Apenas seis días atrás me felicitaba por la inminencia de la paz en Colombia. “Una luz para Colombia” titulé la nota. Después de cuatro años de negociaciones en La Habana el acuerdo pacificador se había firmado y sólo faltaba ratificarlo en el referéndum previsto para ayer. Lejos del escenario colombiano los propios deseos y las encuestas alentaban a creer en el pronóstico. La primera advertencia de que las cosas podían no ser como parecían la tuve cuando una amiga nos contó a mi mujer y a mí su experiencia en una reciente visita a Cartagena: la gran mayoría de la gente en la calle con la cual había hablado se manifestaba a favor del No. Al anochecer de ayer esa advertencia cobró forma: ganó el No por una cifra ínfima, el 0,5 por ciento.
Por insignificante que sea, esa ventaja es más que suficiente para pinchar el globo de la esperanza y para poner de relieve lo que ya señalábamos en nuestro artículo anterior: que el camino hacia la paz va a ser largo y difícil. Mucho más largo y difícil lo va a ser ahora que este pronunciamiento da alas a Álvaro Uribe y a su gente para persistir en su agresividad contra las FARC. Las declaraciones del presidente Santos y las del representante de la guerrilla Timoleón Jiménez, alias “Timoshenko”, en el sentido de que se persistirá en el esfuerzo por devolver la tranquilidad a Colombia y de que las FARC respetarán el cese al fuego, son una expresión de buena voluntad, pero también el reflejo de una realidad objetiva: la guerrilla está derrotada, tanto por las armas como por el rechazo que suscita en gran parte de la población. ¿Hay un plan B para impedir que estos datos se resuelvan con una reanudación de las hostilidades contra las FARC para borrarlas del mapa, a un costo que volvería a cavar la fosa del resentimiento y el odio en un país que necesita adaptarse con urgencia a la modernidad?
Es significativo que el No haya sacado sus mayores ventajas en el centro de Colombia, relativamente poco afectado por la guerra, mientras que el Sí haya sido ratificado en las áreas periféricas del país, donde el conflicto se hizo sentir de forma más dura y donde se produjeron las mayores masacres y los desplazamientos más grandes de gente. En las regiones agrarias y campesinas, donde se ha vivido el horror de manera inmediata, el apoyo al Sí en algunos lados superó al 60 y hasta el 80 por ciento.
En esta escisión regional hay que contabilizar el papel de los medios controlados por la derecha, que fogonearon el rechazo al acuerdo, influyendo mucho entre la gente que, como la que habita en los grandes centros de Colombia, tiene una percepción más indirecta de la guerra. Pero esta explicación sería reduccionista si no se tomasen en cuenta otros factores. Uno de ellos es el hecho de que la población colombiana manifestó una gran indiferencia a la hora de ir a votar. Apenas una tercera parte de los ciudadanos habilitados para elegir concurrió a las urnas, extremando el desapego que el electorado colombiano manifiesta habitualmente. Esta fue la convocatoria menos concurrida en 22 años. Ello a pesar de que se trataba de un plebiscito que debía inaugurar una nueva era en Colombia.
Desde luego que el desprestigio de las fuerzas políticas y de las fuerzas guerrilleras que llevaron adelante el proceso de paz tiene mucho que ver con el desapego del electorado. Las primeras están corroídas por la rémora oligárquica, la penetración del narcotráfico y el papel que han hecho jugar al paramilitarismo en la represión salvaje del descontento campesino. Y las segundas por los vínculos que también establecieron con el narcotráfico como expediente de supervivencia económica, por su brutalidad y por los secuestros extorsivos, cosas que las han desviado de sus objetivos originales hasta el extremo de situarlas al borde de la deslegitimación moral, si es que no las han precipitado en ella.
Pero todo esto no suprime la necesidad de buscar una salida. Mucho dependerá del buen sentido de las FARC y del gobierno. Las primeras declaraciones Santos y Timoshenko no dejan dudas acerca de su buena voluntad para superar las secuelas del deplorable resultado electoral. Pero no todo está en sus manos. Las propuestas iniciales del abanderado del No, el ex presidente Uribe, para una renegociación del acuerdo con las FARC, parecen apuntar a su abolición más que a su reforma. Se pide cárcel para los dirigentes guerrilleros y veda total contra quienes hayan participado de la guerrilla y pretendan acceder a un cargo público. No es fácil volver del odio. 265.000 muertes reconocidas, miles de desaparecidos y siete millones de campesinos desplazados representan una herencia que, esta sí, es realmente pesada. Como dato estadístico, el resultado eleccionario es irrelevante: un recuento de votos podría revertir las cifras. Pero ello no alteraría nada; aun ganando el Sí, un empate técnico de estas características se plantearía como un escollo casi insalvable en el camino hacia la paz.
Elecciones municipales en Brasil
La ola de resultados adversos a las tendencias que suelen calificarse como de izquierda, progresistas o nacional populistas que se está registrando en toda América latina, es uno de los datos de la realidad más desagradables que puedan concebirse para quienes nos situamos del lado del espectro político que abreva en las tradiciones plebeyas y progresivas que se han verificado en el mundo desde la revolución francesa. Por si hiciera falta algo más para profundizar el desencanto, el resultado de las elecciones municipales realizadas ayer en Brasil se selló con una sonora derrota del Partido de los Trabajadores, la principal agrupación de izquierdas en América y una de las más cuantiosas del mundo, batida en todo el territorio nacional. Michel Temer será muy impopular, pero las fuerzas que lo izaron a la presidencia al derrocar a Dilma Rousseff gozan de buena salud. En San Pablo el alcalde Fernando Haddad, del PT, recolectó apenas un 16, 43 % de los votos contra el 53,2 de Joao Doria, un empresario conservador cuya campaña se basó en el resentimiento tanto contra la política tradicional como contra la izquierda.
En Rio de Janeiro la ecuación es más compleja y dejaría lugar a alguna esperanza: el Partido Socialismo y Libertad, una agrupación diminuta que se ubica a la izquierda del PT, consiguió los suficientes votos para enfrentarse en una segunda vuelta al conservador Partido Republicano de Brasil, capitaneado por el obispo Marcelo Crivella.
Frente a esta corriente regresiva –que arrancó con la victoria electoral de Cambiemos en Argentina, pero que evidentemente responde a una tendencia propia de este momento histórico- muchos se preguntan cómo salir del impasse. Uno no puede aventurar respuestas, pero han comenzado a escucharse voces que propugnan una especie de drástico barajar y dar de nuevo, dejando de lado las “nostalgias” y procurando desvelar los mecanismos y técnicas de la comunicación modernos para ponerse a tono con la hora y practicar formas de democracia colectiva que apuntarían a sustituir, al menos parcialmente, a la democracia representativa sin dejar de flexibles y asimismo eficaces. Eso está muy bien, pero todavía no he sabido de ninguna formulación concreta que trasvase esta actitud a un plano organizativo y práctico.
Además hay un punto en este tipo de alegaciones que despierta cierta desconfianza. Se trata del rechazo a la “nostalgia”. ¿Qué se entiende por nostalgia? Cuidado. Porque, por ejemplo, el comunismo y el estado de bienestar han estado dialécticamente vinculados: fue el temor al primero lo que hizo que el capitalismo ensayara portarse bien… Y porque toda la historia moderna está recorrida por tensiones y choques de cuya memoria no podemos desligarnos porque eso supondría perder las armas que se necesitan para forjar el futuro. Un futuro que en el cual las lecciones del pasado nos impidan repetir los mismos errores o incurrir en olvidos suicidas respecto de la verdadera naturaleza del poder al cual es necesario enfrentarnos.