El 8 y 9 del presente mes se realizaron en Varsovia las deliberaciones de la Cumbre de la OTAN. ¿El resultado? La reincidencia en considerar a Rusia como un factor desestabilizante y agresivo y la confirmación de las peligrosas vías diplomáticas y militares por las que viene circulando la organización atlántica respecto a ese país desde 1991 a la fecha. Con un desparpajo que se inscribe en las más arraigadas tradiciones de la hipocresía del imperialismo occidental, los mandatarios de la coalición militar erigida en 1949 con el fin de enfrentar a la Unión Soviética, firmaron una Declaración de Seguridad Transatlántica cuyas disposiciones prácticas anulan por completo las declaraciones genéricas sobre la buena voluntad que allí formulan respecto a la potencia del este. Aunque en la declaración se afirma que la OTAN no amenaza a ningún país y que se encuentra dispuesta al diálogo con Rusia, también anunció la inauguración del escudo antimisiles en la base estadounidense de Deveselu, al sur de Rumania, que preludia la instalación de otro similar en Redzikow, Polonia, prevista para 2018. Es sabido que bajo la definición de escudo antimisiles, de aparente carácter defensivo, se esconde un componente ofensivo, que no es otro que el de erigir una barrera contra las eventuales contramedidas que pudieran tomar los rusos en el caso de un conflicto con occidente. Al estar emplazados a corta distancia de su objetivo, estos dispositivos inhibirían al menos en parte la capacidad rusa para replicar en tiempo útil a los lanzamientos de sus enemigos situados a gran distancia. Se acabaría así con la disuasión por el terror (MAD, Mutual Assured Destruction) que preservó la paz, a un alto costo psicológico pero con indudable eficacia, durante la guerra fría. La declaración de Varsovia oficializó asimismo el despliegue rotativo de tropas de la OTAN en los países del este de Europa: cuatro batallones de la organización atlántica se desplegarán en Polonia y en tres estados bálticos, con un mando central que estará situado probablemente en la ciudad polaca de Elblag, a apenas cien kilómetros de Kaliningrado, el enclave ruso en la región báltica. Los ejércitos de la OTAN campean ya sin ninguna clase de reparos en el espacio que durante más de cuarenta años sirviera de glacis defensivo a la URSS: los países del Pacto de Varsovia.
Por si fuera poco, a esto hay que sumar la provisión de armamento moderno y asesoría militar a Ucrania, la posibilidad de un próximo ingreso a la organización atlántica de este país junto a Georgia, Moldavia y Montenegro, y la probabilidad de la incorporación de Finlandia a la OTAN. Todos son puntos que inquietan a Moscú, pero dos de ellos, los vinculados a Ucrania y Finlandia, con toda probabilidad deben excitar la sensibilidad rusa hasta ponerla en la perspectiva de considerar su cumplimiento como un efectivo casus belli. Ucrania formó parte tanto del imperio de los zares como del imperio soviético desde tiempo inmemorial. Con Finlandia, que gozaba de un estatus semiindependiente en la época zarista y fue independiente de hecho tras la Revolución Rusa, se había llegado a un acuerdo, después de las hostilidades producidas durante la segunda guerra mundial, que aseguraba la neutralidad de este estado en el marco de la guerra fría.
La desenvoltura con que los jefes de occidente juegan con este material explosivo es alucinante. Uno empieza a dudar acerca de si esta audacia refleja la seguridad en sí mismo que poseería a occidente o representa la ceguera, la incompetencia y la irresponsabilidad que caracteriza a los dirigentes de un sistema en decadencia, incapaces de medir las consecuencias de sus actos. Desde la caída de la Unión Soviética la alianza atlántica ha venido violando todos los preceptos de prudencia y razonabilidad a los que debería haber ceñido su conducta después de ese inesperado golpe de fortuna.
Europa, ¿ha dejado de ser un sujeto histórico?
Las dirigencias tradicionales de Europa occidental parecen haber olvidado toda pretensión de autonomía respecto de Washington y siguen marchando a su cola, sin consideración para con los peligros que la política de seguimiento mecánico a Estados Unidos acarrea para sus propios países, que se encontrarían en la primera línea de fuego de suscitarse un conflicto mayor con Rusia o, incluso, con el bloque euroasiático.
Jan Stoltenberg, secretario general de la OTAN, y otros exponentes del bando atlántico, no dejan de enfatizar el riesgo que supone la “agresividad” de la política exterior rusa, que apuntaría vulnerar la integridad del ordenamiento territorial en Europa del este; pero las pruebas demuestran que la verdad es exactamente la inversa. La OTAN finge estimar la reincorporación de Crimea al territorio nacional ruso y la resistencia a la asimilación forzosa de las zonas rusófonas de Ucrania a la porción occidental de esta, como una agresión rusa. Se trata de mentiras evidentes que sólo la descerebración de la opinión pública forjada por la distorsión informativa y por el fomento de la ignorancia de la historia, pueden hacer pasar como verdades. Basta recordar el golpe digitado y monitoreado por la CIA contra el gobierno legal de Viktor Yanukovich, así como el carácter histórico de la vinculación de Ucrania a Rusia y sobre todo la composición rusófona de la población de su sector oriental, para percibir esa fingida ignorancia como lo que realmente es: una reviviscencia del expansionismo europeo occidental, alemán en particular, hacia las “marcas” donde durante siglos guerrearon los caballeros teutónicos, los polacos, los barones bálticos y los ejércitos de Napoleón, Luddendorf, Hindenburg y Hitler. En cuanto a Crimea, cuya población es rusa en su gran mayoría, ha sido desde antes del siglo XIX el bastión de Rusia sobre el Mar Negro, ilustrado por los épicos sitios de Sebastopol primero, en ocasión de la guerra contra la coalición anglo-francesa en 1854-55; y por las batallas libradas por esa ciudad en 1942 y 1944, durante el segundo conflicto mundial. Incluso su incorporación a la Ucrania soviética, decidida por Nikita Khruschev en 1954, no fue otra cosa que un acto demostrativo dirigido a reforzar la pertenencia de Ucrania a la URSS.
Todo este remolino de circunstancias, sumado a las presiones que Rusia ha sufrido en el Cáucaso y que incluyeron la breve guerra entre Georgia y Osetia del Sur, en 2008; a las sanciones económicas y al dumping de los precios del petróleo, y a las maniobras de la OTAN en Polonia, ha estado dirigido a debilitar la economía rusa, a estrechar sus márgenes estratégicos y a colocar a Rusia en una posición de la que sólo podrá salir plegándose a la normativa hegemónica de Washington o reaccionando manu militari contra el cerco que está envolviéndola. Los planificadores occidentales parecen creer que la potencia del Este acabará inhibiéndose de tomar esta última decisión, por el coste propagandístico que ello tendría, porque no se animaría a hacer “la pata ancha” y sobre todo porque los sectores oligárquicos de la economía, adeptos al neoliberalismo, acotarían el poder de decisión de Putin y terminarían desplazándolo. Pero esta convicción, que parecería poseer a algunos halcones en Washington y ante la cual la mediocre casta política europea se pliega sin discutir, entraña riesgos enormes, que están quedando a la vista a poco que nos informemos sobre las declaraciones de analistas y figuras prominentes de la política rusa y atendamos a lo que ellos dicen.
Putin ha sido muy franco en relación a la decisión rusa de no dejarse intimidar, pero más directo ha sido Serguei Karaganov, cabeza del Consejo Para la Política Exterior y de Defensa, organismo parecido a los think tank que asesoran a la Casa Blanca en Washington en torno a los mismos temas, pero sobre todo consejero del presidente Putin en el diseño de los conceptos estratégicos y económicos para Rusia. Y cuando Karaganov habla en un reportaje concedido a la revista alemana “Der Spiegel”[i], puede considerarse que es Putin quien lo hace.
En la nota titulada “Somos más inteligentes, más fuertes y más decididos”, Karaganov expresa, entre otras cosas, que desde la guerra en Georgia la situación ha empeorado considerablemente. Tras evocar el grave riesgo de guerra que hubo a principios de la década de los 80 por la introducción de los misiles Pershing y la correspondiente contramedida soviética desplegando los SS-20, el especialista ruso respondió a una pregunta de “Der Spiegel” acerca de si la indicación del Consejo que él preside en el sentido de usar el poder militar si los intereses de su país son claramente amenazados incluía a Ucrania en esa instancia. La contestación de Karaganov no pudo ser más clara: “Sí. O una concentración de tropas que plantee un peligro de guerra”. A lo que sumó una refutación del argumento occidental que justifica la injerencia occidental en los países bálticos por el riesgo de un ataque ruso. “Esa suposición es idiota… ¿Por qué la OTAN estaciona tropas y equipo allí? Imagine lo que les pasaría a esos países en el caso de una crisis. La ayuda ofrecida por la OTAN no es un socorro simbólico para los estados bálticos. Es una provocación. Si la OTAN comienza una (política de) intrusión contra un poder nuclear como el nuestro, será castigada... Por otra parte, los políticos estadounidenses han expresado abiertamente que las sanciones económicas apuntan a provocar un cambio de régimen en Rusia. Esto sí que es agresivo…”
Por lo tanto, aunque en los márgenes del conflicto central se planteen una serie de maniobras tácticas de carácter más bien coyuntural –como el acuerdo entre EE.UU y Rusia para actuar de consuno contra el estado islámico en Siria- el núcleo del problema persiste. El intento de quebrar la independencia de Rusia y forzarla a integrarse subordinadamente a la globalización neoliberal, pasa por la división y la neutralización militar de ese país. Lo cual es propio de mentes calenturientas. La presión contra Moscú no ha hecho otra cosa que determinar a sus dirigentes a reforzar la sociedad con China. Ahora bien, la única manera de impedir la consolidación del bloque euroasiático, que hará imposible el proyecto globalizador asimétrico, es el fomento de la subversión interna en Rusia y la gestación de provocaciones que eventualmente pueden llevar a la guerra.
Es una línea de acción absolutamente irresponsable, pero se ve facilitada por el hecho de que la opinión pública en Europa no está plenamente al tanto de estas tensiones. Envuelta en una desinformación favorecida por la niebla mediática, no les presta atención o las ignora. Vive fijada en las atrocidades del terrorismo islámico, pero sin preguntarse nada acerca de cuál es su causa; y sin comprender que los ataques que sufre y las oleadas inmigratorias que la inundan son las esquirlas del horror desatado por Estados Unidos en medio oriente.
Recuperar una visión geopolítica que no esté subordinada a la de superpotencia allende el Atlántico y recordar el papel que jugaron líderes como De Gaulle o Konrad Adenauer para reconstruirla después de la catástrofe de la segunda guerra mundial, ayudaría mucho al viejo mundo en este trámite.
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[i] Edición en inglés: Spiegel on line international.