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13
JUN
2016
La epidemia sangrienta que asuela a Estados Unidos no es sino la expresión de la violencia que esa sociedad segrega por todos los poros y que se ejerce hacia afuera y hacia adentro de ella.

El pasado sábado por la noche un individuo entró en un boliche gay en la ciudad de Orlando en Florida, Estados Unidos, y empezó a disparar un arma automática, hasta que fue abatido por la policía. Balance provisorio, 50 muertos y 53 heridos, muchos de los cuales están en grave estado. De inmediato cundieron las versiones: el asaltante fue definido como homofóbico, desequilibrado y militante del ISIS. La organización fundamentalista no dudó un momento en apropiarse del atentado, cosa que conviene a su propósito de erigirse en el espantajo terrorista de occidente. El asesino se dice que antes de perpetrar la matanza se reivindicó como perteneciente al ISIS en un mail dirigido al FBI, y que reinvindicó tal pertenencia al abrir fuego. Lo más probable es que el pistolero no haya tenido ningún vínculo orgánico con el califato, pero este es uno de los problema que plantea el terrorismo erigido en función religiosa: cualquier chiflado puede decirse investido de una misión y dar rienda suelta a quien sabe qué pulsión homicida justificándola con el manto de una “causa”.

El pretexto usado para rotular esta abominable matanza no tiene mayor importancia, en realidad. Es el caldo de cultivo en el cual fermentan estas perversiones lo que cuenta. Estados Unidos, definido por muchos como arquetipo de la democracia, consagrado por su propia propaganda como expresivo de una excepcionalidad que le conferiría el derecho a intervenir, castigar y ordenar el mundo de acuerdo a su presunta misión, es en realidad el responsable del desvarío asesino que lo carcome, que se expresa en la epidemia de matanzas que lo recorre y al que difunde con la globalización, la injerencia sistemática en asuntos ajenos y un propósito hegemónico que ya no disimula.

Es verdad, es el capitalismo en crisis incapaz de resolver los problemas que su propio desarrollo ha provocado, lo que motoriza la conflictividad creciente de un mundo en apariencia sin salidas; pero es también el molde cultural donde se ha encarnado más profundamente y donde ha sido llevado hasta sus extremas consecuencias lo que agrava las tensiones de esta etapa. Ese molde es la sociedad norteamericana, con su mezcla de puritanismo percudido por la hipocresía, agresividad, violencia, segregacionismo racial y una expansión territorial y económica insaciable.

No quiero exagerar, pero parece evidente que Estados Unidos es una sociedad muy enferma. Una gran proporción de sus habitantes se niega a ver lo evidente, se encierra en sí misma y se baña en la autocomplacencia, mientras que otra retrograda rápidamente en su nivel de vida. La proporción de adictos al consumo de drogas excede todos los parámetros mundiales, hasta hacer de Estados Unidos el primer mercado para un narcotráfico que su gobierno no se cansa de denunciar, pero al que combate sólo de fronteras afuera, en una operación típica del doble discurso de su política exterior: lo usa como un pretexto para la intervención en tierras extranjeras mientras sostiene la patología social que convierte a su país en el imán para el tráfico.

Los más lúcidos exponentes de la intelectualidad norteamericana denuncian este estado de cosas, ponen bajo la luz el carácter oligárquico y plutocrático de su sistema de partidos y de la economía, pero hasta ahora estas señalizaciones no parecen encontrar una arquitectura política en la cual encarnarse. Por el contrario, la próxima confrontación electoral por la presidencia pone en escena a dos exponentes inquietantes respecto al futuro. Uno es la proyección de lo peor del sistema de partidos, Hillary Clinton. La ex primera dama y ex secretaria de Estado representa las tendencias más duras del neoconservadurismo que se ha adueñado del aparato del partido demócrata. El otro, Donald Trump, es una incógnita explosiva. Dice representar el anti-establishment, pero lo hace sin disimular sus vertientes racistas y no parece estar lo bastante en sus cabales como para convertirse en el portador del maletín con las claves para desencadenar un ataque nuclear.

Si venimos de vivir la “era de los extremos” como calificó Eric Hobsbawm al siglo XX, es posible que debamos definir al siglo XXI como la “era de las catástrofes”, así sea de una catástrofe mayor y tal vez definitiva, o más probablemente la de una serie ininterrumpida de desastres cotidianos, que pueden ir desde las guerras convencionales hasta las matanzas indiscriminadas en colegios, espacios públicos o locales nocturnos, tal y como nos enseña la sociedad norteamericana en estos momentos. Y entre estas catástrofes tal vez no quepa excluir la que hoy nos afecta: la brutal inversión del modelo económico por el cual Argentina está pasando y que nos está arrojando en brazos del modelo social menos recomendable que pergeña el presente.

 

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