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09
FEB
2016

Claves para un mundo en trance

Fugitivos sirios cruzando la frontera turca.
Fugitivos sirios cruzando la frontera turca.
Reflexionar sobre la complejidad de mundo actual es una forma de defensa ante el caos que avanza. Tal vez sea poco, pero es mejor que nada.

Tras la caída de la Unión Soviética, todas las ideologías hicieron implosión. No es que gozaran de buena salud, pues las diferencias entre sus enunciaciones abstractas y sus resultados prácticos a lo largo del siglo XX habían sido de una profundidad abisal, pero mal que bien subsistían como referentes, como indicaciones cada vez más vagas del rumbo a tomar. La deflación del comunismo barrió con todas las ilusiones y el mundo se encontró reivindicando las virtudes del pragmatismo crudo y desnudo, del cual siempre fueron adalides los anglosajones y que parecía encontrar en su casi ininterrumpido éxito una validación indiscutible. Como se ha visto en años recientes, este pragmatismo no sirve a la hora de disminuir los sufrimientos del mundo, más bien al contrario, los aumenta; pero, como no es ese su propósito, nadie le puede reprochar nada en el sentido de ser incoherente respecto de su razón de ser.

La falta de metas ideológicas claras produce una angustia indecible entre quienes perciben sensiblemente la corriente de las cosas. Un sentido del mundo es indispensable a la hora de organizar la realidad y la propia existencia. La iglesia católica –y las religiones en general-suministran a quienes son susceptibles a su mística un principio de orden que les consiente armarse ideológica, psicológica y moralmente frente a la realidad.  Ese credo es muy puesto a prueba cuando la desgracia castiga a quien lo profesa, pero puede seguir siendo una agarradera a la cual aferrarse en la corriente. Por otra parte, resulta inútil para aportar consuelo a quienes no se reconocen en él. Si estos últimos son incapaces de pensar  un sistema superior que les permita formarse una idea del mundo, el nihilismo, la desorientación, un materialismo corto de miras, la estupidez y la anomia los amenazan, con el posible resultado de terminar transformándolos en un rebaño que vaga y se mueve a ciegas en la dirección en la cual los vectores mediáticos del sistema imperante lo dirigen.

La necesidad de encontrar una brújula es percibida por un hijo del proceso soviético, bien que alejado hoy de sus premisas ideológicas. Vladimir Putin, que es a su modo también un pragmático, ha sabido siempre –tal vez por la matriz de la cual ha salido- que es indispensable disponer de un principio ordenador para  seguir viviendo, no sólo en el orden personal sino también en el social e histórico. En unas declaraciones recientes publicadas por “Russia beyond headlines”, tomadas del discurso del presidente ruso en el encuentro del Club de Líderes, una asociación de empresarios procedentes de 40 regiones de Rusia, Putin dijo que “la única idea posible para unificar Rusia es el patriotismo. No tenemos otra idea nacional más allá del patriotismo y no puede haber otra, pues la idea del patriotismo no está ideologizada o asociada con el trabajo de un partido o de cualquier estructura social… Para implantar la conciencia del patriotismo como una idea nacional, necesitamos hablar de ello constantemente, en todos los niveles”.

Lo que no explica ni puede explicar el presidente ruso es que si el nacionalismo puede ser un aglutinante defensivo para los pueblos que se encuentran sometidos a la agresión imperialista, en una gran potencia no puede ser otra cosa que la expresión de una voluntad de poder que va a colisionar con la voluntad de poder de otras entidades del mismo volumen. Y con el nivel de degradación del capitalismo realmente existente que, lejos de paliar sus crisis, tiende a exacerbarla huyendo siempre hacia adelante, esta ecuación no puede arreglar mucho. Salvo brindar a las potencias medias y a los países subdesarrollados la posibilidad de sacar alguna ventaja balanceándose entre los polos de poder…

Una década atrás Putin sostenía que la idea nacional para Rusia debía ser “la competencia”. Es evidente que Putin, que no se arrepiente de su pasado comunista sino que, por el contrario, lo acepta aunque lo critique[i], es un pragmático en busca de brújula. La realidad indica que la asociación con las potencias occidentales, que impregnó a la dirigencia rusa después de 1992, era una ilusión tonta o una falacia corrupta, y que los “socios”, como aún se empeña en denominarlos el Kremlin, bajo la dirección de Estados unidos son unos enemigos irreconciliables y su meta es la neutralización (o eventual destrucción) de Rusia como potencia de primer nivel. Putin reaccionó a esto emprendiendo una política de rearme y de modernización  tecnológica de las fuerzas armadas que han propuesto nuevamente a su país como una potencia militar de primer nivel, a la vez que recuperaba la sustancia nacional de la experiencia soviética puesta de manifiesto en la “gran guerra patria” contra el nazismo. La respuesta de occidente a esto fue el golpe de estado orquestado por la CIA en Ucrania, las sanciones económicas y el dumping en el precio del petróleo que, si bien depende de causas complejas, tiene una funcionalidad política muy precisa para Estados Unidos pues empuja a su enemigo estratégico al desbalance económico: el presupuesto ruso depende básicamente de las exportaciones petroleras.

Esta agresión se complica con el desfachatado ataque de la OTAN a Siria, con los horrores de la guerra civil allí, en Irak y en otras partes, con la aparición del califato islámico y con la traslación del eje del dinamismo estadounidense a la región Asia-Pacífico, con el claro objetivo contener a China -la potencia emergente que se ha convertido objetivamente en el enemigo nro. 1 para la globalización patrocinada por Occidente. Todo esto abre la puerta a un escenario de confrontaciones y a un aluvión migratorio que no tiene parangón desde los tiempos de la segunda guerra mundial y que contiene en su seno la semilla de una conflagración mil veces más grave.

Riesgos de la estrategia del caos

Una de las cosas que más contribuye a hacer peligrosa y volátil la situación actual es precisamente la falta de un principio ordenador, la falta de una brújula en los dirigentes políticos. En especial en los dirigentes del capitalismo occidental, que es sin duda el sector que tiene la sartén por el mango. Asistimos a un sinfín de guerras sucias, trasplante de poblaciones, provocaciones, terrorismo, embargos; y al estímulo de las diferencias étnicas y religiosas para provocar la mayor desarticulación posible de los estados nacionales que no están lo suficientemente consolidados, hechos todos velados por una neblina de mentiras y que parecen obedecer no tanto a un patrón concertado por las autoridades como a una improvisación que a veces deja a los jefes de Estado patinando en el aire, como es el caso de Barack Obama en sus idas y venidas a propósito de Siria, Afganistán, Irán y el Isis.

Hasta hace unas décadas los jefes de gobierno, aunque tuvieran un nivel ostensiblemente inferior a los grandes líderes que pilotearon el curso de los asuntos mundiales durante o inmediatamente después de la segunda guerra mundial, podían todavía controlar el accionar de los grupos de presión que se movían en su entorno. Kennedy fue determinante para frenar a los halcones en ocasión de la crisis de los misiles cubanos, y Reagan alcanzó a parar el deslizamiento hacia el abismo durante la crisis menos conocida pero aún más grave verificada a finales de 1983, cuando el despliegue de los misiles de alcance medio Pershing en Europa en Europa causó pánico en la dirigencia soviética. Ese temor fue lo que disparó el cohete del caza ruso que derribó al avión de la Korean Airlines al largo de la isla de Sakhalin, con la pérdida de 269 vidas, en septiembre de ese año, y llegó a su punto álgido en noviembre, cuando el alto mando ruso supuso que las maniobras de la OTAN en Alemania era una cortina de humo para desencadenar un ataque directo contra la URSS. Cuando Reagan y su gabinete detectaron el nivel de peligrosidad que había alcanzado la situación revivieron las conversaciones para el desarme y desinflaron la crisis.

En cambio la incidencia de los principales gobiernos en el curso que siguen las cosas hoy está menos clara, al menos entre las potencias occidentales, pues Putin y el partido comunista chino al menos parecen sostener las riendas con mano firme. Por el contrario la CIA, el MI6, el Mossad, la DGSE francesa, la National Security Agency y toda una galaxia de servicios de inteligencia y de asesores que se mueven entre las sombras, a veces toman decisiones ejecutivas puenteando a los jefes políticos de la administración nacional. ¿Qué explicación puede darse a este fenómeno?

Tal vez haya que buscar más de una. La primera es el alejamiento de la masa del pueblo de una política que es una y la misma en todas partes. Esa distancia de la política y de las decisiones que se producen a partir de ella, convierte a los jefes de estado en marionetas voluntarias de aparatos electorales y económicos que escapan a su influencia y debilitan su autoridad frente al entramado de los servicios y el Pentágono.[ii] Otra es el carácter descentrado y caótico de la economía financierizada, que desafía todo control interno y se encuentra en condiciones de montar cualquier conjura burocrática. En razón de su carácter proteiforme, infinitamente variable y huidizo, sin ataduras precisas en ningún estado, los grupos económicos están provistos también con el escudo de la anonimidad, que equivale a la impunidad. Ahora bien, también en razón de esa naturaleza irresponsable no sólo reacciones resultan imprevisibles sino que asimismo son susceptibles de producir movimientos desatinados y eventualmente hasta autodestructivos.

Esta conjunción de factores torna muy peligroso al presente. La emergencia de China, el todavía vacilante renacimiento de Rusia y el crecimiento de la India plantean un escenario donde la lucha por el dominio global –meta a la que sucesivamente han aspirado las principales potencias de occidente- empieza a verse cuestionada, justo cuando, después del derrumbe de la URSS, parecía estar al alcance de la mano.

Nos encontramos a las puertas de un trastrocamiento de época que, en cierto sentido, puede parecerse a la brusca mutación de los siglos XV, XVI, XVII y XIX, cuando Europa conquistó el mundo. Solo que esta vez a la inversa: no es ya el occidente el que avanza sobre oriente, sino este el que comienza a hacer retroceder a occidente. Las analogías históricas, se sabe, son materia resbaladiza y, por lo general, pueden engañar más de lo que pueden enseñar. Sin embargo, es evidente que en el siglo XVI la agresividad de la burguesía mercantil europea tomó fuera de balance a sociedades más refinadas y hasta tecnológicamente muy avanzadas para su tiempo, como era la china, que no tenían idea de la avalancha que se les venía encima. En consecuencia, por ceguera, por corrupción o por inmovilismo, en vez de enfrentar o emular al agresor externo prefirieron el aislamiento, con el resultado de que a la vuelta del tiempo se encontraron sometidas al saqueo a que las sometieron los “bárbaros” blancos. Es decir, del capitalismo en su fase más crudamente imperialista. Ahora bien, si evitamos los pronósticos y nos limitamos a comparar la dimensión geoestratégica del cambio, no parece haber mayor duda de que nos encontramos frente a un fenómeno parecido, sólo que al revés.

La diferencia está en que Occidente y el capitalismo en su modalidad actual, no están en disposición de ceder amablemente la primacía y ni siquiera de aceptar una multipolaridad de poderes en el mundo, sino que más bien tienden a reforzar la apuesta en pos de la hegemonía. El tiempo corre en contra de los países de la conjunción atlántica y debe haber quienes, entre los think tank y los grupos de presión de Washington, opinen que hay que terminar con la amenaza antes de que esta sea insuperable. Ya en otra ocasión[iii] expresé que la  dupla chino-rusa, si se consolida, es el gran obstáculo y que la explicación de la hostilidad de Washington contra Moscú se entiende mejor si se considera que Rusia representa de algún modo el brazo mejor armado de la dupla, mientras que China es el gigante económico que compite en el mercado mundial. Terminar con Rusia o neutralizarla, significaría quitarle una pata al bípode y provocar su caída. El resto sería coser y cantar. O, al menos, eso es lo que algunos suponen.

La realidad nos pone frente a la evidencia de que el mundo nuevamente se encuentra en una fase de antagonismos que tiende a potenciarse a sí misma. El nacionalismo como principio conductor que lo organice arriesga convertirse, en el caso de las grandes potencias, en un disparador más que en un freno de la tensión.

No así en la miríada de países que tienen que hacer frente a la brutalidad imperialista, que necesitan desesperadamente de ese instrumento para defenderse. Su situación, sin embargo, es muy complicada. Un revival de la ideología socialista en países como Rusia y China podría ir en su socorro. Pero es difícil que tal cosa ocurra, al menos por ahora.

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[i] En una ocasión dijo que nunca rompió el carnet del partido, que lo tiene todavía y que debe estar perdido entre sus papeles…

[ii] A este estado de cosas hay que atribuir la popularidad y  proliferación de tendencias y figuras como el Tea Party, Donald Trump o Ted Cruz. Sus manifestaciones detonantes contra los mexicanos, musulmanes y su racismo antinegro aparentan poner en riesgo el equilibrio del sistema, pero lo que hacen es revolver el trasfondo más reaccionario y necio de la opinión, lo que los torna repelentes, por lo que cabe suponer que serán utilizables o reciclables por el régimen cuando haga falta. O descartados, si se ponen demasiado molestos.

[iii] “USA, China, Rusia, un trípode de patas frágiles”, del 08.09.15. 

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