Hay que convenir en esto: las dos mejores películas argentinas de los últimos tiempos tocan una clave argumental y lingüística connotada por la ferocidad. “Relatos salvajes” y “El ciudadano ilustre” son dos piezas de cine de gran valor por su solidez narrativa, sus atributos técnicos y sus excelentes y en algunos casos sobresalientes interpretaciones. Pero no se puede negar que explayan un sentido de la vida cuyas tonalidades no pueden ser más brutales, aunque con frecuencia las iluminen con un humor que está más próximo a lo sardónico, al sarcasmo, que a la acotación irónica. No es un reproche; todo lo contrario: es la constatación de que, en estos tiempos, la percepción que tenemos de nosotros es sombría. Y esto habla de al menos una capacidad para tocar la realidad. De la cual, en algún momento, si no se cede a la tentación de tan solo revolcarse en ella, puede surgir una energía positiva que sea capaz de transformarla.
“El ciudadano ilustre”, estrenada en estos días, es una demostración de lo que decimos. Daniel Mantovani, escritor argentino, premio Nobel de Literatura radicado en Europa desde hace casi cuarenta años, decide de pronto acceder a una invitación para que tome parte en los festejos del aniversario del pueblo en el que nació y del que se fue para nunca más volver, a sus veinte años. Quiere hacerlo de un modo incógnito, salteándose el protocolo de una estadía en Buenos Aires y dirigiéndose directamente a Salas, una localidad bonaerense situada a 700 de kilómetros de la capital. Ocurre sin embargo que Salas es el epicentro de toda su obra. Como el condado de Yoknapatawha para Faulkner, ese pueblo representa para Mantovani un caleidoscopio de tipologías a través de las cuales expone su propia visión de la condición humana. A diferencia del escritor estadounidense, sin embargo, Mantovani nunca se ha tomado la molestia de reemplazar el nombre de su patria chica por otro ficticio. En cualquier caso, pocos de los habitantes del lugar que eligió para explayar su concepción del mundo hubieran dejado de reconocerse en los personajes de sus novelas, si se les hubiese ocurrido leerlas y hubiesen tenido el caletre suficiente para interesarse en ellas y comprender el subtexto de esas narraciones. Que es por demás deprimente.
La acogida del escritor en el pueblo, amable al principio, en especial de parte del jefe político que lo ha invitado y de algunos amigos, incluido el que se ha casado con la novia que Mantovani dejó atrás, no va a tardar en provocar tensiones, resentimientos y equívocos. La aplastante mediocridad del lugar y la apatía de sus habitantes se transforman en algunos casos en envidia y resentimiento por el éxito ajeno que, según sienten oscuramente, viene a poner de manifiesto lo que ellos no son. Pero, por supuesto, el componente más explosivo de esa mezcla son los celos retrospectivos –y asimismo actuales, por buena razón- del esposo de la novia que Mantovani dejó cuarenta años antes, quien no deja de pretender ser su mejor amigo en el presente... Esta combinación, como puede inferirse, va a terminar mal.
Ahora bien, hay otra sub-trama en la película, menos explícita, que juega con las contradicciones ideológicas o más bien psicológicas que han recorrido a la Argentina desde siempre. Mantovani es el intelectual argentino que se exilia en Europa para escapar de la medianía ambiente y desde allí “objetivar” a su país. Concreta la idea de Borges cuando decía que los “argentinos somos europeos en el exilio”, pero sólo para duplicarla por su condición de exiliado argentino en Europa. Su trayectoria atestigua la que es tal vez la condición primaria de muchos de nuestros intelectuales: la escisión, la alienación respecto de sí mismos, la atracción-repulsión que sienten por una tierra y una sociedad a la que detestan pero a la que se sienten oscuramente ligados.
El regreso de Mantovani –inopinado para él mismo- tiene por lo tanto algo de arrebato generoso: quiere volver a ver el escenario del que se nutrió para sus historias sombrías, pero también quiere hacer un contacto humano y por eso se prodiga en el par de clases magistrales que la intendencia ha programado para que relate su experiencia a la gente del pueblo. Y se introduce así en una serie de reflexiones muy ricas que interpelan al público sobre el sentido del arte, a un público -el del pueblo y el que contempla el filme- no necesariamente muy preparado para recibirlas. ¿Cuántos, entre la masa de los espectadores, sabe hoy quienes fueron Louis Ferdinand Céline o Leni Riefenstahl?
Ahora bien, si la propuesta de Duprat y Cohn aborda un tema que es esencial para los argentinos, no deja de ser cierto también que la oposición –artificial, pero no por eso menos intensa que nos divide-, es asumida por los autores ubicándose de un lado de la barricada más que del otro. Mantovani es soberbio en su compasión o su desdén hacia los habitantes del pueblo, pero su actitud de fatigada superioridad está justificada por la imbecilidad, la mezquindad, la prepotencia o incluso la bestialidad de quienes lo rodean, excepción hecha de su ex novia, del joven conserje del hotel con ambiciones literarias y del par de viejos que le ofrecen, en silencio, un mate cuando el escritor se sienta a descansar en un banco a la puerta de su casa. Pero el oportunismo del jefe comunal (al que se asocia con el peronismo, como lo demuestran los retratos de Perón y Evita colgados en las paredes de la sala de espera de la intendencia), y la agresividad del encargado de expresar el discurso nacionalista contrapuesto al hipotético cosmopolitismo de Mantovani, son tramposos. El primero porque abunda en ese afán deprecatorio del movimiento de masas más importante que ha tenido el país en un siglo y que satisface a sus clases “ilustradas”, y el segundo porque el hacendado Romero, que tiene el papel de portavoz del anti-cosmopolitismo, porque funda su recién descubierta vocación telúrica en el escozor que le causa haber sido rechazado en el concurso de pintura organizado con motivo de los festejos del aniversario del pueblo. Podía haberse buscado a un representante más respetable para encarnar esa ideología.
Pero sin duda “El ciudadano ilustre” es una película notable. Es mucho más sombría que “Relatos salvajes”, a la que damos nuestra preferencia porque pese a sus personajes esperpénticos o tal vez precisamente por ellos, muestra un gusto por la violencia a la luz del día, por la explosión concebida como catarsis, que contrasta con los tintes oscuros que impregnan a la película de Duprat-Cohn. ¿Se ha reparado en que la mayor parte de las escenas se juegan de noche? Pero por supuesto que no se trata de la luz ambiente, que es parte del estilo de la película, sino de la aplastante sensación de angustia que surge de ese pueblo y de esos personajes que se mecen en el aburrimiento y la anomia.
Las interpretaciones son todas excelentes. Oscar Martínez recibió la Copa Volpi por la mejor interpretación masculina en el Festival de Venecia, recompensa muy merecida. Pero también hay que sacarse el sombrero frente al trabajo de Dady Brieva, que hace un Antonio (el marido de Irene, la ex novia), un personaje de una campechanería inquietante. El fragmento en que baila borracho al son de una rockola en el cabaret, está entre lo mejor que tiene la película. Y vaya también una mención especial al actor que encarna al despechado ganadero que agrede verbalmente a Mantovani en el ámbito de la exposición de pinturas.
“El ciudadano ilustre”. Dirección y fotografía: Mariano Cohn y Gastón Duprat. Guión: Andrés Duprat. Música: Toni Mir. Edición: Jerónimo Carranza. Intérpretes: Oscar Martínez, Dady Brieva, Andrea Frigerio, Nora Navas, Manuel Vicente, Julián Larquier, Belén Chavanne, Gustavo Garzón, Emma Rivera y Marcelo D’Andrea.