La gira del Papa Francisco por Cuba y Estados Unidos ha sido objeto de una gran cobertura mediática y ha afirmado aún más la figura del pontífice argentino a ojos del mundo. Ahora bien, cuando la aprobación es tan unánime uno tiende a desconfiar. No tanto del objeto de esa admiración como de los que se la profesan. No en el caso de los dirigentes cubanos, desde luego, que desde una posición bien pragmática y compartiendo, en última instancia, la misma base cultural –no olvidemos que Fidel y Raúl fueron educados por los jesuitas- valoran muchísimo la posibilidad que el Vaticano les diera, a partir de la disolución del bloque del Este, de escapar al espantoso aislamiento del “período especial”. Y, después de todo, catolicismo y marxismo tienen puntos de contacto que, más allá del materialismo practicante o del ateísmo intransigente de los teorizadores de este último, establecen un parentesco entre ellos cuya prueba la han suministrado las tensiones que se han producido en la Iglesia en torno a la teología de la liberación y a otras formas de aproximación a la realidad de los sectores más castigados de la sociedad. La base común de toda Latinoamérica es el sustrato católico que informa a casi toda su población, y este factor actúa y seguirá actuando como un elemento aglutinador. Por lo que sería de locos pasar por alto el papel positivo o negativo que la Iglesia puede jugar a la hora de pensar en cualquier proceso integrador de la América morena.
Otra es la situación que se da en Norteamérica, donde la casta dirigente sigue siendo (a pesar de su presidente mulato) “wasp”, es decir, blanca, anglosajona y protestante. El dato de la cada vez más fuerte presencia de una población de origen hispano y la existencia de amplios sectores sociales compuestos por descendientes de irlandeses, italianos, polacos o alemanes de fe católica, compone sin embargo un conglomerado con el cual la dirigencia tradicional debe transigir; probablemente con más facilidad de lo que viene haciéndolo con la población afroamericana, muy atraída por la fe musulmana en las últimas décadas.
Ahora bien, la línea aperturista y reformadora de Francisco, la transformación que está realizando en el seno de la Iglesia y, sobre todo, la orientación por momentos francamente anticapitalista de su prédica, tienen que molestar a los exponentes más empinados del sistema o a los que, desde las transnacionales y los grupos de presión, ejercen anónimamente el poder en todo el entramado del universo capitalista. Este antagonismo es de fondo, subyace a la relación de la institución eclesial con el mundo real y no puede ser exorcizado por ninguna prédica, por evangélica que se presente.
Pero aquí entramos también en la cuestión de cómo se mide el poder, si este consiste solamente en el que se deriva de la fuerza económica, militar y mediática, o si también es posible la presencia de un poder inconsútil y difuso, que se expande en masas siempre más grandes de gente y que es capaz de convertirse en un obstáculo real en el camino de las políticas de la fuerza pura.
La puja entre la Roma pagana y la religión cristiana se cerró con el triunfo de esta última, que terminó recogiendo en su regazo a lo que restaba de la gran construcción imperial. Algo parecido, aunque en menor escala, se dio en el caso de la lucha por la independencia de la India. Haciendo de la debilidad virtud, el Mahatma Gandhi se las arregló para colocar al imperio británico en una posición tan incómoda que este terminó cediendo a la joya más preciada de la Corona. Por supuesto que, tanto en este como en el otro caso, en el conjunto de datos que determinó esa salida tuvo un papel capital el desarrollo de las guerras y los desastres que marcaban el conjunto de hechos que conformaban el desarrollo histórico de esos momentos. Es decir, el combate crudo y desnudo librado en el campo de las lides físicas. Por ejemplo, la independencia relativamente indolora de la India no hubiera sido posible si no se hubiese proyectado sobre el telón de fondo de la revolución china y del ataque japonés a la supremacía blanca en el extremo oriente, perpetrado después de Pearl Harbor. Es decir, sin el ascenso de las masas profundas del pueblo en Asia.
Conviene, sin embargo, observar la existencia de un poder blando, en inglés “soft power” o “poder suave”, que es capaz de alterar hasta cierto punto y de manera pacífica los planteamientos del “poder duro”, de carácter militar o económico, cuando un sistema, que aparentaba ser invulnerable, da muestras de agotamiento. La burlona frase de Stalin, “¿y cuántas divisiones tiene el Papa?”, pronunciada cuando el ejército rojo señoreaba ya la Europa central al acabar la guerra, suena como una efectiva “ironía de la historia” si se la ve desde la perspectiva del presente. El Papado goza de buena salud, mientras que la Unión Soviética y todo el bloque del socialismo realmente existente se han ido por el vertedero. Convengo que por desgracia, pero ese naufragio es un hecho.
De manera que el relumbrón un poco efectista, fabricado por los grandes medios de comunicación en ocasión de la visita de Francisco a Cuba y Estados Unidos, no debe inducirnos a experimentar esa gira como un hecho puramente promocional. La conmoción de mucha gente pequeña ante el discurso renovador de este pontífice jesuita que no está solo, pues representa a grupos renovadores de estamento eclesial provistos de la fuerza suficiente como para ungirlo con la carga máxima, es un dato de la realidad que conviene tener en cuenta.
Curiosa peripecia la de la orden jesuítica a lo largo de la historia. Fue la fuerza animadora de la Contrarreforma, que produjo una Iglesia saneada de las lacras y la corrupción que la invadían al comienzo del Renacimiento, y que facilitaban la expansión del luteranismo como vector ideológico del capitalismo en su momento de indetenible ascenso. La resistencia de los jesuitas no detuvo a este y al proceso modernizador, pero propuso soluciones que, si bien no prosperaron, sí dejaron huella, como la experiencia de las misiones en América. Y hoy, cuando el sistema capitalista da muestra de una crisis aparentemente insanable, la Orden vuelve a aparecer en primer plano, poniendo a uno de sus miembros en la silla de San Pedro por primera vez en la historia. Y como la Iglesia ha hecho de la capacidad de la adaptación a la evolución social el secreto de su supervivencia, el discurso del Papa actual se adecua a la situación en que vivimos, sin renunciar al meollo ético que se estima debe estar en su prédica. Solo que esta se apoya hoy en un registro franciscano más que ignaciano. Pastoral más que militar o militante.
Pero, ¿cómo actuaría Loyola hoy en día?