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05
MAR
2016
El resistible ascenso de Donald Trump.
El resistible ascenso de Donald Trump.
Vientos turbulentos soplan sobre la oligarquía política norteamericana. Alguno de ellos apesta, pero parecen ser signos premonitores de un cambio.

En una nota publicada el 20 de agosto del año pasado trajimos a colación al precandidato republicano Donald Trump para referirnos a la incidencia que en la política norteamericana ha tenido la aparición de figuras que escapan al perfil típico de los aspirantes a la presidencia en los dos partidos que se reparten el ejercicio del poder en la superpotencia y que conforman, en fin de cuentas, la oligarquía política que conduce a la nación norteamericana. En colusión, por supuesto, con el entramado de intereses financieros y empresarios al que en última instancia expresan. Por ese entonces vaticinábamos que pese a la forma impetuosa en que había irrumpido, Trump no llegaría lejos.

Hay que reconocer que la trayectoria del magnate inmobiliario desde entonces hasta ahora ha progresado a un ritmo que desdice ese pronóstico. Al punto que está generando pánico en la cúspide del Great Old Party y un regocijo atemperado por cierta inquietud en las filas del partido demócrata. Los demócratas, en efecto, por un lado estiman que un candidato republicano connotado por las resonancias racistas de sus proposiciones, su reaccionarismo en materia de seguridad social y su simplismo patriotero en materia de política exterior quedará desprestigiado ante la mayor parte del electorado, en especial entre las gravitantes minorías negra e hispana; pero por otra parte temen -sienten en la piel- que el discurso demagógico pero hábil de Trump pega justo en el lugar donde más duele: el hartazgo que gran parte de la opinión tiene respecto de la “corrección política” y de la hipocresía del establishment. En una sociedad propensa al simplismo y cautiva de una cultura popular centrada sobre sí misma, el discurso agresivo y bombástico de Trump puede halagar a una gran parte de una presunta “mayoría silenciosa” que se siente amenazada en su estatus social y cree a pies juntillas la cháchara sobre el individualismo, la excepcionalidad y la generosidad de la nación norteamericana; y abomina su supuesto retroceso y “humillación”, que atribuyen a la blandenguería de sus dirigentes y a los despóticos poderes extranjeros que tienen la insolencia de desafiarla.

Con todo, parecería que la eventual consagración de Trump como candidato a presidente del partido republicano pondría a los republicanos ante una casi segura derrota frente a Hillary Clinton. Esto desespera al establishment del partido, porque desacreditaría el papel que este desempeña como uno de los polos de la estabilidad del sistema. No es de extrañar entonces que Mitt Romney y John McCain, los dos últimos candidatos republicanos a la presidencia, hayan salido con los botines de punta a desautorizar al actual pretendiente al mando supremo. Romney llamó a Trump falso, fraudulento, irresponsable, racista y misógino nada menos, y McCain se solidarizó con su punto de vista. Romney no ahorró tampoco otros calificativos: deshonesto, tramposo e inelegible, e insinuó la posibilidad de abrir una nueva competencia partidaria para la designación de los candidatos. Pero, frente a un adversario de las características de Trump, a esas críticas les puede pasar lo que dice el refrán, que “las lanzas se vuelven cañas”. Romney es, en efecto, la cara del establishment republicano y también, junto a la de McCain, la de dos sucesivas derrotas de su partido frente a Barack Obama.

La respuesta de Trump no se hizo esperar y, como era de prever, le refregó a Romney por el rostro ese antecedente y volvió a blandir la carta fuerte que tiene frente a su electorado: el presunto retroceso norteamericano en relación al avance de otras potencias, poniéndolo en conexión también con el deterioro de la situación social y económica. La retórica simplista del “buenismo” norteamericano que pone en peligro a la nación frente a una imaginaria amenaza externa le da rédito todavía frente su clientela. No le importa ser contradictorio: por un lado dice que las guerras en Afganistán y en Irak son un desastre y por otro insiste en la necesidad de frenar la expansión de la influencia china en el sudeste asiático de la manera dura y de fortalecer aún más la panoplia norteamericana; en cuyo sostenimiento el país gasta, sin embargo, lo mismo que en armamento invierten todas las otras potencias juntas.

Ahora bien, ¿es Trump tan bestia como su discurso lo sugiere? ¿O simplemente toca la cuerda de una demagogia que resulta efectiva para captar a un electorado disconforme, ignorante y presto a entregarse a cualquier evaluación simplista que halague su ego? Es imposible saberlo, sobre todo cuando, junto a sus dislates a propósito del muro que hará construir a México para impedir la inmigración ilegal a EE.UU. y al tono insultante en que se refiera a los musulmanes, tiene apreciaciones muy respetuosas para con Vladimir Putin y para con su estatura de estadista.

Lo único cierto es que su emergencia tiene no pocos puntos de contacto con la de Silvio Berlusconi y tiende a definir cierto tipo de liderazgo que parece forjarse en el éxito empresario combinado con una gran capacidad de comunicación mediática. Ronald Reagan había sidode alguna manera un precedente de esto, pero en el caso de Trump su llegada aparece muy ligada también al éxito de su espectáculo televisivo “The Apprentice”, un extraño reality show que reúne de 16 a 18 empresarios que compiten por 250.000 dólares y un contrato para dirigir una de las empresas de Donald Trump. A lo largo de las temporadas los participantes del concurso viven en un penthouse, lo cual permite establecer relaciones amistosas entre los miembros del grupo. En la temporada sexta, sin embargo, los equipos están separados, el equipo ganador vive en una mansión y el perdedor vive en una tienda de campaña ubicada en el patio trasero de esta. En algún momento el equipo perdedor debe hacer frente a una reunión a fin de determinar quiénes deben ser eliminados del proyecto (esto es, del reality) por su fracaso, tarea que corresponde al mismo Donald Trump, quién tiene la potestad de decidir quién o quiénes serán expulsados mediante la atronadora sentencia: “You are fired!” (¡está despedido!).[i]

Se trata de una especie de condensación del implacable (y ficticio) lema caro a los norteamericanos y que divide al mundo en “winners” y “losers” (ganadores y perdedores) y que representa la expresión condensada de la implacable lógica del capitalismo –salvaje o no- que opera por encima de las razones de la sensibilidad humana para instalarnos en el plano de una competencia darwinista por el poder, al que se identifica con la capacidad para ser eficaz en la tarea de tener éxito, sin importar las cabezas que haya que aplastar por el camino.

La asunción por Trump de esta tesitura no hace sino blanquear un sentimiento que profesa la opinión vulgar (no sólo norteamericana) y que sus adversarios comparten de forma más o menos hipócrita. Es por esto quizá que el magnate tiene tanto éxito. Dice lo que piensa sin cuidarse de las convenciones. El problema consiste en saber si mantendría esta franqueza brutal en el caso de una eventual presidencia, cosa que podría complicar mucho las cosas en un escenario internacional ya por demás tenso, o si ella persistiría tan sólo como un dato pintoresco. No sólo el establishment político sino también los altos mandos de las fuerzas armadas estarían muy preocupados por el aura de imprevisibilidad que rodea a la figura de Trump.

De momento, sin embargo, la irrupción de Trump es importante sobre todo por lo que significa como exteriorización de un disconformismo popular frente a la clase política. Descontento que puede traducirse también en una apatía frente a la política, con todos los riesgos que esto implica. El dato que está aquí, sin embargo, es el de un rechazo que, por primera vez, parecería estar determinado no por una indiferencia frente a la política –que hace que apenas la mitad del electorado norteamericano concurra a las urnas- sino a una presencia activa de la gente en una campaña de ribetes inquietantes, que amenaza la tranquilidad con que hasta ahora se han manejado las dos grandes corporaciones políticas de Estados Unidos. Porque no es sólo el fenómeno Trump al que hay que tener cuenta, sino también el representado por Bernie Sanders, un demócrata que expresa las más respetables cualidades del radicalismo liberal norteamericano y que desde la izquierda inquieta al liderazgo de Hillary Clinton en las primarias. Sanders por cierto no parece que vaya a constituirse en una amenaza para Hillary equiparable a la que significa Trump para el liderato republicano, pero ha provocado un fuerte remolino en las filas del partido demócrata y ha movilizado a muchos jóvenes, en lo que parece constituir un mensaje dirigido no sólo hacia el establishment sino hacia las estructuras del poder oligárquico enquistado en la cúspide del imperio. Salvando las distancias, es un hecho que no se registraba en la política estadounidense desde los años de las revueltas estudiantiles contra la guerra de Vietnam.

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[i] Datos del programa tomados de Wikipedia. 

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