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19
ENE
2016
¿Argentina es un país sin historia? Qué más quisieran algunos.

La decisión del gobierno de crear nuevos billetes en los cuales los personajes de nuestra historia serán reemplazados por la fauna y los paisajes de distintas zonas del país se ha prestado ya a numerosos chistes. Pero hay un rasgo preocupante y triste en el episodio: en ese escamoteo está representado el deseo –tal vez solo a medias consciente- de reducir a la anomia la ya problemática conciencia que los argentinos tenemos de nosotros mismos. Es como si asistiéramos a la representación simbólica de la aniquilación de nuestra identidad que siempre ha interesado a las fuerzas que moldearon la distorsionada configuración del país: ya que los argentinos no logramos la resolución dialéctica de la contradicción que nos devora, aprovechemos para suprimir las rispideces que en la conciencia popular existen entre personajes como Sarmiento y Rosas, Mitre, Roca y Evita, reemplazándolos por imágenes neutras. Pero suprimir la contradicción sin resolverla equivale a destruir la vida.

El equipo de gerentes que hoy nos gobierna está acostumbrado a las prácticas expeditivas. Puesto que las figuras de los próceres son objeto de discusiones sin fin y como con seguridad cualquier inserción de nuevos personajes en la moneda iba a suscitar más polémicas, ha decidido cortar por lo sano y evitarse problemas. Que los animales reemplacen a los seres humanos y listo. La Argentina será representada como un territorio virgen, sin agro ni industrias; sin barcos, aviones ni satélites y, sobre todo, sin los individuos que, para bien o para mal, pusieron manos a la obra para dar forma a este país imperfecto que tenemos.

El intento difícilmente funcione, pero puede producir una considerable pérdida de tiempo y dinero, si después esos billetes son reemplazados por otros. Y el problema de fondo seguirá existiendo. Esto es, la agria disputa entre la escuela oficial y la escuela revisionista de la historia argentina. De la cual ha venido a dar cuenta la resolución del gobierno en el sentido de cerrar el Instituto Dorrego, dedicado al estudio de nuestra historia desde el punto de vista revisionista, con el argumento de que la historia debe ser abordada con criterio objetivo. Pero ¿acaso la historia oficial que se imparte o se impartía en los colegios obedece a ese criterio?

Los argentinos no nos entendemos. El primer paso para resolver este intríngulis es aceptar que estamos divididos dentro de nosotros mismos. De un modo u otro, una contradicción nos atraviesa. Nos formaron en una escuela donde se recitaba una aguada historia oficial. De grandes descubrimos que la verdad era más compleja. Que la fábula de héroes y villanos no era tan simple como parecía, que la realidad no se resolvía en la antinomia y que a veces los primeros podían ser reemplazados por los segundos, aunque ello comportase a veces el riesgo de caer en un nuevo reduccionismo, cuando este procedimiento se ejercía con una mentalidad rígida.

La indagación del pasado irradia por supuesto sobre el presente; esto es lo que constituye su interés y el dato que aviva la polémica. Entre nosotros esa inquisición es esencial e inevitablemente problemática. Pues, al revés de las naciones y culturas desarrolladas, que más allá de sus luchas internas entre sus clases sociales han arribado a una coincidencia espontánea acerca de lo que es ser francés, alemán o chino, aquí el problema se plantea en torno de dos maneras de dar forma al país, cada una de las cuales reivindica el derecho a la primacía.

La que ha tenido más fortuna en el plano de la concreción práctica ha sido la que suele ser denominada como unitaria, conservadora, liberal y neoliberal y que se conecta con el apotegma sarmientino sobre civilización y barbarie. Se asienta en el sobreentendido de que el país profundo es inferior racialmente a las estirpes europeas y se articula en una configuración geopolítica que estima que el país debe ser dependiente, subordinado a las reglas del imperio o imperios de turno. Su triunfo, sin embargo, se fundó en el exterminio de las resistencias interiores durante el siglo XIX y en el derrocamiento o la supresión por la fuerza bruta de los gobiernos populares que prolongaron a aquellas durante el siglo XX. Esto es, el radicalismo irigoyenista y el justicialismo de Perón.

Este esfuerzo por sofocar la espontaneidad de la sociedad argentina que una y otra vez perfora la lápida de mármol de la historia oficial y de los regímenes atados al viejo modelo, se refleja en la reciente disposición gubernamental que busca acabar con tanta polémica convirtiendo la imagen de la Argentina en un jardín, cuando no en un zoológico. Los billetes de nueva nominación que el anterior presidente del Banco Central Alejandro Vanoli se aprestaba a poner en circulación, llevaban las efigies de Hipólito Irigoyen y Juan Perón en su anverso. Ahora tendremos jaguares, ballenas, horneros y otros ejemplares de la fauna autóctona. No más Sarmientos y Mitres que se llevaban de patadas con Roca, Rosas o Evita, no más proyección de una discusión “ociosa”. Parezcámonos a los países sin historia. Es decir, sin problemas, aunque semejante fenómeno nunca puede ser otra cosa que una entelequia.

No hay nada más fácil que cancelar un problema que proclamando que el problema no existe. Pero la realidad siempre se toma venganza de este tipo de construcciones en el aire.

 

 

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