El resultado del referéndum griego es un bofetón a la arrogancia neoliberal que, tras devastar a las economías de los países del mundo dependiente, se ha lanzado ahora a apretarle las clavijas a la población de las sociedades más débiles de la Unión Europea. El triunfo del No lanzado a la cara de quienes pretenden hacer de Grecia un peón en un tablero controlado por las potencias del dinero, resulta estimulante y regocijante. Pero, por supuesto, ella no anula los problemas. Tampoco cabe magnificar sus alcances de esta victoria. El dato de que el ministro de Finanzas griego, Yanis Varoufakis, haya decidido renunciar al día siguiente de la contundente victoria del No en el plebiscito, es un síntoma de las dificultades que afronta Grecia. Varoufakis era la expresión más clara de la resistencia helena a la presión de la banca europea y el más activo promotor del No. Había sido atacado de una manera inclemente e incluso insolente por el presidente holandés del Eurogrupo, que lo había tildado de “diletante, perezoso y jugador”, ataque que no hacía otra cosa que reforzar las múltiples referencias de las autoridades monetarias europeas a la “irresponsabilidad” y a los manejos “populistas” del gobierno de Alexis Tsipras. Que Varoufakis se haya retirado o haya sido retirado del gobierno para facilitar las negociaciones debido a que su perfil resultaba irritante para los negociadores de la UE, puede ser un acto de habilidad diplomática, pero también puede ser interpretado como una manifestación de debilidad frente a la contraparte europea. Nos inclinamos por la primera hipótesis, pero no descartamos por completo a la segunda.
En esta etapa el ataque neoliberal, que se había cebado hasta aquí con preferencia en los países Asia y América latina, ha comenzado a descargarse sobre los países del “vientre blando de Europa”, de los cuales Grecia es el exponente más desamparado.[i] El objetivo de esa agresión es ir disciplinando a las poblaciones de los otros países en crisis, pero también a las del norte del viejo continente. La concentración de la ganancia en pocas manos y la imposibilidad de mantener la tasa de beneficio de los países más acaudalados sosteniendo al mismo tiempo los recaudos típicos del estado de bienestar, hace tiempo que ha hecho agua. Dentro de la Unión Europea la moneda única, el euro, es el corsé que obliga a las economías nacionales a acomodarse al diktat de la troika conformada por la Comisión Europea, el Banco Central Europeo y el FMI. En este encuadre, la toma de deuda por parte de los países menos avanzados es una forma de reducirlos a la obediencia. El mecanismo de dominación es el mismo que se aplica desde hace décadas en todo el mundo: la creación de una deuda externa suntuaria, que no se aplica al desarrollo sino a la especulación financiera; la contracción de nueva deuda para pagar los vencimientos de interés que genera la incapacidad de amortizar el capital, pueden ser sufragados con más deuda, con la privatización de las empresas estatales y, finalmente, con un ajuste que sofoca a la sociedad, precariza el empleo y pone a la población de rodillas ante el modelo sistémico representado por el capitalismo salvaje. Los argentinos conocemos la receta y nos costó sangre y lágrimas escapar –hasta cierto punto- de las mallas que nos oprimían y que a la menor ocasión volverán a apretarse si no estamos atentos.
El triunfo del NO, que cuestiona radicalmente este programa en Grecia, es un hecho importantísimo. No es decisivo, pero abre una serie de expectativas e incógnitas en torno a las cuales puede jugarse el destino mismo de la Unión Europea. Da aire a los movimientos contestatarios que pretenden convertirse en una alternativa al actual ordenamiento político y económico. Una fuerza como Podemos, en España, a partir de ahora va a ser tomada aún más en serio por el PP y PSOE, que sienten vacilar la hegemonía que ejercían sobre la opinión pública desde 40 años a esta parte. Los movimientos o tendencias del mismo carácter que el que tiene Syriza en otras partes se sentirán reforzados y el terreno del debate quedará más despejado al hacerse evidente la contradicción esencial que persiste en el seno del conglomerado europeo y que no es otra que la oposición entre la forma actual del capitalismo y los derechos humanos.
Ahora bien, este progreso de momento no podrá quebrar la hegemonía de los economistas ortodoxos y de la clase política a la que estos han colonizado. Es una maravilla que el pueblo griego haya sabido distinguir, entre la niebla desinformativa que le proponían los medios de comunicación, cuál era la ruta que le convenía. Los griegos han puesto de manifiesto con su voto que se sienten determinados a resistir la injusticia; pero suponer que el curso actual de las cosas va a enmendarse a partir de este referéndum sería pecar de un optimismo fácil. Hacerlo equivaldría a volver a las ilusiones del social revisionismo de Edouard Bernstein, clausuradas de manera catastrófica por la primera guerra mundial. Aunque no se pueden hacer equiparaciones ni traslaciones mecánicas entre fenómenos tan alejados, conviene manifestar que la naturaleza de la crisis que afecta al presente tiene, en efecto, características que se emparentan con la del 14, con la diferencia de que, por entonces, junto al social-reformismo existían tendencias revolucionarias que no hesitaban en conceptualizar un cambio drástico de la sociedad, en la persuasión de que el núcleo duro del sistema burgués jamás modificaría su esencia predadora a menos que se viera condicionado por una amenaza proveniente de una fuerza externa a él. Los terribles espasmos por lo que pasó el mundo a lo largo del siglo XX tuvieron todo que ver con esa naturaleza profunda. También las modificaciones benéficas que experimentó y que surgieron de la necesidad de reprimir su instinto profundo. La sociedad de bienestar que alumbró después de la segunda guerra mundial fue el expediente que el capitalismo tuvo para sobrevivir como esquema económico, después de las crisis que habían llevado a la catástrofe. La desaparición de la amenaza comunista implicó la liberación, otra vez, de las tendencias destructivas que habían sido provisoriamente contenidas. Hoy estamos viviendo de nuevo bajo la amenaza de un tigre escapado de su jaula. Para superar este momento es necesario que los movimientos como Syriza o Podemos se expandan en principios doctrinarios concretos y que se arraiguen en experiencias de poder que les den el “know how” necesario para sobrevivir en este mundo de fieras descarriadas.
Las elecciones en Argentina
Hay un peso muerto que contradice esa necesidad de adecuación; es el que deviene de la apatía intelectual y psicológica. Las elecciones provinciales y municipales que tuvieron lugar el pasado domingo en algunos distritos de nuestro país a nuestro entender así lo corroboran. Que en Argentina haya sectores importantes de la población, no necesariamente privilegiados, que se obstinan en consumir los lugares comunes del macrismo y se determinan a votar a quienes preconizan volver a los noventa sin darse cuenta a lo que se condenarían (esto es, el retorno al total condicionamiento externo de la economía y al proceso regresivo que ello supondría), es un fenómeno que sería desalentador sino fuera porque puede ser interpretado como una muestra de inmadurez susceptible de ser revertida a través del crecimiento y la maduración psicológica.
No hay por supuesto que comulgar ciegamente con los actos del presente gobierno, pero votar a candidatos que propugnan la rendición a los fondos buitre y que por “cambio” entienden el retorno a viejas prácticas que pusieron al país al borde del abismo, es un poco fuerte. Por no decir suicida. Desde luego, la tolerancia para con los puntos de vista que mencionamos es admisible, para esto vivimos en democracia; lo que resulta chocante es la aprobación que ellos obtienen todavía en importantes sectores de la sociedad urbanita: el principal apoyo a esas posturas se da en la Ciudad Autónoma de Buenos Aires. La capital ha sido siempre un núcleo resistente a las políticas populares. Por su raíz histórica como ciudad-puerto y centro de la burguesía comercial y ganadera cultivó un perfil autosuficiente que ha hecho difícil su penetración por los movimientos populares. El radicalismo histórico y el peronismo sólo mordieron en sus barriadas, y el último sólo llegó a controlarla a partir de la instalación del cinturón proletario que fue consecuencia de la industrialización. Por consiguiente, las variables de nuestra política se entrelazan en buena medida con el problema de identidad que nos aflige. Buenos Aires es un núcleo privilegiado y habituado, desde tiempos inmemoriales, a vivir sin cuidarse mucho del país. Incluso sin inquietarse demasiado de la periferia superpoblada que lo circunda.
La diferencia que se plantea entre este tipo de actitud y la que cabe percibir en el referéndum griego es que, en este último caso, la postura soberanista resulta de un sentido nacional ahincado, capaz de resistir la abrumadora propaganda de los medios y la niebla de intimidación y de miedo que difundían y que llegó incluso a impresionar a quienes propugnaban el “No”: creían que se produciría un resultado mucho más ajustado que el que a la postre hubo.
Convengamos sin embargo en que la sociedad griega está padeciendo un ajuste y una recesión que dura un septenio, mientras que aquí los 12 años de prosperidad relativa que son el fruto de la gestión del Frente para la Victoria han hecho que muchos hayan olvidado las características siniestras que tuvo el momento del quiebre de la experiencia neoliberal y hayan oscurecido sus consecuencias. 30 muertos fue el saldo de la pueblada que abatió al gobierno de la Alianza, pero el genocidio social consumado en esos años fue aun peor.
Las políticas neoliberales se resisten a morir. El caso griego las está poniendo en una encrucijada en la cual, de persistir en la actitud dictatorial que las distingue, puede producirse una salida de Grecia del euro que obligaría a reconsiderar todo el andamiaje de la Unión Europea y que, peor aún, abriría la caja de Pandora de una opción estratégica a la que Grecia se vería obligada: buscar el respaldo ruso.
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1) Con el aditamento de Irlanda, estos países (Portugal, Ireland, Greece, Spain) han sido agrupados con la sigla PIGS, que en inglés signfica “cerdos”. Es una muestra de la desenvoltura y la soberbia con que se manejan los miembros más poderosos de la Unión Europea –o al menos sus periodistas- respecto a los socios más débiles de ese conglomerado.