación frente al congreso denostó el jueves pasado la actitud del ejecutivo ante el problema y exigió a los legisladores tomar cartas en el asunto. Pero este no es sino un frente en una tormenta que, si no ha tomado cuerpo todavía, es porque la dirección tripartita de la CGT aparece envuelta en una parálisis que es fruto de su división y de una irresolución, que parece compartida por los tres sectores, respecto de la actitud a tomar frente a un gobierno que, contrariamente a algunas esperanzas o a muchas complicidades, lejos de tender puentes con el sindicalismo de “los gordos” parece mucho más interesado en humillarlos y mangonearlos que en cederles cualquier espacio de protagonismo. Ahora bien, en este rubro “las lanzas se le pueden volver cañas” al gobierno, en la medida en que la fuga de algunos sindicatos importantes (bancarios y camioneros) y la bronca de las bases pueden terminar con la actitud de avenencia de una cúpula que, hasta aquí, ha aceptado seguir recibiendo las bofetadas del oficialismo.
El modelo conservador siempre vuelve a la carga. Sin embargo, ¿hasta qué punto este modelo es “viable” (invirtiendo el sentido de las palabras de Domingo Cavallo cuando se refería a las provincias presuntamente pobres y que significaban una rémora para las demostradamente ricas) en la medida en que sólo puede concebirse a la escala de una población reducida en número e incapaz de hacer presión sobre los sectores del poder? Por muy desconcertada que esté la opinión, en especial en los sectores medios, cuando el agua comience a llegarle al cuello el retroceso del disparo no va a ser absorbido sino que se resolverá en un rebufo que nadie sabe adónde irá a parar. A la Argentina el plan neoliberal le queda chico y la presión contenida puede hacer saltar todo en el momento menos pensado. Sin embargo, la atonía, la desunión y los desgarramientos intestinos de la oposición, también pueden hacer que esa energía se pierda en el aire.
La elección norteamericana y el “USEXIT”
Las elecciones en Estados Unidos están a la vuelta de la esquina. Las encuestas parecen menos fiables que nunca. Aunque dan la victoria a Hillary Clinton, la apabullante campaña contra Donald Trump en los medios, en los dos partidos, inclusive en el que inscribe el nombre de Trump en su boleta; en los sectores progresistas o entre las figuras del espectáculo, es tan grande que uno tiende a pensar que el establishment no las tiene todas consigo respecto al mercurial empresario. El nivel de la campaña ha sido horrible, pero la peor gradación la brindó Hillary, que se centró en atacar a Trump con todo tipo de golpes bajos y de zancadillas jugadas en torno a la política de género, asunto con el que Trump lidia con la tosquedad de un adolescente y la pesadez de un elefante. Esto y la mala imagen entre los hispanos que el republicano se ganó por sí mismo y que sus adversarios aprovecharon al máximo, lo sitúan en una situación de aparente desventaja. Pero las pruebas sobre los negocios de Hillary, su rígida gestualidad –a mí me recuerda a la novia de Chucky, “el muñeco diabólico”-, y las versiones sobre el deterioro de su salud, debilitan la credibilidad de la candidata demócrata.
En medio de todo este circo, ha faltado, ¡oh casualidad!, el debate sobre los temas realmente serios. Las posiciones de Trump sobre política nacional y sobre todo internacional son más interesantes que las de su adversaria, aunque que se atreva a llevarlas a la práctica en el caso de ganar las elecciones se otra cosa. Su pretensión de incrementar el empleo en Estados Unidos recuperando las empresas que han emigrado en busca de mercados laborales más baratos, puede ser efectiva a nivel de propaganda, pero roza la irrealidad cuando se conoce la naturaleza del capitalismo y el nivel al cual han llegado las cosas en el sistema que se pretende globalmente hegemónico. De todos modos este tipo de proposiciones se acuerdan bastante bien con el clima moral de las de la derecha europea, que empieza a abominar el sometimiento de sus países al diktat de los bancos y a Washington, y brega por una vuelta a las políticas de soberanía monetaria. En este sentido Trump podría estar empujando una especie de “USEXIT”, similar a la huida de Gran Bretaña de la UE.
Pero el lugar donde más se marcan las diferencias entre Trump y Clinton es el campo de la política exterior. Y aquí las cosas se ponen serias. Trump ha manifestado su deseo de terminar con el compromiso militar en el medio oriente y se ha pronunciado a favor de un entendimiento con Putin para disminuir los riesgos de una escalada que puede terminar mal. Por supuesto que esta tesitura va acompañada con el discurso de un nacionalismo a ultranza que exige la modernización y el fortalecimiento de las fuerzas armadas de Estados Unidos que, según él, habrían quedado desactualizadas y en una situación de inferioridad técnica respecto de sus enemigos. Toda esta problemática, sin embargo, no se ha discutido en serio durante el curso la campaña, reduciéndose cuando mucho a las ridículas acusaciones de Hillary en el sentido de que Rusia está interfiriendo en las elecciones de Estados Unidos y de que Trump se estaría convirtiendo en el “puppet”, en el muñeco de Putin.
Ahora bien, si en el marco de las relaciones exteriores Donald Trump es hasta cierto punto una incógnita, respecto a Clinton las certezas siniestras están abonadas por toda su carrera. Desde el aliento que dio a las intervenciones en todo el medio oriente como secretaria de Estado, hasta la risita histérica con que saludó la noticia del linchamiento de Gadafi. Y no se puede olvidar que una de sus promesas de campaña ha sido el anuncio de su voluntad de decretar una “no fly zone” sobre Siria no bien asuma la presidencia. Lo cual haría casi inevitables los enfrentamientos aéreos entre Rusia y Estados Unidos, poniendo al mundo en un andarivel que da vértigo.
Las inminentes elecciones norteamericanas están tomando un matiz que parece ser más expresivo de las contradicciones y tensiones de ese país de lo que lo han sido todos los cotejos de ese tipo en más de medio siglo. El funcionamiento de la maquinaria política estadounidense suele ser previsible en su “bipolaridad unitaria”, si se nos permite la expresión; pero no parece ser este el caso en la presente ocasión.