El concepto del fin de las ideologías es una falacia acuñada tras la caída de la Unión Soviética. Las ideologías siguen estando presentes. De una manera patente cuando se trata del discurso neoliberal. De forma dispersa pero más valiosa cuando los que quieren elaborar un contra-discurso al neoconservador hoy vigente, reflexionan sobre necesidad de restablecer el imperio de los derechos humanos. Entendiendo, por supuesto, a esos derechos, no solo a los que la prensa sistémica entiende por tales –democracia representativa y libertad de comercio- sino a los que son expresivos del conjunto social, es decir: la identidad, la soberanía, la independencia jurídica y económica; la justicia social y el derecho a defenderse contra la intromisión extranjera que pretende reducir al conjunto de la humanidad a un gigantesco mercado, en el cual debe primar el interés del núcleo oligárquico que dirige los destinos del planeta. Es decir, el interés que se concentra en el bloque anglosajón y, subordinadamente, en la Unión Europea.
El presunto ocaso de la ideología es contradicho por la misma vigencia del factor que la niega, es decir, la ideología neoliberal o neoconservadora. Pero se debe reconocer que el movimiento de ideas que la contrastan (Podemos, Syriza, los foros antiglobalización, etc.), por importante que sea, no tiene, de momento, la capacidad de impacto de que dispone el capitalismo concentrado. Ahora bien, si las ideologías anticapitalistas que se acuñaron la época del ascenso de las masas han sido puestas en cuestión (el socialismo, el comunismo), la ferocidad del sistema y las fatalidades geopolíticas no han perdido nada de su vigencia, reencarnándose en un entorno geoestratégico cuyos imperativos no han cambiado en su esencia y cuya deriva cada vez más áspera plantea la necesidad de un rebrote de la interpretación crítica del mundo. En la cual el marxismo, que fuera la llave que permitió aproximarse a una comprensión abarcadora de la realidad durante los siglos XIX y XX, podría recuperar la dignidad, perdida por el abuso que se hizo de sus premisas ideológicas.
La corrupción de estas por el estalinismo las convirtió, en efecto, no en una herramienta para romper la caparazón de las cosas y descubrir sus mecanismos, sino en un instrumento perverso para distorsionarlas de acuerdo al interés del régimen soviético o para atormentarlas a través de la utilización de una dialéctica a la que se retorcía para que justificara, “objetivamente”, lo que fuese. Hay que tener en cuenta este pasado para no recaer en los errores cometidos por entonces.
Hoy no existe una contradicción bipolar que congele al mundo en una disuasión por el terror como la que existía durante la confrontación entre occidente y el bloque soviético durante la guerra fría. Las cosas están en movimiento. La situación no es menos peligrosa que entonces; quizá lo sea más, pues no hay un freno al activismo bélico de Estados Unidos y a la prepotencia de una Unión Europea comandada por Alemania, hoy mismo en tren de cebarse en Grecia para sentar un ejemplo y disciplinar a los díscolos. El mundo se ha tornado una entidad más fluida, donde se producen cambios sensacionales y en el cual la política de poder cruda y desnuda tiene una presencia indiscutible.
La emergencia de los BRICS, la existencia del Grupo de Shangai, la evidencia de que existen constelaciones económicas y militares que por su extensión y poderío no pueden ser reducidas con un solo golpe maestro, excitan la agresividad imperialista e implican la posibilidad de que el intensificarse de las contradicciones devenga en un desastre que obligue a una reinterpretación del mundo acorde a la necesidad de forjar una ideología militante, abierta en su aceptación de la discusión democrática, pero unificada en torno de a algunos ítems. Como la lucha contra la desigualdad, la globalización asimétrica, el hambre y el intervencionismo económico y militar imperialista, y dispuesta a organizarse de acuerdo a la fijación de una meta revolucionaria. Lo cual supondría construir estructuras políticas que, aun reconociendo la debilidad “militar” en que se encuentran en relación a la parafernalia bélica y mediática del imperialismo, sean capaces de sustraer a estas esa materia gris que es indispensable para que ellas afirmen su despotismo.
El problema del sujeto histórico
Hace 30 años Alvin Toffler, en libros como “La segunda ola”, estimaba que el proletariado clásico había caducado, que la revolución tecnológica lo dispersaba y lo tornaba inocuo para el estatus quo y que, en consecuencia, se evaporaba la existencia de un sujeto social capaz de llevar adelante la revolución. En su lugar ponía al “cognitariado”, a la presencia de miríadas de trabajadores intelectuales poco o nada proclives a actuar de consuno y que se beneficiarían de la potenciación de la sociedad de información y de servicios. Esta idea se correspondía con la teoría del “final de la historia” que Francis Fukuyama acuñaría poco después.
Desde entonces, sin embargo, la historia –esto es, la generación de movimientos sociales, culturales y económicos combinados dialécticamente- ha probado seguir viva. La concentración de la ganancia deja afuera a cantidades cada vez mayores de jóvenes provistos de un bagaje de conocimientos que requieren ser empleados, y subsume a las áreas menos desarrolladas del planeta en la miseria o en una economía de subsistencia en la que se cuece un caldo explosivo. Este dinamismo nos ha traído la existencia de un cognitariado precarizado, que se suma a la muchedumbre de seres y países arrojados a la periferia del sistema. La inestabilidad y los continuos brotes de violencia son la respuesta a este estado de cosas que oprime y desaprovecha a millones de jóvenes que no encuentran respuesta a sus necesidades laborales y que perciben la infinita falsedad del discurso único que esgrime la teoría de un “derrame” siempre postergado como único expediente para salir del impasse. ¿Podrán ellos constituirse en el sujeto histórico de recambio, capaz de propulsar un nuevo proceso social? Es difícil no ser escéptico al respecto.
La disputa geopolítica y el retorno a la ideología
Frente al impasse social persisten los imperativos de la geopolítica y conservan todo su peso. La resistencia rusa a la agresión de la OTAN en Ucrania, la lucha contra los manejos del neocolonialismo anglo-norteamericano en el medio oriente, el incremento de la tensión entre China y Estados Unidos por el control del Mar de la China Meridional; la proyección de ese conflicto sobre las principales rutas mundiales del tráfico y su irradiación hacia el África y el Atlántico Sur y la Antártida, y –lo último pero no lo menos importante- la trama semisecreta de tratados de libre comercio, más la desvergonzada arrogación por la justicia norteamericana de un derecho de injerencia extraterritorial (del cual el caso de la FIFA es apenas un síntoma), nos descubren un planeta sembrado de tensiones frente a las cuales es menester prepararse. Esa preparación no puede pasar sólo por la formulación de buenos propósitos sino por esfuerzos concretos para forjar coaliciones regionales efectivas, no meramente discursivas, entre los países afectados por las conmociones inherentes a un período de transición. Esto supone una consolidación tanto ideológica como militar y económica.
En América latina, a pesar del considerable avance que suponen instituciones como el Mercosur, la Unasur y la CELAC, se está lejos todavía de conformar un bloque regional provisto de peso específico. No hay todavía una integración real en materia de economía y finanzas; hasta aquí el Banco del Sur es más una declaración de buenas intenciones que otra cosa. De hecho, esos logros se ven contrabalanceados por el avance de la Alianza del Pacífico, que involucra a México, Colombia, Perú y Chile, en un claro intento de reproducir el ALCA (Asociación de Libre Comercio para las Américas), al que se había echado por la puerta, reintroduciéndolo en esta ocasión por la ventana.
La maduración psicológica y política de los pueblos suramericanos podrá tal vez aminorar los riesgos de esta configuración estratégica, pero la capacidad de provocación, desinformación y manipulación que posee el imperio no pueden ser desatendidos y, si no hay una reagrupación de nuestros pueblos en torno a la UNASUR y no se produce un acuerdo respecto a los objetivos estratégicos comunes entre los países de la región, no puede descartarse un incremento de las tensiones y la generación de operaciones dirigidas a dividir o enfrentar a estos países.[i]
En este momento la política de poder campea por sus fueros en el Medio Oriente y en Ucrania, mientras que el frente que encierra la contradicción principal –el Lejano Oriente- se mantiene todavía relativamente en calma. En el oriente europeo y en el Magreb y el Mashrek, en cambio, se está librando una puja de voluntades que gira en torno al petróleo, al gas, a los gasoductos y oleoductos que los transportan, y al rol de las potencias regionales, que sufren el envite del imperialismo norteamericano y europeo. Este no parece persuadirse de que su poderío económico reposa sobre bases muy frágiles y que los gastos militares –que son su principal anabolizante- llevados más allá de los límites de la sensatez pueden coadyuvar a precipitar una crisis social que, si hoy afecta a Grecia, se cierne también sobre España, Portugal, Irlanda e incluso Italia, para luego desde allí desparramarse en un maremoto que implique un quiebre cuyos alcances no se pueden pronosticar.
Es por esto que volver a templar el arma de la interpretación crítica y de una ideología de la praxis que permita aprovechar la coyuntura para armar una fuerza política que recoja la tradición revolucionaria del pasado, resulta un expediente necesario. Es difícil hacerlo. Como se sabe, las dos interpretaciones revolucionarias de la realidad que señorearon el siglo XX, el comunismo y el fascismo, se hundieron de manera parecida.[ii] El fascismo nació de la guerra y murió con la guerra. El comunismo surgió de una explosión social también precipitada por la guerra del 14 y, en cierta medida, se volatilizó en una implosión del mismo carácter, aunque en este último caso la guerra haya sido “fría”. En su forma original, son experiencias terminadas, aunque el carácter totalitario del nazismo alemán en cierta medida se haya trasvasado al belicismo y chovinismo norteamericano y a la dictadura mediática. En consecuencia la necesidad de contar con un instrumento ideológico que recoja y reinterprete la experiencia histórica vivida en el bloque del socialismo “realmente existente”, analice la realidad vigente y sea capaz de buscar una opción de poder explotando al máximo las circunstancias, sigue siendo imperiosa.
El ejemplo del “socialismo real” y la fusión de populismo y nacionalismo que se dio en muchos países de la periferia que con ese instrumento intentaron arrancarse del atraso, son factores que deben ser tomados en cuenta. El primero fue, a pesar de sus defectos, sus errores y, durante un terrible período, sus crímenes, el factor determinante para que el capitalismo modificase sus peores rasgos y se orientase hacia una gestión de la economía en la cual el estado jugaba un rol determinante. Fue por esta ruta –inaugurada por el New Deal rooseveltiano- que se arribó a los “treinta gloriosos” y al Estado de Bienestar, mientras que, con menor brillo pero con mayor igualitarismo y una comprensión más ecuánime de la vida, los países del bloque socialista y los países periféricos que procuraron imitar su modelo de gestión lograron éxitos de una magnitud impensable en sociedades atrasadas o devastadas por la guerra.
En cuanto al nacional-populismo fue con esta fórmula que se democratizaron, entre otras, las masas profundas de América latina, hasta ahí sometidas a regímenes formalmente democráticos pero expresivos tan sólo de los recaudos legales con que las oligarquías daban un matiz de modernidad a su dominio.
Es comprensible el desaliento y el desánimo cuando se echa una mirada en rededor y se observa el estado del mundo. Hay que reconocer que el redescubrimiento del pensamiento crítico y su vinculación con una praxis política es un asunto difícil. No existe otro camino que volver a él, pero frente a este desafío se levanta el ya mencionado problema del sujeto histórico: ¿quién le pondrá el cascabel al gato? ¿Dónde y sobre qué estructura social podrá ahincarse el discurso crítico y contra-fáctico de la realidad vigente? Esta es la gran incógnita que hay que dilucidar, a la que solamente podrá conocerse gradualmente, a través de la experiencia y el error, de la teoría y de su práctica; y siempre y cuando el sistema, con su veleidad suicida, no nos lleve antes a todos por delante.
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[i] El componente militar de esta ecuación tampoco puede descuidarse. La relativa indefensión en que encuentra Argentina respecto a un posible elevamiento de la temperatura en la región, sea como consecuencia de un aumento de las fricciones interregionales estimuladas desde afuera, sea por la irrupción de británicos o norteamericanos en regiones críticas (acuífero guaraní, Amazonia, Amazonia Azul, sin hablar de las islas Malvinas) es un dato desagradable, pero que debe ser tenido en cuenta y corregido en la medida de lo posible. El arma aérea y la marina nacionales necesitan de una readecuación y una modernización que esté a la altura de los desafíos -potenciales o concretos, como es el de la presencia británica en Malvinas- que se incuban en el Cono Sur. Se tratará tal vez de un proceso lento, pero que debería ser firme y continuado.
[ii] Es discutible definir como revolucionario al fascismo, pero, según la interpretación de historiadores tan importantes como Renzo de Felice y George L. Mosse, lo fue. No pretendía trastocar el ordenamiento social sino, a través de una dinámica política que se asentaba sobre todo en la clase media, crear una tercera vía que obviase la forma representativa de la democracia para establecer, teóricamente, una democracia de masas que integrase a las clases sociales, aunque el primer favorecido en el proceso fuera el sector dominante, que había patrocinado al fascismo dirigiéndolo contra la agitación proletaria. Objetivamente, entonces, sirvió en un principio a los intereses de la burguesía italiana y alemana; pero, en definitiva, su radicalismo psicológico, su dinamismo grandilocuente (en el caso italiano) y su nacionalismo biológico (en el alemán) sobrepasaron la prudencia de aquellas y las dirigieron a una catástrofe en la cual se hundieron los dos fascismos y la misma burguesía industrial que los había patrocinado. Por lo tanto, al menos en el caso del nazismo, su “revolucionarismo” sólo puede ser interpretado en el sentido nihilista, destructivo, de la palabra.