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06
AGO
2008

El ABV

Endeble aun en sus instrumentos, pero arraigada en la conciencia popular y forzada por las tormentas de mundo en crisis, la idea de una unión iberoamericana sigue progresando.

No es cuestión de ponerse eufóricos ni de agitar banderas, pero la reunión de esta semana entre Lula, Cristina Fernández y Hugo Chávez demuestra que la idea de una Unión Sudamericana sigue en pie después de casi dos siglos de su inicial y probablemente, por entonces, inevitable fracaso. Ese emprendimiento, que estuvo muy presente en la mentalidad de los dos prohombres más significativos de la Independencia, Bolívar y San Martín, respondía a una impulsión cultural y geoestratégica profunda, y su fracaso no se debió a una imposibilidad permanente, sino al conjunto de circunstancias que presidieron su alumbramiento: la incapacidad de España para llevar adelante su revolución liberal-burguesa, la cerrazón de los mismos líderes liberales españoles respecto del valor que suponía la alianza con los insurrectos americanos; los grandes obstáculos físicos que separaban a las diversas partes del continente iberoamericano y, sobre todo, la existencia de burguesías comerciales costeñas en toda Sudamérica, mucho más interesadas en fungir como ruedas de transmisión de la unificación del mercado mundial que empujaba Gran Bretaña, que en asumir la tarea de desarrollar unos países interiores que les interesaban sólo como una opción secundaria y respecto de los cuales se preocupaban antes que nada de reducirlos a la obediencia, cosa de que no fuesen a organizarse de acuerdo a parámetros que desalojasen a las oligarquías portuarias del rol preponderante que les confería el manejo de la Aduana y el uso de la tierra: ya sea en forma de productos agrícolas y ganaderos, ya sea en la de explotación de los socavones de donde se extraían los minerales del producto de exportación que conformaba la variante particular del monocultivo que distinguía a cada uno nuestros países.
 
Hoy los medios de comunicación modernos, el ascenso demográfico y la posibilidad de domeñar la naturaleza, hacen de esa utopía una posibilidad concreta, contrariada sin embargo por los mismos factores que la frustraron hacia 1810-1830: la existencia del imperialismo y de unas burguesías “compradoras” que se resisten a dejar de colaborar con él, y la persistencia de un entramado sociocultural elaborado por ellas mismas para justificar su rol y que se han encargado de transmitir generación tras generación, apelando a recursos cada vez más groseros. La repetición de los lugares comunes de la historia oficial se casa con el lavado de cerebro practicado por la mayor parte de los medios masivos de comunicación para reducir la percepción popular de las cosas a la superficie de estas –a veces inventándola en todas sus piezas y en otras agigantando lo insignificante y deprimiendo lo importante-, en una operación que se ejerce sin descanso.
 
El flojo papel de muchos periodistas durante la primera conferencia de prensa de la presidenta Cristina Fernández, durante la cual se ocuparon más en formular preguntas que hacen a la miscelánea del poder que en referirse a cuestiones de fondo, es un dato expresivo no sólo de la intencionalidad dolosa que tiene el monopolio mediático, sino de la pobreza intelectual de muchos de los que se contratan en ellos. O sea, de su incapacidad para comprender la naturaleza de su acción y su acomodamiento a instrucciones que, expresa o tácitamente, les dan sus mandos. El lavado de cerebro que se practica en estas sociedades alcanza a todos los sectores, pero en especial a los semiilustrados, quienes a su vez potencian el deterioro intelectual del conjunto al derramar la pobreza de sus conceptos sobre la masa de sus auditores o telespectadores.
 
Pero todos estos obstáculos, que no son pocos, no deberían prevalecer si las fatalidades de la geopolítica son progresivamente entendidas y asumidas por los cuadros dirigentes. La unión sudamericana no tiene obstáculos objetivos que se opongan a ella. Es asimismo imperativa por la amenaza creciente de un mundo en crisis que ambiciona nuestros recursos naturales, amenaza que sólo puede se contrarrestada por la unión de nuestros pueblos. La reunión de Lula, Cristina Fernández y Hugo Chávez en Buenos Aires enfatizó, muy deliberadamente, ese riesgo y la posibilidad de contenerlo a través de una estructura que integre la economía y los grupos plurinacionales de estudio y planificación estratégicos y de la unificación de la defensa. Más allá de lo que puede haber de endeble en la voluntad de acometer esas tareas, de parte de algún mandatario y, sobre todo, más allá de la dificultad de arrastrar a otros países del continente para que se unan a este esfuerzo común, el hecho de que se lo enuncie de parte de los conglomerados de mayor peso económico, poblacional y político en la región, es un dato de central importancia. ¿Quién se hubiera figurado una cosa así apenas siete años atrás?
 
La cuestión estriba sin embargo en que esta predisposición alerta no se quede en sí misma y en que las fuerzas de la reacción que están peligrosamente activas, no terminen arruinando una vez más la que asoma como una incipiente posibilidad de crecimiento. En los primeros años de la década de los ’50 una iniciativa de este tipo propiciada por el general Perón y que hacía hincapié en la existencia de gobiernos populares de similares características en Argentina, Brasil y Chile, esbozó un intento parecido. No pasó de ser un esquicio. En pocos años Getulio Vargas se había suicidado, Carlos Ibáñez del Campo habìa sido neutralizado en Chile y Perón se había asilado en una cañonera paraguaya. El ABC (Argentina, Brasil, Chile) se esfumó tan rápido como se lo había formulado.
 
Una nueva oportunidad
 
Las potencialidades del ABV (Argentina, Brasil y Venezuela) son mucho más grandes que las de la anterior y apenas insinuada intentona. Una columna vertebral que una a todo el subcontinente y que reúna las riquezas energéticas de los tres países –que son muy importantes-, con la potencialidad de la industria brasileña, y la feracidad de la pampa húmeda y el todavía muy apreciable –y renovable- know how tecnológico de los argentinos, sería una combinación casi imposible de vulnerar desde afuera. Y que arrastraría al resto de nuestros países. Es por esto, tal vez, que arrecia la malignidad de los ataques al poder en la Argentina –favorecidos por cierto por la excepcional falta de pulso político que históricamente ha afligido a nuestro partido gobernante-; y que los disturbios en Bolivia impidan a Evo Morales reunirse con Chávez y Fernández en Tarija.
 
Falta también –es obvio- compatibilizar políticas entre Argentina y Brasil en temas fundamentales. El episodio en Ginebra en la ronda de Doha no puede repetirse sin poner en riesgo a toda la estructura del Mercosur e incluso el papel de Brasil en el plano internacional. Cortarse solo en una iniciativa de vital importancia como es la de los subsidios a los productos agrícolas de parte de las potencias desarrolladas, representó la exhibición de un interés particular (el del sector industrial brasileño) en detrimento de los que son propios no sólo de la Argentina, sino también de la India y China. Ninguna configuración regional va a alcanzar la madurez si no se compatibilizan los intereses contrastantes. Semejante tarea no pasa por la economía en sentido estricto, sino por la una política entendida con sentido de grandeza.
 
Es curioso, sin embargo, y sobre todo significativo, que justo en el período que es preciso disponer de una maquinaria estatal fuerte para implementar este tipo de tentativa, el Estado aparezca vaciado de poder. En Sudamérica se ha verificado un movimiento pendular: la ferocidad gubernamental de la época de las dictaduras militares se ha trocado en su contrario. Esa brutalidad castrense provocó una suerte de rechazo generalizado al principio de autoridad, al que se ahora se identifica –por vía también de unas bien orquestadas campañas de prensa- como autoritarismo. Hasta el punto que los gobiernos populares que surgieron al calor de la oleada antiimperialista se ven atados de pies y manos cuando deben imponer orden ante cualquier sedición facciosa. ¿En qué momento se hubiera concebido que una visita con mucho de protocolar, como la de los presidentes Cristina Fernández y Hugo Chávez a Tarija para reunirse con su par boliviano, fuera impedida por la irrupción de opositores a este último en el aeropuerto adonde los primeros debían llegar?
 
¿Y cuándo, en el pasado, se pudo suponer que un sector agrario cortase las rutas principales de Argentina durante meses, sin que el gobierno atinara a hacer otra cosa que multiplicar sus llamados a la cordura?
 
Se tiene la impresión de que al poder del Estado sólo se lo puede asumir a condición de no ejercerlo…
 
Estos son algunos de los muchos interrogantes que cabe formularse antes de dar las políticas unificadoras de Latinoamérica como un hecho. El camino es largo, y se pondrá más difícil cada día. No por esto se puede renunciar a emprenderlo.
 
 

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