El asesinato del viceministro del Interior de Bolivia, Rodolfo Illanes, en el contexto de la huelga de las cooperativas mineras[i], es un hecho trágico que demuestra una vez más lo complejo y difícil que es el camino de la revolución o la reforma en sentido progresista de las estructuras sociales de América latina. En realidad ese camino es difícil en todas partes, pero en Bolivia, país dramático por excelencia, las contradicciones que informan a este tortuoso trayecto son más marcadas.
La historia de Bolivia ha estado señalada por los mismos dilemas que han trabado el desarrollo de todos nuestros países, pero en su caso agravados por un lado por el encierro mediterráneo en que se encuentra como consecuencia de la guerra del Pacífico y de la usurpación chilena del litoral que le permitía asomarse a ese océano; y por otro por la naturaleza brutalmente expoliadora de la casta dirigente durante la época colonial y después de esta. El factor étnico jugó un papel muy importante en la evolución del país: una inmensa mayoría indígena, expoliada y oprimida durante siglos por el régimen colonial, siguió estándolo después de este, sin posibilidades, por mucho tiempo, de acceder al nivel de conocimiento que le permitiera participar de la lucha política. Inclusive por el hecho de que era una mano de obra hambreada y condenada al deterioro intelectual y a una rápida extinción física por el trabajo en las minas: clave de bóveda de una economía puramente extractiva y organizada para servir a una oligarquía criolla de ínfima importancia numérica, pero de gigantesco apetito dinerario. Hasta el punto de que Augusto Céspedes señaló que “el gran explotador minero redujo a la plutocracia nacional, cuantitativamente, a tan enana minoría de personas en función rotativa, que le hizo perder también calidad de oligarquía o burguesía, degradándola a Rosca deprimida de una nación proletaria”.[ii]
Hoy, tras un largo y durísimo camino de sangrientas revoluciones y contrarrevoluciones, esa situación ha sido superada en gran medida. El acceso de un indio a la presidencia de la República, Evo Morales, es un signo de esa evolución histórica. Pero los problemas están lejos de ser superados, aunque ellos hasta cierto punto son suscitados por esa misma evolución progresiva. En efecto, forzada en ciertos rubros, esa evolución puede redundar en una desfiguración del proceso emancipador de la nación. La unidad de Bolivia ha sido atacada, corriéndola por la izquierda, al potenciarse la vigencia de las autonomías y al aprobarse una constitución que crea las condiciones o los pretextos para fragmentar el país en 36 naciones indígenas, con el auspicio de las ONG y de fundaciones financiadas por Estados Unidos. La negación intransigente de algunas comunidades a la explotación de recursos naturales que es parte de las atribuciones del estado nacional, es una de las consecuencias de este estado de cosas. Tales tentativas no han tenido éxito hasta ahora por la oposición que les ha opuesto el gobierno de Evo Morales, pero han provocado conflictos internos, fogoneados por grupos que se amparan bajo el paraguas de una ficticia soberanía de campanario, que ponen en riesgo la única soberanía que de veras cuenta, la del Estado nacional.
La huelga de las cooperativas mineras es otro ejemplo de las dificultades que se plantean en este campo, que cae de lleno en el terreno de la dialéctica revolucionaria. Los mineros fueron el sector más combativo en la lucha contra la Rosca y contra las dictaduras de Peñaranda, Banzer y García Meza, conformaron uno de los bastiones de la resistencia contra los gobiernos que siguieron al derrocamiento y asesinato del presidente Gualberto Villarroel y fueron el núcleo combativo que aseguró la victoria del MNR en la revolución de 1952, que puso punto final al dominio irrestricto de la oligarquía. Después de la asunción de Morales, las cooperativas que habían surgido como expediente para combatir el paro crecieron en gran escala, agrupando a unos 100.000 trabajadores, que tienen considerables diferencias de estatus entre sí. El núcleo dominante se autodenomina como el de los “mineros artesanales”. Este sector produce más o menos un 20 por ciento de la materia prima que exportan las minas bolivianas, contra el 80 que es suministrado por las compañías controladas por el Estado, y tiene una fuerte representación política.
Estamos muy lejos de conocer las interioridades de la política boliviana, pero por la información que puede recabarse en internet, esa relativa independencia del poder central le ha dado al núcleo más enriquecido del cooperativismo unas ínfulas asimilables en cierto modo a lo que nos atreveríamos a denominar como una especie de “capitalismo kulak”: los mineros devenidos en pequeños empresarios se niegan a permitir la creación de sindicatos que agrupen a sus trabajadores de a pie, reclaman subvenciones en las tarifas eléctricas y la concesión de nuevos yacimientos para hacer frente a la crisis minera determinada por la caída internacional en el precio de los metales. Y sobre todo exigen que el gobierno les permita asociarse con capitales privados, cosa prohibida por la legislación vigente. Esa asociación supondría el ingreso del capital transnacional y la caducidad del carácter cooperativo de la minería artesanal, a la vez que haría muy probable la conversión de esta en una pantalla de las empresas privadas y en un canal para la fuga de divisas.
La minería, que antes era la fuente primordial de ingresos para Bolivia (o, si se quiere, para la Rosca de los Hochschild, Aramayo y Patiño, los “barones del estaño”), ahora ha cedido el primer lugar a las exportaciones de gas, pero sigue siendo un sector vital de la economía boliviana. Los dirigentes del cooperativismo, y quienes presuntamente están detrás de ellos, aprovechan este carácter sensible para apretar al gobierno de Morales y desestabilizar al que en este momento es el gobierno progresista que mejor resiste el envite neoliberal que se ha precipitado en Suramérica a partir de las elecciones en Argentina, el copamiento del congreso venezolano por la derecha y el “impeachment” a Dilma Roussef.
El brutal asesinato del viceministro Illanes no viene sino a añadir una mancha de sangre a una ofensiva del imperialismo y de los sectores a él ligados o a él más predispuestos a ligarse, para acabar con el proceso de crecimiento nacional-popular que se inaugurara unos quince años atrás. Esperemos que esa gota de sangre no sea síntoma de algo peor. La coerción económica sobre los sectores de menores recursos que se percibe en toda Suramérica, la persecución judicial a algunas de las figuras señeras de ese período, como Dilma Roussef y Cristina Kirchner, indican sin embargo que el proyecto neoconservador sigue su marcha. Con todo, no es demasiado probable que tenga éxito a mediano plazo. La resistencia en Brasil y Argentina ya se está manifestando a nivel de calle. Y sería inteligente que los sectores del interés concentrado de estos países, por fuertes que sean sus lazos con el sistema del capitalismo global, comprendieran que en el caos que asoma van a encontrar pocos beneficios o incluso poner en riesgo a todos aquellos a los que podrían, razonablemente, aspirar.
-----------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------------
[i] Illanes fue ultimado a golpes después de la muerte de tres mineros a manos de la policía, cuando intentaba mediar entre el gobierno de La Paz y las cooperativas de la “minería artesanal” que habían largado una huelga salvaje e interrumpido las comunicaciones con la capital.
[ii] Augusto Céspedes: “El dictador suicida”, Editorial Juventud, La Paz, 1968.