La resolución de la Corte volviendo a fojas cero el tarifazo de gas para usuarios residenciales ha provocado un pequeño sismo en la opinión. Que, en sede mediática, por razones que hacen probablemente a la persecución de la noticia sensacional y también, entre los opositores más enconados del gobierno, al deseo de encontrar consuelo a la catarata de malas noticias y de reveses que vienen sufriendo desde hace nueve meses, se transforma en un terremoto de magnitud 7. Pero, sin restarle importancia a la decisión de la Corte, a poco que se reflexione sobre ella se ponen en evidencia su ambigüedad y descompromiso. Es de una liviandad salomónica, y bien mirado no podía ser de otra manera. Los lazos del alto cuerpo con el establishment no le iban a consentir ir más allá de donde ha ido y, por otra parte, la naturaleza del fallo no hace otra cosa que poner la responsabilidad de los hechos que se juzgan en el plano en los que estos deben ser resueltos. Esto es, en el de la política, antes que en el de la justicia.
Tal como está, en efecto, la sentencia no resuelve nada. Frena el tarifazo para los usuarios privados, pero deja afuera del paraguas protector a las Pymes y al comercio, y no dice una palabra sobre las tarifas eléctricas. Con lo que la crisis sigue abierta pues, cualquiera sea el resultado de las audiencias públicas no vinculantes que deberán abrirse para tratar los aumentos en el gas, la situación de las pequeñas y medianas empresas que aseguran la inmensa mayoría del empleo seguirá siendo angustiosa y las suspensiones, cierres y despidos no podrán sino aumentar.
Es de esperar, sin embargo, que a partir de ahora se precipiten los pedidos de amparo y los requerimientos para que la justicia haga extensiva esa cobertura a este importante segmento económico, abriendo además la puesta en discusión de los aumentos del gas y la electricidad. Con lo que, si por un lado el gobierno es desprestigiado por la exteriorización de su impericia, por otro se abrirá un terreno litigioso que consumirá los próximos meses y suministrará una buena excusa al poder ejecutivo para disculparse de la recesión en la que ha caído el país, echándole la culpa a los “peronchos” de siempre. Esto quizá abra el camino para la adopción de medidas más drásticas aun, no dirigidas en forma directa contra el consumidor o el usuario, sino orientadas a contraer más deuda, para paliar el déficit y en consecuencia a reforzar el lazo del cual el país había salido durante las gestiones Kirchner.
Sobra, creo, argumentar sobre la falta de tino político de parte del gobierno en el manejo de este proceso. Sin duda, la brutalidad ejecutiva de ministros como Juan José Aranguren y de otros personajes que confunden el gobierno de una nación con la conducción de una empresa, ha colaborado para llevar las cosas al punto en que están. Pero la finalidad de las políticas potenciadas a partir del 10 de diciembre está claramente direccionada a promover el desempleo -es decir, la creación de un ejército de mano de obra desocupada al cual es posible imponerle condiciones laborales alejadas de lo ideal- y a redireccionar la economía en sentido de potenciar la producción primaria a expensas de la industria.
Por supuesto que este curso va a encontrar y está encontrando resistencias cada vez más fuertes. Es la presencia de estas lo que ha llevado a la Corte a evadir un pronunciamiento que fuera favorable al gobierno, tal como este lo requería. La Argentina no es, como hemos dicho muchas veces, el país del 1976, devastado por la guerra sucia y estrangulado por la dictadura, ni el del 1989, barrido por los golpes de mercado e inserto en un mundo donde el neoliberalismo era la palabra de orden. Si bien este último sigue siendo la corriente económica y política predominante en el mundo occidental, la generalización de sus rasgos catastróficos y el contexto internacional en el cual las contradicciones entre las potencias crecen a nivel exponencial, ponen las cosas en un andarivel distinto.
Pero la existencia de estas condiciones objetivas y la permanencia de un fuerte sentimiento nacional y de un movimiento obrero que podrían ser capaces de hacer frente a la presión de la tradicional alianza entre la banca, las transnacionales y los oligopolios de la prensa, no basta para revertir la situación. Hace falta que las coordenadas objetivas se tornen en conciencia subjetiva para que pueda gestarse una verdadera resistencia. Y en este plano uno no puede evitar sentirse un tanto escéptico. El peronismo está tan dividido como siempre, las centrales obreras penan por darse una conducción colegiada y los grupos y grupúsculos de izquierda compiten por pelearse con todos. En cuanto al radicalismo se ha convertido en una entidad dominada por los sectores más reaccionarios, que de hecho acceden a funcionar como el andamiaje nacional del PRO.
Hay que comprender que esta situación no tiene salida si no se revierten las medidas que, desde el primer momento, han puesto al país en la situación en que se encuentra. Su rumbo fue fijado por las primeras resoluciones del gobierno de Cambiemos: devaluación, drástica reducción de las retenciones al campo, derogación de los impuestos a las mineras y apertura de importaciones. Este es el real origen del déficit que se querría paliar en base a las alzas tarifarias. Con ese puntapié inicial, imaginar que se puede volver al punto cero con decisiones judiciales polivalentes o ambiguas, es una cándida ilusión. Cuando mucho, puede estimarse que el fallo de la Corte es un toque de alerta que recibe el gobierno respecto de los límites que marca la realidad. Pero de ahí a que vaya a cambiar de conducta ante la oposición dispersa que lo enfrenta, falta mucho trecho. El único camino para revertir este rumbo es provocar una categórica redistribución de fuerzas en el Congreso a través de las legislativas del año que viene. Lo cual exige una coordinación de esfuerzos y un desprendimiento del sectarismo en que se mueve el peronismo, a la vez que de un frente obrero determinado no sólo a pelear por las reivindicaciones gremiales sino a formular un proyecto de país que atienda, por lo menos, a proteger el surgimiento en la Argentina de un capitalismo autocentrado…
¿Habrá posibilidades de que esto suceda? Oyendo un pasaje de las declaraciones formuladas anoche por Julián Domínguez en el programa de Roberto Navarro, uno tiende a dudar un poco. Preguntado por el periodista acerca de si el peronismo podría superar sus diferencias para llegar unido al 2017, la respuesta del ministro de Agricultura y ex presidente de la Cámara de Diputados, palabras más, palabras menos, fue decir que el peronismo, al final, siempre se reconstituye. Lo cual no es otra cosa que decir nada, cubriendo con una pátina de superioridad una inseguridad de fondo. Convengamos que hay temas de las internas partidarias que no siempre conviene a los políticos ventilar en público, pero airear las contradicciones que llevaron incluso a una parte sustancial de ese movimiento a que permitiera la aprobación de la derogación de la ley cerrojo y el pago a los buitres, es necesario para que el pueblo pueda saber el suelo que pisa.
En fin, hay que apostar en positivo. El fallo de la Corte puede servir como estribo para relanzar la lucha y para descubrir a los sectores más flexibles del gobierno que, aun cuando las diferencias parezcan insanables, las negociaciones son parte inescindible de la política en un régimen democrático.