Las series y miniseries políticas se han convertido en uno de los ámbitos más atrapantes de la ficción norteamericana. Pero en algunos casos la ficción empalidece al lado de la realidad. “House of cards” y “Homeland” hasta cierto punto pecan por defecto en relación a lo que acontece en el mundo de la política real. En el caso de “House of cards”, sus personajes, en particular la pareja central, son retorcidos e insanablemente ambiciosos, pero si uno echa un vistazo a la actual campaña electoral en Estados Unidos y a la malignidad hipócrita de una política exterior que sobreabunda en declaraciones impregnadas de moralina y en actos concretos cuya brutalidad contrasta con el desparpajo de las mentiras que los acompañan, el gran guiñol de esta serie no termina de llenar el ámbito de lo real. Seguramente porque los límites de lo racional son continuamente violados por el espíritu predatorio de la maquinaria del sistema que muele al mundo todos los días. Y del cual las series mismas son proyección por la imagen que de este en ellas se fabrica.
El valor de “House of cards”, sin embargo, es evidente. Sus atributos técnicos son innegables y la destreza y el savoir faire artístico con que se los maneja suscitan admiración. El tratamiento de la fotografía y la música es admirable. En especial en la introducción que abre cada capítulo. De alguna manera resume la atmósfera que preside la serie, que no se agota en la descripción de las intrigas palaciegas, sino que establece de manera implícita una conexión entre ellas y la historia de los Estados Unidos: con el vínculo congelado que existe entre los personajes que deambulan en un escenario frío, y una presencia imperial que se transmite a través del decorado monumental de la ciudad de Washington. La aceleración en el decurso de las imágenes, la nocturnidad o bien la luz crepuscular que las envuelve, y el magistral comentario musical que las ilustra, dan una sensación de espacialidad y de fatalidad que recuerda al verso clásico: “Sicut nubes, quasi naves, velut umbra...” (como las nubes, como las naves, como la sombra…). Lo que sigue a esta introducción admonitoria sobre el paso y la vanidad del tiempo es un relato atrapante, cuyos principales personajes –magníficamente interpretados por Kevin Spacey y Robin Wright- se enredan en un nudo de víboras.
Pero del interés que despierta “House of Cards” participan otros productos que, desde otros ángulos, han invadido el mundo de la ficción política estadounidense. Hollywood siempre fue un espejo deformado de la realidad norteamericana, pero en su misma deformación cabe buscar las claves de la evolución de una sociedad cuyos dirigentes hoy por hoy se erigen en el peligro mayor que amenaza a la humanidad. Estos dirigentes son expresivos de la edad senil del capitalismo, cuya imposibilidad de mantener el ritmo de crecimiento de la renta en el ámbito de una economía productiva, los ha ido inclinando cada vez más hacia una financiarización de la misma. Junto a la revolución que produce el avance tecnológico, esto implica la destrucción de puestos de trabajo y la concentración del dinero en poquísimas manos. Cuando los neoliberales dicen que les duele y les preocupa la disminución del empleo mienten sin empacho. Lo que quieren es una masa de subempleados y de países y clases vasallos que les permita seguir engordando su renta sin posibilidad alguna de poner a su privilegio en entredicho. Y para eso necesitan militarizar el planeta y controlar la totalidad de sus recursos naturales. El capitalismo ha llegado al fin del camino: solo puede destruir, autodestruirse y arrastrarnos en su ruina si no surge una alternativa que lo reemplace o lo corrija. Este nudo gordiano de la política mundial es lo que subyace en las tramas y tragedias que nos describen las películas y las series políticas norteamericanas, que acercan al espectador el panorama de un mundo cruel, donde la ferocidad, la frialdad, la avaricia y la tortura tienen carta de identidad. Pero ese nudo, ese problema de fondo, no es explicado nunca.
“Homeland”
En la serie “Homeland” esta combinación de desvelamiento aparente y de disimulación es usada con gran habilidad. Hay diálogos y momentos de gran eficacia y que, de pronto, contrariando la demonización del villano al que hay que negar identidad –para el caso los terroristas musulmanes- les dan la palabra y llegan a presentarlos como seres humanos y hasta a explicar el mecanismo psicológico que para ellos justifica sus acciones. Con prudente audacia se invierten los términos de la prueba para mostrar que un servicio de inteligencia puede facilitar el camino para un nuevo 11/S al revés. Se demuestra que un servicio de inteligencia puede facilitar el camino para un atentado equiparable al de las torres gemelas, pero, eso sí, a la inversa. En la quinta temporada se ve a Carrie Mathison desarticulando un complot del SVR (ex KGB) para gasear a través de ISIS al subterráneo de Berlín, provocando una masacre que fuerce a la OTAN a aliarse a los rusos para acabar con los jihadistas en medio oriente El parecido entre este mecanismo y el que se suele argüir existió acerca de la creación de una “zona liberada” por la CIA para que actuasen los terroristas del 11 de septiembre, es perceptible para quien conozca un poco el paño. Como se sabe, ese atentado soltó la mano de Washington para llevar adelante su proyecto de control global. Pero lo esencial del problema es escamoteado siempre. Esto es, que los terroristas Al Qaeda, Al Nusra o ISIS- son fabricados por el sistema que los fomenta y los aplasta a la vez.
En rigor de verdad, estos productos televisivos sirven para naturalizar el sentimiento de que la infamia es el atributo normal del ser humano y que sólo unos pocos –los representantes del excepcionalismo estadounidense- son capaces de dominarlos… relativamente. Se refuerza así, en el público, un sentimiento de impotencia en cuanto a la posibilidad de cambiar así sea en parte a la realidad. Ello debe llevarnos a la admisión de que esa realidad se reproducirá a sí misma hasta el infinito, incansablemente. Con lo cual el apotegma del “final de la historia” estará satisfecho y todos habremos de resignarnos a vivir en el infierno.
La aceptación del cinismo
Esta naturalización del cinismo es característica de “Homeland”, que ya ha cumplido cinco temporadas y que describe los vericuetos administrativos, los mecanismos ejecutivos y la tortuosa percepción que del mundo tienen los integrantes de la CIA. Digamos que la ambigüedad moral acompaña al espionaje como la sombra al cuerpo en todas partes, pero uno piensa que cuando el cine o la televisión se sumergen en la descripción de las profundidades de la infamia no deberían hacerlo identificándose con los personajes que la ostentan. Sin embargo, esto es lo que ocurre en “Homeland”. Aunque un espectador dotado de capacidad crítica puede tomar distancia de esos perfiles y cuestionarlos, las herramientas del relato y la eficacia de las interpretaciones hacen a estos agentes tipos tortuosamente seductores. Incluso hay momentos en que insinúan revelaciones devastadoras. Como cuando Carrie pone el dedo en la llaga al decir que “sólo hay decisiones equivocadas” y que “nada bueno puede haber en este maldito mundo que hemos creado para nosotros mismos”. Pero no se pasa de allí. Nadie intenta desarrollar esta afirmación pertinente hasta su lógica consecuencia, que es la denuncia del sistema que la engendra. Por el contrario, la destrucción continúa, librada a su propia dinámica, y los personajes siguen enrollados en un círculo vicioso del que no quieren salir porque, sospechamos, el motivo generoso que pudo determinarlos a escoger esa profesión, rápidamente ha sido absorbido por la naturaleza de esa práctica y porque, al hundirse en ella, lo que están haciendo es liberar, dentro de un marco administrativo que las protege, las facetas sádicas y perversas de su propia personalidad.
Aquí podríamos toparnos con el viejo problema de lo que es éticamente admisible o no en el arte. Pero, ¿esto es arte? Este producto industrial construido con gran eficacia, ¿está animado en algún lugar por la chispa de una inspiración genuina, es decir sincera, o se trata de una mercancía inficionada por la ideología de la derecha conservadora? Nuestra opinión es de que se trata más bien de lo segundo, pero esto no quita el valor de testimonio sociológico que la serie tiene, en la medida en que desvela los mecanismos de la extorsión, el crimen y la tortura (física y psicológica) a que son sometidos los sujetos que caen en manos de la organización, incluso cuando pertenecen a la organización misma.
Los límites del relato
Con todo, desde el punto de vista de la técnica del relato, hay que preguntarse si a esta altura de las cosas las dos series televisivas nombradas, sin dejar de ostentar las cualidades explícita o implícitamente testimoniales de la visión del mundo que las impregna, no están necesitando un final. El problema del género serial es que de alguna manera sus productos pueden quedar presos de su propio éxito. En algún momento hay que poner un punto final, de lo contrario los personajes terminarán por hacerse demasiado previsibles y, por ende, aburridos. Y en el caso de “Homeland” el final de la quinta temporada no debería dejar espacio para una sexta, pero lo deja.
Hay que reconocer la eficacia dramática de la historia y sobre todo su hábil manejo del suspenso. Se dice de las artes narrativas que uno los atributos que le son indispensables es la capacidad para suspender el sentido de la realidad del espectador o lector remitiéndolo a una realidad distinta, que se basta a sí misma mientras dura el relato. Es preciso admitir la solvencia con que se arma la trama y lo atrapante que resulta el perfil de algunos personajes, muy bien transmitidos por actores de gran oficio. En “Homeland” Claire Danes –en especial en las primeras temporadas, cuando su personaje todavía no se ha gastado de tanto verlo- logra un retrato impresionante en su composición de Carrie, una mujer bipolar que oculta su condición y que es una de las agentes más importantes de la CIA. En ella y en la solvencia de otras interpretaciones (la de Mandy Matikin y Damian Lewis, en particular) se sustenta la credibilidad dramática de la serie.
Sin embargo, a poco que se la mire con algo de distancia y con un criterio objetivo, se ponen en evidencia sus falencias, tanto en el campo argumental como en el de su orientación política. La historia del marine que vuelve a casa después de ocho años de cautiverio en manos de los jihadistas con el cerebro lavado y convertido en una bomba de tiempo para fraguar atentados contra Estados Unidos, es de una inverosimilitud que sería ridícula si no estuviera tan bien sustentada por el guión y la interpretación. Ahora bien, esto, como diría Hitchcock, es “Macguffin”, es decir, el pretexto para montar la bomba de relojería del suspenso. Sobre esa base de partida frágil, los guionistas, directores y actores de “Homeland” generan un mundo propio. Pero que este mundo en definitiva sirve para justificar la política exterior de Estados Unidos, presentando la comisión de crímenes de guerra como expedientes necesarios para combatir crímenes aun no cometidos, pero que se prejuzgan peores, es un dato sobre el que tampoco hay duda.
Así pues, por mucho que les pese a los admiradores de Hitchcock (entre los que me cuento), hay que admitir que, en ocasiones, el “Macguffin” tiene más peso que el que le confería el director de “Vértigo” y que por lo tanto no puede ser definido como indiferente o políticamente neutral. La relevancia de muchos productos de la industria cultural no puede entonces referirse tan sólo a su calidad como entretenimiento, sino también a la importancia que ellos confieren a los rasgos más paranoicos del sistema que nos domina.