El bicentenario de la declaración de Tucumán que sancionó la independencia de estas tierras respecto de España y de “cualquier otra dominación extranjera”, sorprende al país en una situación que está en las antípodas de la voluntad que en ese momento implicó aquella proclamación. También cabe detectar una enorme diferencia entre este momento y el vivido durante el del bicentenario del 25 de mayo, en 2010, cuando el país celebró la fecha en una atmósfera que era todavía festiva y esperanzada. Sin desconocer las falencias que tenía el gobierno de aquel entonces, al menos no podía sospechárselo de practicar una política que, como la actual, se entronca con la corriente más negativa de la historia argentina.
Desde el comienzo de nuestra vida como entidad nacional diferenciada, en efecto, dos líneas maestras han recorrido nuestra historia: la que miró hacia el país como un organismo movido por una voluntad de soberanía y se preocupó de los derechos del pueblo llano, y la que lo evaluó como un territorio dependiente, inexorablemente “abierto al mundo”, proponiéndose arreglarlo según los criterios intereses limitados y egoístas de la élite que fue y sigue siendo nuestro segmento económico predominante y que siempre funcionó en estrecha simbiosis con un imperio extranjero.
La primera corriente se encarnó en los intelectuales jacobinos que, como Moreno, Castelli o Monteagudo, se habían formado en la universidad de Chuquisaca, donde se conjugaba la percepción del continente profundo con las ideas de la Ilustración recibidas de Europa; o en figuras como las de Belgrano y San Martín, que si bien habían estudiado en España o se habían formado en el servicio de las armas de la corona española, estaban movilizadas por la corriente del pensamiento liberal y democrático de la Revolución Francesa, que desde París irradiaba a España y al resto de Europa. Incluso cuando este mensaje revolucionario se trasladó en la punta de las bayonetas del ejército de quien en apariencia parecía llamado a negarlo, Napoleón Bonaparte, este de hecho no hizo más que militarizar el esfuerzo dirigido a demoler a las decadentes monarquías del viejo mundo.
La segunda corriente a que aludimos fue expresión de la burguesía comercial porteña, gestada al calor del tráfico de manufacturas importadas y del contrabando, y pronto entroncada con los intereses de la campaña donde pastoreaba el ganado.
En 1816 el país hervía al calor de una guerra civil en la cual la oposición entre la Ciudad-Puerto que fungía de cinta transportadora del interés británico, y las Provincias que defendían sus artesanías y sus relativas autonomías, era el principal componente. Era un instante de peligro sumo, cuando la derrota de Napoleón en Waterloo un año antes había reforzado el absolutismo fernandino y dado a las operaciones represivas contra la revolución suramericana un vuelo que presagiaba lo peor.
En estas circunstancias se reúne el Congreso de Tucumán, trabajado por las discordias civiles hasta el punto de que las provincias del Litoral estuvieron ausentes y la participación de Córdoba fue vacilante, pues todas se asociaban al proyecto de José Gervasio de Artigas, que resistía el unitarismo porteño y proponía una democracia federal. En cambio estuvieron presentes representantes de provincias altoperuanas que hoy integran Bolivia, como Charcas, Mizque, La Plata y Cochabamba, lo que viene a reforzar la evidencia de que el proceso independentista nacido en 1810 miraba mucho más allá de las fronteras establecidas posteriormente, al conjuro del interés británico y de las apetencias de las oligarquías locales. En este sentido el congreso de Tucumán fue un momento de breve epifanía, que consintió, bajo la presión de San Martín, la cobertura de Güemes y el fugaz compromiso de la burguesía comercial porteña asustada por la amenaza de una restauración absolutista, obtener una resolución que disipaba las dudas respecto de la voluntad de las Provincias Unidas de la América del Sur en el sentido de constituirse en una entidad independiente de España, de Europa y de la América del Norte. Fue un acuerdo pasajero, pero que permitió consolidar la defensa del norte y el paso de la cordillera por San Martín, dando al proceso independentista su plena proyección americana.
Hoy las contradicciones que en aquella época se expresaban en una guerra civil, entrecortada por treguas, que se prolongó hasta 1880, se verifican en un plano menos ríspido y socialmente mucho más complejo, pero no dejan de estar presentes. La disputa entre una concepción industrialista y otra que “se abre al mundo” sin tomar en cuenta la geopolítica regional(1); la preocupación o, por el contrario, el relegamiento de los intereses populares en aras del favorecimiento a los sectores económicos concentrados, están a la orden del día y suponen una prolongación de la escisión o “grieta” que ha caracterizado a nuestra historia desde su inicio. Esperemos que nunca volvamos a repetir sus capítulos más trágicos, que sin embargo se manifestaron de forma recurrente hasta hace apenas poco más de tres décadas atrás.
Feliz Día de la Patria, pese a todo. .
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1) De la vigencia de esta última dan prueba la ausencia de mandatarios latinoamericanos en el festejo de la Independencia (con la excepción del vicepresidente boliviano) y la presencia del rey emérito de España, don Juan Carlos, a quién cabría preguntarle qué diablos se le ha perdido aquí si no fuera porque su aparición pone de relieve el deseo del actual gobierno en el sentido de restablecer, cueste lo que cueste, nuestra dependencia respecto al sistema global de negocios.