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12
MAY
2016
Dilma.
Dilma.
El golpe parlamentario en Brasil ha pegado en el espinazo de la experiencia integradora que nació en Latinoamérica al conjuro de los movimientos llamados populistas. Si lo ha quebrado todavía está por verse.

El Congreso brasileño acaba de decretar el impeachment o juicio político contra la presidenta Dilma Rousseff, suspendiéndola en sus funciones hasta que el trámite se resuelva. En el ínterin ha asumido el poder Michel Temer, el vicepresidente, un exponente del PMDB, el Partido del Movimiento Democrático Brasileño, una formación centrista que mira a la derecha y que dispone del mayor entramado político en el país, haciendo de este dato la clave de su influencia al utilizar su situación como expediente para comerciar su respaldo al poder de turno y arreglar sus propios negocios.

Las sutilezas de la política brasileña se nos escapan, pero es más que evidente que la destitución de Dilma Rousseff es parte de la ofensiva que el imperialismo y el establishment oligárquico, financiero y empresarial a él ligado, están llevando a tambor batiente contra los movimientos que, en el albor del siglo, parecieron inaugurar una etapa nueva en la historia latinoamericana.

Es obvio que las fuerzas de la reacción en América latina conservan todo su poderío, articulado ahora a través de expedientes modernos y más acordes a la naturaleza de los tiempos que los golpes militares instrumentados hasta poco atrás, sin que por esto las soluciones de fuerza bruta vayan a ser desestimadas si la ocasión lo requiere. Pero de momento la conjunción de fuerzas reaccionarias se encuentra a sus anchas en un frente conspirativo articulado entre la corporación judicial, la corporación política, las ONG y la prensa oligopólica, esta última constituida en una especie de estado mayor de una conspiración que busca saturar, intoxicar y entontecer a la opinión de clase media y media baja con un torrente de noticias, interpretaciones distorsionadas o extemporáneas, hasta paralizar su capacidad de reacción o direccionarla en un sentido contrario a sus intereses.

Que la presidenta de Brasil, una mujer a la que ni siquiera sus enemigos se animan a tacharla de corrupta, sea destituida sin una causa sólida que lo justifique, es un “atropello a la razón” digno del tango de Discépolo. Agravado por el hecho de que la mayoría de los que enjuician a la presidenta en la cámara de diputados y el senado, según los describe Eric Nepomuceno en "Rebelión" y lo reconoce incluso el “New York Times”, son una manga de vividores e ignorantes, representantes no de sus electores sino de los grandes negocios estaduales y transnacionales.

Por ningún lado se ve un motivo de peso para proceder a la destitución. No hay un “delito de responsabilidad” que es el que fija la constitución para comenzar el proceso. La acusación central contra Rousseff en el Congreso es que violó normas fiscales, maquillando el déficit del presupuesto. Incluso de ser cierto, el hecho no pasaría de representar una infracción administrativa que, según la opinión de los juristas más reconocidos de Brasil, no amerita una decisión tan importante como la tomada.

Pero de lo que se trata no es de ser justos, sino de proveer de una excusa formal al “golpe blando” que se ha dado. Ahora bien, los golpes blandos no necesariamente son menos feroces que los golpes “duros”. Temer (nombre simbólico si los hay, y frente al cual nuestro Julio Cobos queda reducido a las proporciones de un niño de pecho), tiene en su carpeta la puesta en práctica de un ajuste que mirará a recortar las prestaciones sociales y fortalecer el papel del bloque empresarial y financiero. Temer, que no dispone del menor reconocimiento público y sobre el que pesan varias causas judiciales (extraño garante este de la integridad ética del nuevo gobierno) ha anunciado ya como su ministro de Hacienda a un empinado representante de la banca: Henrique Meirelles, el financista que estuvo al frente del Banco Central durante el gobierno de Lula da Silva y cuyo fervor neoliberal tropezó con el límite que le marcaron las políticas sociales de ese gobierno. Ahora podrá consagrarse sin obstáculos a sus afanes. Conste que no digo “afanos”.

La presencia de este personaje en el sector más sensible del poder ya en la época de Lula dice mucho de los límites que tuvo la experiencia popular en Brasil. No incomodar más allá de cierto punto a los mercados ha sido una preocupación que gravó con fuerza a las gestiones de Lula y Dilma, como también lo hizo, en otro plano y en distinta medida, con los gobiernos kirchneristas en Argentina. Aquí se procedió con algo más de bambolla y adoptando algunas líneas de acción que incidieron en la periferia del sistema, pero de la retórica del modelo a sus realizaciones prácticas medió un largo trecho. De otra manera no se explicaría cómo, en apenas cuatro meses, el neoliberalismo haya desmontado la mayor parte de esos avances.

Ofensiva frontal

Estamos frente a una ofensiva frontal, que viene volteando muñecos con una facilidad pasmosa en un lapso cuya brevedad pocos preveían. Ante esto enojarse por la insuficiente resistencia o el autosabotaje que algunas fuerzas que se presume progresistas han practicado contra sí mismas, no alcanza y sirve de poco. Podemos sentir bronca a propósito de cómo se rifó en Argentina la posibilidad de un triunfo electoral en aras al personalismo de la ex presidenta y a la cortedad de miras del entorno que la reverenciaba o aparentaba hacerlo; pero la cuestión, aquí como en Brasil o en Venezuela –otro cliente para el mazazo que se encuentra en lista de espera-, es la necesidad de encontrar caminos para contrarrestar la ofensiva del sistema. Entre ellos, amén de la necesidad de realizar un autoexamen de los errores cometidos, se cuenta la de dar forma a un programa de coincidencias básicas entre las fuerzas que aspiran a la ruptura del sistema y que pase por la decisión de implantar las reformas fiscales, los seguros de exportación y las reformas estructurales que la economía requiere para desengancharse al menos parcialmente de la situación de dependencia financiera en que los países de la región se encuentran. De esta configuración se desprenderá asimismo la calificación de las fuerzas que habremos de enfrentar. Hay una cháchara blandengue a propósito de la democracia a partir de la cual se habría de suponer que todos somos iguales y que simplemente hay que ser tolerantes hacia quienes piensan diferente para tocar con la mano la puerta de los cielos, pero esto es un error o algo peor que un error: es una concesión para no encarar la realidad. Para romper la configuración dependiente de un país o una región y avanzar hacia aguas abiertas es menester saber que existen fuerzas que se han opuesto y se opondrán sistemáticamente a ello. Es decir, que más que pensar en rivales hay que pensar en enemigos; pero no, por cierto, entre quienes mastican el discurso único y se lo tragan y en última instancia son sus víctimas, sino en la esfera de los organismos que se mantienen en segunda línea, que controlan el juego económico y cuyos personeros son los exponentes más fríos y decididos del sistema. Esa es la perspectiva, por otra parte, con que esas fuerzas consideran a quienes intentan recortar un poco sus privilegios en aras del bien común.

La corporación mediática es la punta de lanza del sistema y, a la altura en que están las cosas, representa el primer objetivo a combatir y el único que, desde el llano, podría encontrarse dentro de nuestro rango de tiro. La necesidad de contar con una comunicación eficaz, que no sea arrasada o aplastada por la predominancia de los grandes medios, es clave para la prosecución de cualquier emprendimiento liberador en América latina. El juego de las redes sociales, los grupos de discusión o foros digitales son instancias apreciables, pero ofrecen un campo infinito para la dispersión de la pavada, cuando no la de la provocación, o bien suelen centrarse en discusiones autorreferenciadas que a menudo aburren o irritan a quienes se acercan a ellas. Hay que encontrar una estructura comunicacional que sirva a la construcción de un proyecto político de veras democrático. Pero la comunicación plural y abierta no se podrá alcanzar si no existe una norma constitucional que impida la formación de concentraciones monopólicas capaces de sepultar o hacer de lado a los medios que no disponen del fondeo económico de sus rivales. Para esto, como señala Hugo Muleiro[i], “es necesario que un instrumento como lo fue la Ley de Comunicaciones Audiovisuales, ascienda a la Constitución. Es decir, demanda una reforma de la Carta Magna. Eso es necesario para erigir un dispositivo que evite que los conglomerados mediáticos coaccionen a los gobiernos, erosionen su legitimidad, los derrumben censurando las noticias que los favorecen y sobre expongan o inventen hechos que los perjudican, al tiempo que someten a buena parte del sistema judicial a sus intereses”.

Los poderes legislativos no pasan por su mejor momento, ni en Brasil ni en Argentina. Pero aquí todavía existe, en el parlamento, una diversidad de fuerzas que podrían, si son capaces de conjuntar sus esfuerzos en torno a un manojo de prioridades básicas, erigirse en un elemento capaz de contrabatir al menos en parte el envite del sistema. Si a ello se suma la presión de un movimiento obrero liderado por un sindicalismo que pueda ver más allá de una perspectiva gremial y sea capaz de discernir entre aliados posibles o imposibles, la batalla no tendría por qué ser tan desesperada. Brasil y Argentina son dos potencialidades reales. No puede ser que sus intentos por dotarse de un perfil nacional firme fracasen una y otra vez por la interferencia o la agresión externa combinada con el sabotaje interno. Es hora de barajar y dar de nuevo.

 

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[i] Hugo Muleiro: “La lección brasileña”, La Tecla@ Eñe.

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