En alguna ocasión me han reprochado el excesivo interés que esta página prestaría a la política internacional y en especial a la influencia que Estados Unidos ejerce en ella. Hay quienes preferirían verla aún más vinculada al acontecer argentino y latinoamericano de lo que lo está. Mi respuesta es que no se puede dejar de tener en cuenta el escenario en el cual nos movemos y que excede largamente no sólo a la Argentina sino también al subcontinente. Desde luego, nuestra visión del mundo debe surgir de nosotros mismos, tal como lo indicaba don Arturo Jauretche cuando señalaba que lo nacional es lo universal, visto desde aquí. Esto es válido para todas las épocas: no se puede tener una idea de qué es lo que nos conviene si no se está en condiciones de establecer cuadros comparativos y de comprender la forma en que los grandes actores mundiales se desenvuelven. Y esta necesidad se vincula también a un esfuerzo por comprender las raíces culturales y sociales que mueven la psicología profunda de los pueblos.
Estados Unidos es, nos guste o no, el factor determinante del mundo de hoy. No importa que se encuentre en relativa decadencia o que su poder sea cuestionado por la emergencia de nuevos estados; sigue siendo el elemento que impulsa una dinámica política y económica en la que se expresan las coordenadas de un modelo capitalista en crisis y de la pretensión hegemónica que anida en su centro.
La bibliografía sobre Estados Unidos es cuantiosa. Pero no son muchas las obras que intenten una visión abarcadora de su historia desde un prisma que no suscriba los lugares comunes sobre ellos o que no los exalten como paradigma de la democracia, cualesquiera sean los componentes que contradigan a ese calificativo. Uno de ellas fue “La otra historia de Estados Unidos” (“Una historia del pueblo de Estados Unidos: de 1492 al presente”, en el original inglés), de Howard Zinn[i], y otra, más reciente, la “Historia no oficial de Estados Unidos” (“La historia no contada de Estados Unidos”, en el original), de Oliver Stone y Peter Kuznik[ii], de fresca aparición. Es a este libro sobre todo al que queremos referirnos ahora.[iii]
Ambas obras pretenden abrir una perspectiva diferente sobre Estados Unidos. Están dirigidas en especial al público norteamericano, que es el que más necesitado está de clarificaciones respecto a su propio ser, por intelectuales también norteamericanos. La segunda de las obras citadas es fruto de la colaboración entre el guionista y director cinematográfico Oliver Stone y el historiador Peter Kuznick, director del Instituto de Investigaciones Nucleares de la American University de Washington. Tiene la particularidad de que, al contrario de lo que sucede normalmente, no es un libro que haya servido de base a la serie documental que firma Stone y que entre nosotros no ha sido exhibida aún[iv], sino que resulta un emergente de esta; una manera de dotar de mayor amplitud y detalle a lo expresado en el filme y que, en razón de las exigencias de condensación y ritmo que plantea el relato cinematográfico, carece de una construcción más amplia y detallada.
El libro se concentra sobre todo en los años que van de la segunda guerra mundial hasta el presente. Más que una exposición sistemática de la madeja de intereses y determinaciones económicas y sociales que han configurado a la historia de Estados Unidos en estos años, la obra brinda un relato pormenorizado de los episodios que los han ido enhebrando. Pero esta es también es una forma de palpar los factores profundos que los informan: lo que se cuenta, lo que se da por sentado y lo que reflejan las actitudes de los protagonistas de los hechos que se narran, son datos reveladores de una psiquis social y del tramado de factores que juegan para que las cosas sean como son. Hay una especie de ingenuidad perversa en el accionar de los actores y coreutas del drama que relatan Stone y Kuznick que nos informa sobre la arrogancia y la suficiencia que anida en el corazón de una vasta masa de gente y que son lo que explica la manera desaforada en que sus dirigentes pueden encaminar los acontecimientos mundiales sin tener que dar explicaciones. Apenas en una oportunidad –durante los últimos años de la intervención en Vietnam- los jóvenes se sublevaron y dieron al traste con una agresión que había desolado ese rincón del mundo. Sólo una creencia muy arraigada en la excelencia de la nación norteamericana y una absorción en el propio ego puede explicar la crasa incapacidad de la opinión para ver lo que está pasando como consecuencia de los actos de sus gobernantes. Y conste que en este caso no se trata de delitos de lesa humanidad cometidos entre bastidores, como fue el genocidio de los judíos europeos por Hitler, durante un conflicto mundial que pudo nublar la conciencia de los alemanes acerca de las propias atrocidades y tornarlos indiferentes a ellas, sino de procedimientos de exterminio explícito o silente que se dan en el marco de la normalidad cotidiana, a través de los bloqueos, los embargos, los bombardeos, la intervención militar directa o los asesinatos teledirigidos, sin que la nación que comete esos actos esté sometida al estrés de una lucha a vida o muerte.
La relación de estos hechos y la exposición de los perfiles de los hombres de estado que han estado o están a cargo de los controles de la superpotencia, constituye el meollo de este libro. Y al leerlo nos vamos interiorizando acerca de la forma en que personajes ubicados en la cúspide del mundo y que tienen en sus manos la potestad de desatar la catástrofe nuclear o ponernos a dos pasos de ella, actúan en los momentos críticos. La ligereza, la ignorancia, el pánico a veces, pueden dominarlos, en el caso de los máximos responsables; y la disposición a jugar fríamente con las mayores apuestas suele ser el patrimonio de los consejeros y los “think tank” que son los que en última instancia diseñan los patrones estratégicos de la política exterior. La práctica de un racionalismo abstracto y el placer de reducir las relaciones internacionales a una especie de partida de ajedrez, que se detecta en este estrato, resulta escalofriante si se la combina con el pragmatismo rudimentario de los políticos, aunque a veces fue este pragmatismo –y un sano instinto de supervivencia- lo que les permitió salvar en el último minuto al mundo de la catástrofe.
Fue el caso de Jack Kennedy, por ejemplo, que evolucionó desde un anticomunismo visceral (tanto él como su hermano Robert respaldaron Joe McCarthy en la caza de brujas que este senador montó en la década de 1950) a una actitud muchísimo más ponderada y prudente después de la crisis de los misiles en Cuba, en 1962. Tras palpar la posibilidad de un holocausto nuclear inminente como consecuencia de una estrategia de la tensión llevada al extremo (de la cual él mismo era uno de los responsables), Kennedy tomó distancia de los grupos extremistas del complejo militar-industrial y esbozó un gesto de aproximación a la URSS que consistió en acordar con Khruschev un camino para llegar a la reducción del arsenal nuclear de ambas potencias. Por otro lado, expresó en el seno del gabinete su deseo de comenzar la retirada de Vietnam, donde Estados Unidos estaba involucrado todavía a una escala reducida. Ambas iniciativas iban en sentido contrario a lo buscado por los halcones y tal vez hayan tenido mucho que ver con su asesinato en noviembre de 1963. El caso fue que, después de la muerte de Kennedy, los partidarios de la guerra coparon el escenario y metieron al país en un berenjenal del que iba a salir diez años más tarde con su prestigio hecho jirones.
Eisenhower, que antes que Kennedy también había cedido a las presiones del complejo militar-industrial y fue responsable de su crecimiento desmedido, expresó en su discurso de despedida su preocupación ante el gigantismo que había cobrado el mismo. Él fue, en realidad, quien primero acuñó esa denominación. Incluso el mismo Ronald Reagan, un mandatario de escasas luces y de una ignorancia monumental, percibió el riesgo de las conductas alocadas de los think tank extremistas y de sus proyecciones en el gobierno cuando cayó en la cuenta de que la política de instalación de los misiles Pershing de mediano alcance en territorio europeo, había asustado a los soviéticos hasta el extremo de hacerles poner el dedo en el gatillo, en septiembre-octubre de 1983.
Desde entonces para acá la mediocridad de los dirigentes norteamericanos no ha hecho sino exacerbarse, complicándose aún más por el favorable desenlace que para ellos tuvo la guerra fría. Los geoestrategas del sistema dieron rienda suelta a sus ambiciones más desmedidas y diseñaron, sobre el papel, un mundo cortado a la medida de sus ideas. El Pentágono (a veces con cierta renuencia) y el Departamento de Estado dieron una dimensión práctica a esas elucubraciones a partir del 11 de septiembre de 2001. Las guerras en la ex Yugoslavia, los conflictos y golpes de estado en Afganistán, Irak, Libia, Siria, el continuo respaldo a Israel en su política de ocupación y represión contra los palestinos, la búsqueda de un contralor total de medio oriente, los golpes de mano en Georgia y Ucrania, la guerra virtual de los controladores de los drones, que matan a 14 mil kilómetros de distancia sin riesgo alguno para sus personas; la imposición de pactos de libre comercio en los países de América latina y Europa, la reedición de las políticas neoliberales más crudas en los primeros y su implementación descarnada en los segundos, que hasta ahora se habían visto relativamente a salvo de sus rasgos más radicales; las políticas de “contención” de China y Rusia que en realidad representan una presión cada vez menos encubierta para quebrarlas y reducirlas a la impotencia, se abren en un abanico pesadillesco. Sólo la insensatez y un mesianismo perverso pueden sustentarlas. El lavado de cerebros, el fomento de una imbecilidad tecnológica de una juventud extraviada en el cielo cibernético sin amarre ideológico alguno; y el reclutamiento de los elementos más corruptos de los países intervenidos por la diplomacia o el ejército de Estados Unidos, nos ponen ante un escenario en el cual hoy es más necesario que nunca recuperar el conocimiento y la comprensión de la historia para poder enfrentarse a la aplastante noción de fatalidad a la cual esos procedimientos nos inducen. El libro de Stone y Kuznick es un valioso instrumento para empezar a hacerlo.
[i] Siglo veintiuno editores, México 1999.
[ii] Editorial El Ateneo, Buenos Aires 2015).
[iii] Desde luego son muchísimos los intelectuales norteamericanos que tienen perspectivas muy críticas de la historia estadounidense, como Noam Chomsky o Immanuel Wallerstein, entre otros, pero sus trabajos no han intentado todavía, que yo sepa, elaborar una memoria general de la historia de su país.
[iv] Algunos de sus capítulos, sin embargo, pueden ser visionados on line.