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13
AGO
2008

Georgia o el final de la posguerra fría

Para una opinión pública desinformada, el conflicto entre Rusia y Georgia producido en estos días contiene las claves para comprender el actual punto de inflexión que se está produciendo en la política mundial.

No hay motivos para engañarse. Estamos asistiendo por estos días al retorno a la época en que las superpotencias se miraban con desconfianza por encima del Telón de Acero. Rusia ha alzado la cabeza, después del trauma que le significó el hundimiento de la URSS. Y Estados Unidos debería ser inducido a tomar conciencia acerca de cuántos y cuan gigantescos son los peligros en que expondrá a sí mismo y al mundo si sigue con la pretensión de explotar en forma inmoderada los márgenes que le dio su victoria en ese conflicto. Sus aliados principales, los países de la Unión Europea, deberían también extraer las conclusiones que cabe deducir del brusco calentamiento de la situación en el Cáucaso. La eficiente respuesta militar rusa a la agresión georgiana contra Osetia del Sur es una raya en el suelo. Es un límite puesto al hasta ahora incesante despliegue de agresividad occidental posterior a la caída de la Unión Soviética.

Agosto es un mes de malos augurios. En 1914 vio el estallido de la primera guerra mundial, y en 1939 asistió a la acumulación de nubes que desencadenaron la tormenta de la segunda apenas un día después de que expirase su término. Por el momento es improbable que una cosa semejante suceda, pero los datos que configuraron al primero de esos dos acontecimientos están todos presentes hoy. Con la diferencia de que, de producirse ese tipo de desenlace, lo que se avizora hoy no son las trincheras ni los campos de concentración, sino el holocausto nuclear.

El principal responsable de esta situación es Estados Unidos. Y si las cosas se agravan no será sino por la prosecución del curso de acción no sólo provocativo sino amenazante que la Organización del Tratado del Atlántico Norte (Otan) ha tomado frente a la ex Unión Soviética. Lejos de evaluar el cuadro de situación que se ofreció en 1992 como una ocasión para establecer vínculos con el antiguo enemigo ideológico, Washington decidió aprovechar la debilidad pasajera de este para empujar las fronteras hacia el Este, para recortar el poder ruso de sus tradicionales esferas de influencia, el Cáucaso y el Asia central, y hasta para fomentar el divisionismo del antiguo Imperio (tanto el zarista como el soviético) arrancándole una de sus partes esenciales, Ucrania, y pretender atraer a esta (como ya se lo ha hecho con Polonia y la República Checa, con Bulgaria, Lituania, Estonia, Rumania, Eslovaquia, Eslovenia, Croacia y Albania) al marco de una Otan ampliada, cuyo crecimiento coincide de manera manifiesta con el trueque de su carácter en principio defensivo a otro claramente ofensivo. La aspiración de Georgia en el sentido de adquirir el mismo estatus atlántico, pronunciado después de la “revolución naranja” que puso en el poder a Mijail Saakashvili, aunado al anunciado despliegue de una cortina de misiles antimisiles norteamericanos en Polonia y la República Checa, colmaron la paciencia rusa.

Una oportunidad perdida

En vez de aprovechar la disolución del Pacto de Varsovia, que ligaba militarmente a los países del Este que configuraban el glacis defensivo de la ex URSS, para propulsar una simétrica y sistemática disolución de la Otan, se ha hecho todo lo contrario y se ha empujado al gigante ruso contra las cuerdas. Y aunque los gobernantes moscovitas hayan estado interesados en un arreglo perdurable con Occidente, la letra de los hechos no les ha demostrado de parte de este otra cosa que una hostilidad apenas disimulada por las bellas palabras. En esa perspectiva, Rusia habría de acomodarse como sea a los planes de la globalización anglonorteamericana, o atenerse a las consecuencias.

Sin embargo, desde que la policía política (fuente tradicional de poder en Rusia y espina dorsal de un Estado que siempre ha requerido de una mano de hierro para salvarse del atraso y las tendencias centrífugas) se hizo con el poder a través de Vladimir Putin, empezaron a verificarse cambios notables. El alejamiento, del círculo áulico, de la neoburguesía mafiosa que había prosperado bajo Boris Yeltsin, fue el síntoma de un acelerado rearme militar y diplomático, y de una concentración del poder económico en torno del Estado. La formación del grupo de Shangai, que reúne a varios países en una suerte de comunidad económico-militar y de la cual China, Rusia y la India son los pilares, ha creado un polo de poder en evolución que involucra a la “isla mundial”; el factor decisivo, según el geopolítico británico Halford Mackinder, de las relaciones de poder en el planeta: “Quien domina Europa Oriental controla el corazón continental; quien controla el corazón continental controla la isla mundial; quien domina la isla mundial controla al mundo”.

En la época de la guerra fría esta evaluación estaba ponderada por componentes ideológicos que se supone exhibían dos representaciones diferentes de las relaciones sociales, entre las cuales se infiltraba una suerte de aspiración a la armonía universal. En el presente contemplamos tan sólo al componente brutal de la ecuación original, que dibuja un escenario de confrontaciones determinado tan sólo por la voluntad de poder y por el instinto de supervivencia de unos Estados frente a los otros.

En este tablero la política norteamericana respecto de su viejo rival de la guerra fría sólo puede definirse como irresponsable y criminal. En el conflicto georgiano, en la conducta de Washington en el Medio Oriente y el Asia central y en el despliegue antimisilístico previsto en Polonia y la República Checa, estos rasgos afloran de manera irrecusable. En Georgia se combinan muchos de estos elementos. Tras instalar a Saakashvili en el gobierno por medio de una de esas “revoluciones naranja” orquestadas por la CIA en base a explotar las diferencias étnicas y los nacionalismos de campanario, la cooperación militar hacia ese país se agigantó. Tanto Estados Unidos como Israel dotaron al régimen de Tiflis con un nutrido armamento de última generación. El Pentágono proveyó al ejército georgiano con ayuda militar y entrenamiento, y lo mismo, de manera aun más conspicua, hizo Israel, que asimismo proveyó, a estar por las mismas fuentes de inteligencia israelíes, cientos de consejeros militares abocados a dotar al ejército georgiano de know how en materia de comando y de tácticas de combate aéreo y blindado. A ello se añadió la abierta invitación de Condoleezza Rice al gobierno georgiano para que se sume a la Otan.

Geopolítica del petróleo y primacía nuclear

Ahora bien, el interés norteamericano e israelí por Georgia no se funda sólo en la posibilidad de hincar una espina en el talón ruso. Está presente la geopolítica del petróleo, que pone a ese país a horcajadas del oleoducto Bakú-Tiflis-Ceyhan que lleva el gas y el crudo del Mar Caspio al Mediterráneo. Quienquiera domine el área puede obturar el flujo de esa provisión estratégica. Pero, para garantizarse contra esa posibilidad, Occidente, más que hostilizar a Rusia, debería más bien prepararse a cooperar con esta. No es así, sin embargo, y el aliento a las ínfulas georgianas respecto de la región, olvidando los complicados pero arraigados lazos que la han unido a Rusia (¿hará falta recordar que José Stalin era georgiano?) han empujado la situación a un nivel crítico que se hará difícil superar.

Porque se tiene toda la impresión de que el frustrado ataque georgiano contra Osetia del Sur se va a constituir (si no cambian las coordenadas de la política exterior de Washington) en la primera batalla de una guerra por interpósita persona que remedará los peores aspectos de la guerra fría. Pese a que el público, desconcertado por un discurso mediático que aborda todo menos la raíz de los problemas cruciales, no termina de darse cuenta, estamos asistiendo al final de una etapa cuyas oportunidades para fundar un orden mundial más o menos razonable, fueron desechadas por un imperialismo incapaz de moderar sus apetitos.

En esta insensata carrera se columbra un tema de discordia inmediato y de carácter muy peligroso. La Otan, haciendo caso omiso de las advertencias del Kremlin respecto de su rechazo a la instalación de bases misilítisticas norteamericanas en Polonia y la República Checa –destinadas, dice Washington, a prevenir un eventual e improbable ataque proveniente desde el Medio Oriente contra Europa occidental- parece estar llevando adelante los preparativos para tal instalación. Los teorizadores de la guerra nuclear pueden explicar muy bien el trasfondo de la trama que existe en tal ecuación “defensiva”. Desde el punto de vista de la “Primacía nuclear”, doctrina que presume poder obtener la victoria en una lucha de tales características, es esencial disponer de un sistema antimisiles que sea operacional a corta distancia del territorio del enemigo. La existencia de ese sistema puede disminuir dramáticamente la capacidad de contraataque del rival, si se decide asaltarlo primero.

Disparatada como es, tal es la política de todos los gobiernos norteamericanos posteriores al hundimiento de la URSS, política precisada y reforzada después de los episodios del 11 de Septiembre del 2001, que sirvieron de pretexto a Washington para desplegar todas las presunciones que consiente un concepto tan amplio y tan flou como es el de la “guerra preventiva”.

El potencial explosivo de estas líneas de acción nos ha devuelto, como decíamos al principio, a una situación parecida a la de 1914, cuando cualquier episodio podía gatillar una conflagración de carácter general. Uno diría que la magnitud del desastre que subyace a la posibilidad de que se produzca un episodio del género, debería refrenar a quienes lo fogonean. Hasta aquí no se percibe nada de esto, y es por ello que la fulminante respuesta rusa al ataque georgiano contra Osetia del Sur contiene un mensaje que va mucho más allá del problema circunstancial que la ha promovido. Rusia no está interesada en arrollar a Georgia, sino en marcar el terreno y dar a entender que no está dispuesta a tolerar ulteriores provocaciones. Bueno sería que las potencias de Occidente tomasen en cuenta este dato, antes de proseguir con el despliegue del escudo misilístico, que podría, habida cuenta de la reacción rusa en el episodio georgiano, generar un casus belli de magnitud mucho mayor.

La cuestión, sin embargo, pasa también por saber cuáles son las intenciones de Washington, en el fondo. ¿Desea la Otan utilizar este tipo de provocaciones a fin de gatillar un conflicto aun mayor, presionando a Rusia para que se involucre en guerras regionales, a fin de debilitarla y favorecer las posibilidades occidentales en “el Gran Juego” en torno de las reservas energéticas y la significación geoestratégica del Asia central? Es sabida la influencia que las grandes corporaciones petroleras tienen en el actual gobierno norteamericano. ¿Se estará tratando de condicionar al futuro gobierno de Barack Obama para que no se aparte de las líneas de fuerza trazadas por la actual administración?

Es difícil que la loca aventura de Mijail Saakashvili para apoderarse de Osetia del Sur haya tenido lugar sin al menos una luz verde de parte de Washington, o al menos de sus servicios de inteligencia. Todo lo cual pone a este reinicio de la guerra fría en una proyección no menos, sino quizá más peligrosa que la primera.

1]El primero y más sangriento ejemplo de esa voluntad disociadora fue el estallido de la ex Yugoslavia.

(Fuentes recomendadas para ampliar la información contenida en este artículo: Asia Times, F.W. Engdahl, Global Research y The New York Times)

 

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