La ambigüedad y el equívoco se han convertido en los signos distintivos de la política contemporánea. No es que estos factores no hayan estado presentes en el pasado, salvo en los períodos de crisis revolucionaria, cuando la partición de aguas se hace muy neta; pero pocas veces como hoy la niebla de las palabras, ayudada por la desinformación trasportada por los medios masivos de comunicación, ha trastornado la percepción de la realidad en tal escala. Tomemos el caso del EI, por ejemplo, ese estado islámico con pretensiones de califato que se dice portador de un proyecto de poder para todo el medio oriente. Es denunciado y combatido por Estados Unidos, pero, ¿quién lo prohijó y lo hizo posible sino esa misma nación? Porque no hay duda de que fueron los estados de la constelación aliada a Washington en esa zona, con el sostén y el aliento de los organismos de inteligencia occidentales, los que pusieron en pie a ese monstruo, caracterizado por un fanatismo cerril, que hace tabla rasa de quienes no son adeptos a las formas extremas del salafismo y de la sharia, y que ostenta una marcada preferencia por las prácticas más bestiales de la propaganda por el terror, sin hablar de su inclinación a demoler los vestigios arquitectónicos que ofenden a su puritanismo estéril. A ese movimiento se le otorgó al principio, de alguna manera, la dignidad de “combatiente de la libertad”, usándolo para desestabilizar el régimen sirio de Bashar al Assad. Ahora aparentemente se hace preciso combatirlo porque se ha convertido en una fuerza que desborda el límite que se le había asignado y se expande de una manera que parece imparable. La necesidad de ponerle coto estaría en la base del acuerdo entre Estados Unidos e Irán esbozado recientemente y por el cual este último país renunciaría al desarrollo de un arma nuclear (pretensión que Teherán siempre ha negado) a cambio de que se morigerasen las sanciones económicas en su contra y la hostilidad con que se lo ha rodeado. Algunos analistas especulan incluso con la posibilidad de que este acuerdo sea el preámbulo de un convenio más amplio que devuelva a Irán la calidad de aliado preferencial de Estados Unidos en la zona, rol que detentaba junto a Israel hasta el momento de la caída del Shá Reza Pahlevi, en 1979.
Pero, ¿esto es realmente así? En estos momentos el Estado Islámico avanza por el desierto central sirio, donde ha conseguido extender sus dominios hasta la frontera con Irak. Sus combatientes conquistaron el paso que conecta a Siria con la provincia iraquí de Al Anbar, desde donde los yihadistas intentan avanzar hacia Bagdad. El EI controla la mitad del territorio sirio y la mitad del iraquí, o casi. Disfruta de unos réditos petroleros que deduce a través del contrabando de crudo que extrae de pozos situados en los dos países. Está provisto de dinero y recibe una corriente de voluntarios que proviene de las monarquías del Golfo o de los jóvenes desclasados de raigambre musulmana que pululan en Europa.
La postura norteamericana respecto a este avance es ambigua, pese a lo enfático de las declaraciones contra el Estado Islámico que lanza el gobierno de Obama y a las incursiones de bombardeo que la fuerza aérea aliada realiza contra sus posiciones. Es evidente que el rango de esas misiones es insuficiente para contener a avance de las tropas del DAESH y para obturar los canales por donde fluye el dinero que lo potencia. La continuidad de la corriente de armas y de los voluntarios que lo alimentan, reconfirma la sospecha de que los círculos del poder en Washington son hipócritas en sus afirmaciones o bien no terminan de ponerse de acuerdo respecto de la ruta a seguir. ¿Se debe esta indefinición a una contienda interna o es parte de un proceso de evaluación que está madurando en los pasillos del poder en la Casa Blanca, Langley y el Pentágono acerca de la forma de jugar la partida en el Medio Oriente en los próximos años?
De un lado estaría la opción de mantener la “estrategia del caos”, que consiste en sembrar el desorden en todas partes para luego implantar retenes militares y bases aeronavales en los territorios que se desea controlar, sin por esto dejar de utilizar las contradicciones internas que significan a las diversas facciones tribales o confesionales (chiitas contra sunitas, básicamente) para mantenerlos en una condición de desorden permanente. Esta conducta es la que se ha aplicado a partir de la invasión a Irak en 2003, tras la cual un estado integrado, pasablemente moderno y laico, fue convertido en un infierno devastado por el rencor confesional, los atentados, la emigración y la partición de la sociedad en tres fragmentos: kurdos, sunitas y chiitas.
Esta línea de acción se ha extendido en años recientes a toda el área y al norte de África, donde la destrucción de Libia siguió el mismo patrón y donde la emigración masiva y la catástrofe humanitaria que significan los miles de inmigrantes ahogados en el Mediterráneo, se han convertido en el pretexto para una inminente intervención militar de la OTAN. Siria también es víctima de este tipo de procedimiento dirigido a la fragmentación del país, como lo dejó traslucir un informe de la Agencia de Inteligencia de del Departamento de Defensa estadounidense, fechado en agosto del 2012 y que ha circulado ampliamente en el seno de la administración Obama:
“Si se produce un desenlace (la caída del gobierno de Assad), existirá la posibilidad de establecer un principado de salafistas, reconocido o no, en el este de Siria (Hassake y Deir ez-Zor), lo cual es exactamente el objetivo de la oposición” (prohijada por la OTAN, los países del Golfo y Turquía) para aislar al régimen sirio, considerado como la proyección estratégica de la expansión chiita con núcleo motor situado en Irán”). [i]
El nivel del caos generado por esta política, sin embargo, parecería estar rebasando los límites de lo tolerable para la salvaguarda de los intereses de occidente y convirtiéndose en una amenaza para los mismos que lo han alentado. De ahí la especulación en torno a volver a una configuración imperial más clásica, basada en la existencia de estados estables. La aproximación a Irán, si es sincera, es un expediente para retomar este camino, pero para ello hay que liquidar o evacuar al Emirato Islámico de la zona del Levante antes del 30 de junio, fecha prevista para firmar el acuerdo entre Washington y Teherán. Los persas, en efecto, no pueden tolerar la permanencia de ese bastión salafista en el corazón del llamado “eje de la resistencia”; esto es, la amalgama entre Irán, Siria, Líbano y Palestina.
Desalojar a los militantes de DAESH de los lugares que han conquistado no va a ser fácil, Sin un compromiso terrestre que involucre a tropas norteamericanas y sus socios de la OTAN, junto al ejército sirio leal al régimen y a la Guardia Revolucionaria iraní, la tarea puede resultar imposible. Lo cual significaría una serie de manejos de difícil cumplimiento. Por ejemplo, la decisión del gobierno de Bagdad en el sentido de emplear a las milicias chiitas para recuperar la estratégica ciudad de Ramadi implica una operación que puede agravar hasta límites indecibles la violencia sectaria, pues la provincia de Al Anbar, donde se sitúa esa plaza, es de abrumadora mayoría sunita.
Todo parece pender de un hilo. Las próximas semanas serán decisivas para dilucidar la cuestión si se produce o no un cambio en la estrategia norteamericana en el Medio Oriente y si este forma parte de un rediseño del mapa político-militar de la región.
[i] Thierry Meyssan, en Red Voltaire del 25.05.15.