Es gracioso –o triste, depende del humor en que el observador se encuentre- contemplar la forma en que los temas centrales del mundo actual se soslayan verbalmente , mientras los elementos que los componen se movilizan activamente y precipitan conflictos de dimensiones muy graves, que contienen a su vez, en su meollo, la posibilidad de colisiones mucho peores. Las guerras se definen ahora como “operaciones de paz”. Un doble rasero mide las acciones más devastadoras de los protagonistas de la actualidad mundial como genocidios o “efectos colaterales”, según sea el cristal con que se mire. La imprecisión verbal impregna a todo con calificaciones genéricas y que no definen nada.
Categorías como fascista o terrorista sirven para descalificar cualquier cosa y hasta para efectuar acoples contra natura (islamofascismo, por ejemplo). Todo parece indicar, de parte del universo mediático que controlan las potencias establecidas, una deliberada voluntad de escamotear la realidad de los conflictos que las enfrentan entre sí y asimismo con la parte del mundo que suele denominarse como países emergentes y que de hecho no son sino subdesarrollados. Es la “langue de bois”, o lengua de madera, una expresión francesa que define a la perfección el bla, bla, bla que se nos sirve desde los medios y desde los púlpitos más elevados para relatar la situación mundial.
En estos días se han encendido las luces de alarma en una de las regiones más sensibles del mundo. En el Cáucaso, una guerra abierta involucra a los ejércitos georgiano y ruso a propósito de Osetia del Sur, una región separatista de Georgia, habitada por una población mayoritariamente rusa. Sin embargo, no se hace gran hincapié, hasta el momento, en la complejidad y el riesgo que sus elementos comportan. Occidente insta a los contendientes a cesar el fuego y los rusos replican que están actuando en defensa de la población de Osetia del Sur; pero, en realidad, lo que hay es una disputa doméstica que encubre una confrontación estratégica mucho más vasta.
Los hechos
Hasta donde se ha podido establecer, tropas georgianas avanzaron para hacerse de la región secesionista de Osetia del Sur, un espacio ocupado por una población con prevalencia rusa y que quisiera volver al seno de la madre patria, de la cual fue separada por la sucesión de las disposiciones administrativas del régimen soviético y por la fatalidad que se desprendió de estas una vez producido el derrumbe de la URSS, que llevó a la independencia de muchas porciones del ex Imperio plurinacional.
¿Quién fogoneó la operación del sábado? En principio parecería evidente que la iniciativa fue inspirada por el espíritu aventurero del presidente georgiano Mikhail Shaakasvili, instalado en el gobierno por una de las clásicas “revoluciones naranja” estimuladas por la CIA y que llevaron al poder a figuras proclives al entendimiento con Occidente y renuentes a la asociación con Rusia. En Georgia –zona de gran gravitación geoestratégica por sus recursos petroleros y sobre todo por su posición entre las fuentes del crudo del Asia central y el Mar Negro- el presidente Shaakasvili parece haber estado determinado a actuar por sorpresa aprovechando la distracción que se suponía los Juegos Olímpicos en Pekín estarían causando en la opinión pública internacional, y en el hecho de que tal circunstancia había llevado a China al hombre fuerte del gobierno de Moscú, el primer ministro Vladimir Putin.
¿Pero cabe imaginar que Shaakasvili iba actuar sin alguna señal del aliado y protector norteamericano? La respuesta rusa no se hizo esperar. Incluso se puede suponer que el Kremlin estaba esperando una ocasión de este género para marcar el terreno y enviar una advertencia por elevación a Occidente.
El fondo de la cuestión
Hasta aquí el asunto parece pasar, en el foro de las Naciones Unidas, por acusaciones cruzadas entre la representación rusa y la georgiana en torno del problema puntual de quien inició las hostilidades en Osetia del Sur –esto es, quién disparó primero- mientras no se dice una palabra acera del fondo de la cuestión, que no es otro que el cerco que Estados Unidos viene estableciendo alrededor de su rival en la guerra fría y que, a decir verdad, la Rusia yeltsiniana dejó avanzar hasta extremos que hasta hace unos años hubieran sido increíbles.
La partida de los países del ex glacis soviético en Europa oriental era previsible en 1989 –aunque no su clara e imprudente decantación política y militar hacia Occidente-, pero que la Otan extendiese su garra hasta Ucrania, núcleo de la vieja Rus y parte de un conglomerado cultural que aparecía como un solo bloque al menos desde el siglo XVIII, era cosa inimaginable. En estos mismos momentos, sin embargo, el gobierno de Kiev se está complicando hasta niveles insólitos en la situación que se ha trabado en la región caucásica al anunciar que prohibirá el retorno de los buques rusos a la base de Sebastopol –que comparten ambos países- si estos se involucran en operaciones contra Georgia. Si semejante cosa se verifica, estaríamos rondando un casus belli no ya en una zona periférica –si de periferias se puede hablar en un mundo globalizado- sino de un potencial encontronazo en un área de absoluta significación estratégica.
Es obvio que el ejército ruso quebró el ataque georgiano en forma casi inmediata; lo que queda en duda es si ha de detenerse allí o si se propone dar un corte a la situación invadiendo a Georgia en dos frentes a la vez, el osetio y el de Abjazia, otro diminuto enclave caucásico cruzado por diferencias étnicas y que reproduce más o menos las características del conflicto osetio. Es difícil que el plan ruso se plantee ocupar a Georgia por la fuerza, no sólo por el batifondo internacional que ello acarrearía, sino porque casi con seguridad, de hacerlo, debería enfrentarse a una guerra de guerrillas en gran escala. La idea podría ser, en cambio, partir Georgia en dos, asegurando de esta manera un enclave que haría muy difícil cualquier descenso norteamericano en la región.
La elusión de los temas de fondo de parte de la prensa internacional y su reducción a proporciones no demasiado importantes, debería, pese a lo que decíamos al principio, servir de indicio acerca de la voluntad de los verdaderos protagonistas del choque –Estados Unidos y Rusia- de mantener a este dentro de parámetros gobernables. Es decir, los de un tanteo para descubrir cuánto hay de verdadero en la nueva firmeza rusa de la era post Yeltsin, y la percepción por Moscú acerca de cuándo es la hora de decir basta.
Esta sería, al menos, la interpretación racional de la actual crisis. Pero hay tendencias muy fuertes en el seno del establishment norteamericano que deben prevenirnos respecto de cualquier exceso de optimismo. Después de todo, nada menos que Zbygniew Brzezinsky, gurú, junto a Henry Kissinger, de la geoestrategia norteamericana, apuesta a “la inclusión de Rusia como un Estado europeo normalizado y de categoría media (lejos de sus antiguas aspiraciones como tercera Roma imperial”).[1] Ese papel, implícitamente, quedaría reservado a Estados Unidos. No hay duda de que este último punto será arduamente disputado tanto por Rusia como por China, con el apoyo y la simpatía de todos quienes ven en la hegemonía norteamericana una amenaza.
Los próximos días verán si el conflicto se circunscribe y cesa, o si se perfila como un engranaje muy peligroso, que puede empujar a males mayores.
[1] Zbygniew Brzezinski, El dilema de EE.UU., Paidós, Barcelona 2005, pág. 124.