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23
ABR
2015
Jesse y Walt, dos para el crimen.
Jesse y Walt, dos para el crimen.
Dos teleseries norteamericanas están remodelando al género policial y al thriller político.

En artículos anteriores de esta misma página, hemos destacado el interés que reviste el formato serial en la televisión. Se hizo hincapié en “Mad Men”, “Los Soprano” y “Broadwalk empire” (traducido como “El imperio del contrabando” en nuestro país). Ahora se puede volver sobre el tema para dar cuenta de otras dos notables producciones concebidas para ese formato. Una de ellas ha concluido ya y puede ser considerada, junto a “Mad Men”, como la más sólida y sutil de todas las producidas por la televisión norteamericana hasta el momento. Se trata de “Breaking bad” (“Corrompiéndose” o “Volviéndose malo”). La otra, “House of cards”, que tal vez pueda traducirse como “Castillo de naipes”, ha terminado su tercera temporada, se orienta hacia un pronto desenlace y ostenta también valores narrativos y argumentales de una calidad indudable.

“Breaking bad” está concebida, orientada en las líneas maestras del relato y guionada por Vince Gilligan, junto a un equipo de colaboradores, y dirigida tanto por él como por otros realizadores. La serie narra la historia de Walter White (Bryan Cranston), un profesor de química subempleado respecto de sus capacidades: fue miembro de una empresa que se cuenta entre las líderes del sector y formó parte de un equipo que obtuvo el premio Nobel por un hallazgo en ese campo, pero su situación al momento de comenzar la serie no guarda relación con sus aptitudes. Walter es un tipo en apariencia feliz, pero está sumergido en una rutina docente que no ofrece compensaciones ni intelectuales ni dinerarias. Tiene un hogar modélico, una esposa devota y embarazada, un hijo afectado por una parálisis que condiciona sus movimientos y su habla, pero que no afecta su capacidad de comprensión y de desempeño intelectual en la escuela; un cuñado en la DEA y una mediocre entrada de unos 47.000 dólares anuales, suficientes apenas para sostener su confortable hogar y pagar para él y su familia un seguro de salud que cubre tan solo los requerimientos básicos. En este escenario cae sobre él la noticia de que padece un cáncer de pulmón incurable y cuyo tratamiento, que le permitiría prolongar su existencia por unos tres años como máximo, se encuentra totalmente fuera de sus posibilidades económicas. En este contexto, y queriendo dejar a su familia en una posición desahogada después de su muerte, decide utilizar sus potencialidades científicas para producir y traficar droga elaborada de acuerdo a procedimientos químicos. Se hace llamar Heisenberg (el nombre del premio Nobel  que encabezó el proyecto nazi para la bomba atómica) y, asociado a un ex alumno que trafica en pequeña escala, se lanza a la producción de un material sintético, la metanfetamina, a la que elabora con un grado de excepcional pureza. Todo esto lo precipita en un submundo infernal, que cambia al aparentemente inocuo profesor en un criminal obsesionado por un sueño de poder. La salvación de la familia, sin dejar de ser un motivo importante en el accionar de Walt, de alguna manera se convierte en un objetivo secundario, dando lugar a la liberación de un sueño de poder y venganza, y a un desmesurado resentimiento contra el mundo que, oscuramente, él entiende lo ha postergado. Su enfermedad le revela ese nudo problemático a través de lo que podría denominarse una catarsis negativa, que lo hace despeñarse en el crimen.

Como en todas las obras de ficción concebidas con talento (y aquí hay mucho) las posibles inverosimilitudes de la trama se esfuman en el torrente del suspenso. Determinante resulta la finura psicológica con que están elaborados los personajes. Walter va evolucionando de manera insensible desde el apacible hombre de hogar que aparentaba ser, hasta convertirse en un monstruo que, sin embargo, no deja de ser sujeto de identificación para el espectador, pues junto a implacable proceder pervive una adicción a la familia que le sigue otorgando una coloración simpática. Junto a él florece una riquísima galería de personajes que van desde sus vínculos familiares, portadores de una variada personalidad, pero más o menos ajustada a pautas normales y en cualquier caso alejadas del “lado oscuro de la fuerza”, a los tipos inmersos en el mundo de la transgresión pura y, en general, tenebrosa.

La cinematografía –dirección, montaje, fotografía- es irreprochable y de una inventiva inagotable. El árido paisaje de New Mexico es un personaje más, con su aridez, sus nubes y cielos transparentes, mientras que los confortables hogares y la parafernalia de gadgets que habitan a la sociedad de consumo norteamericana contribuyen a crear un contrapunto entre la lisura del entorno y la ferocidad que existe en su centro.

Las interpretaciones no tienen grietas y se ven favorecidas por la riqueza tipológica de los personajes. No puedo opinar sobre la verosimilitud de los delincuentes, pues uno nunca ha frecuentado ese ambiente, pero su contextura dramática es sólida. Sin duda capturan la atención del espectador por lo torcido de sus vericuetos: el personaje de Gus Fring (Giancarlo Esposito), por ejemplo, un atildado hombre de color y pilar de la sociedad de Albuquerque que es en realidad un patrón del narcotráfico, y Mike (Jonathan Banks), su sicario, un ex policía corrupto que conoce que ha perdido su alma y que asume su destino con una mezcla de frialdad y fatalismo que lo torna en una figura fascinante, son retratos que van a perdurar en la galería de los villanos del cine. O de la tele. En este espacio poblado de caracteres violentos, el abogado tránsfuga (Bob Odenkirk) introduce un contrapunto irónico: su fracaso en tratar de introducir cierta lógica práctica en el comportamiento de sus clientes es casi cómico. 

En el trabajo sobre los personajes más cotidianos se puede percibir también el excelente nivel de elaboración que los guionistas y los actores han alcanzado. Es de una finura y una capacidad de observación notables. Los personajes de Skyler (Anna Gunn), la esposa de Walt; de Mary (Betsy Grant), la cuñada, y de Hank (Dean Norris), el concuñado policía, son muy jugosos. El papel de Mary, en especial, no tiene desperdicio: habladora, fuertemente apegada a su marido y su familia, cleptómana y no muy amplia de entendederas, es un complemento problemático para el grueso, calvo y vulgar, pero generoso, Hank. Complementa el cuadro familiar el hijo de Walt, Flynn (R.J. Mitte), que padece una parálisis cerebral leve (como el actor que lo interpreta) y que tiene un amor desarmado por su padre; un cariño que se verá puesto a prueba en la parte final de la historia.

Otro de los puntales de la serie es Jesse Pinkman (Aaron Paul), el ex alumno de Walt, un yonqui bastante desamparado pese a sus desplantes, que cae en una relación matizada por el odio y también por cierta dependencia filial respecto de Walt, en quien encuentra a un amo despótico, desconsiderado, pero sin embargo capaz de darle aquello de lo que su propia familia no había sabido proveerlo: protección y una especie de comprensión manipuladora a la que sin embargo no deja de sentir como una suerte de cobertura paternal. Los altibajos de esta relación son uno de los atractivos dramáticos de la serie, ya que se combinan con la aparición otra especie de padre sustituto para Jesse: Mike, el “hit-man” de Gus. 

Al revés de lo que solía ocurrir en los relatos policiales clásicos, donde el bien y el mal están claramente contrastados, en “Breaking bad” esa antinomia no existe. No hay una polarización maniquea. Se mantiene, eso sí, esa cosificación de la muerte que implica el reemplazo del destino humano por el del crimen y no se rompe la regla del filme negro según la cual la preocupación determinante es la de “la seguridad individual, la protección del destino personal de alguien (o de alguna familia) en una porción limitada de la vida”, como señalara Ernest Mandel. [i] Pero si no se indaga sobre el amplio contexto social que envuelve al problema del narcotráfico y a la conexión que hay entre este y la degradación de un sistema capitalista que gira sobre sí mismo a una velocidad cada vez más grande y cuyo engranaje muele la vida personal con absoluta indiferencia, hay en “Breaking bad” sobrados elementos para hacerse una idea de la singularidad de los seres humanos frente al choque con la realidad bruta. Y hay una consistente realidad dramática que coloca a esta serie en el podio del formato narrativo, tan prometedor como lleno de riesgos, que es hoy dominante en el plano de la ficción televisiva.

Macbeth en Washington

Aunque inspirada en una novela y una serie original inglesas, la teleserie “House of Cards” se sitúa en la capital del Imperio. “The House” es el apelativo familiar que designa al Congreso norteamericano. Una apertura que nos pasea por las calles de Washington y pone de manifiesto sus edificios y paisajes emblemáticos con una tonalidad fría, bellamente glacial, instala al televidente en el corazón de un espacio desangelado. El vehículo para la intriga lo compone la pareja integrada por Frank Underwood (Kevin Spacey) y su esposa Claire (Robin Wright). Él es el jefe de disciplina (“whip”, látigo) de la bancada demócrata en la Cámara de Representantes, y ella está a cargo de una organización sin fines de lucro dedicada a luchar por la pureza ambiental. Ambos son desaforadamente ambiciosos y han organizado su vida de acuerdo a un proyecto que debe propulsar a Frank a la cima del poder, con Claire como asistente y, quizá, eventual sucesora. Al culminar la tercera temporada de la serie esos objetivos están cumplidos, o casi. Frank es presidente y su esposa embajadora de Estados Unidos en la ONU. Para ello han tenido que pasar cosas oscuras: dos asesinatos disimulados como suicidios y una serie de tramoyas y traiciones políticas que sin embargo no han alejado a Frank de un tembladeral que pone en peligro su nominación como presidente para un nuevo período.

La impronta de la serie tiene un tratamiento realista, por supuesto, pero sin excluir un toque shakesperiano que conviene a una historia de esta naturaleza: Frank suele romper “la cuarta pared” que separa al actor del espectador y a menudo toma al público como su confidente, brindándole sus reflexiones más cínicas. Más allá de las peripecias de los dos personajes, que concentran la atención y que cobran una gran validez por la estupenda prestación de Spacey y de la bella y muy sugestiva Robin Wright, hay un retrato vivísimo del mundillo de la política, de las transacciones, los pactos espurios, las componendas con la prensa y la hipocresía, que recubre con palabras benevolentes las intenciones más despiadadas. El programa económico que Frank pretende instrumentar se ajusta a las normas de la ortodoxia neoliberal y por ello rompe con la tradición que se supone populista de su partido, en particular con la de su ala más radical. Intenta una maniobra maquiavélica: correr a los republicanos por derecha, sacando dinero a través del recorte de los programas sociales, para con él fomentar un plan de empleo que según aduce generará un cambio positivo y reavivará la esperanza… en conseguir un nuevo mandato para seguir practicando lo que más ambiciona en la vida, el ejercicio del poder.

Sin embargo, la aproximación al nudo problemático de las cosas es más aparente que real. En efecto, si los mecanismos burocráticos, mediáticos y políticos son descritos sin piedad, la serie no aborda la raíz de los fenómenos –que no es otra que la decadencia del capitalismo senil, que aboca al mundo a la catástrofe con sus consignas que no proponen otra cosa que la más feroz apropiación y concentración de la riqueza-, limitándose a dibujar los perfiles de quienes son los emergentes de la clase ejecutiva encargada de efectuar el proyecto. No es poco. Desde luego, Frank y Claire son arquetipos que no se ciñen a la reproducción de una pareja presidencial cualquiera; aunque la conexión con Bill y Hillary Clinton aflora de manera implícita, valen sobre todo por sí mismos, en el ámbito de la creación dramática.

Justamente la violación de este principio de autonomía dramática es lo que hace que, en su tercera temporada, la serie flojee un poco. Se introducen allí elementos de una actualidad fáctica cuya realidad inhibe la descripción libre que es precisamente lo que anima el desempeño de los dos personajes centrales. La aparición de un presidente ruso –retrato muy desafortunado de Vladimir Putin, que bordea la caricatura- achata esa disposición y lleva a la serie al campo de la convención propagandística. Aquí apunta el peligro que más amenaza al formato narrativo al que nos estamos refiriendo: el de ser víctima de su propio éxito, al querer prolongarlo y por consiguiente hacerse incapaz cerrar el círculo del relato, abriendo historias paralelas que dispersan la atención o que obligan a entrar en consideraciones que, por imperio de la corrección política -o sea, de una disimulada censura-, le quitan aire a la historia.

Otro de los rasgos y riesgos de este tipo de estructura abierta es que su permanencia en cartel durante varias temporadas depende en gran medida de su conexión con el público. El ranking es un dictador. Hay que lograr calidad y suspenso para que el interés se mantenga y la serie siga generando dividendos.

Esto pone las cosas en un terreno ambiguo. Por un lado se puede achatar la intriga y hacerla más aburrida, al esforzarse en forzar su rentabilidad, pero por otra parte los guionistas tienen tiempo de hacer evolucionar a sus criaturas y moverlas hacia espacios que quizá no habían previsto en un comienzo, lo que les da una libertad casi balzaquiana: los personajes se independizan hasta cierto punto del esquema inicial de quienes los han fraguado y pueden evolucionar casi de manera autónoma. Esto es lo que se percibía en “Breaking Bad” y puede estar pasando en “House of Cards”.

En el caso de “Breaking Bad” el viaje culminó con éxito. Habrá que ver como los realizadores de “House of Cards” –Beau Willimon y una procesión de otros directores- se las arreglan para culminar su relato.

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[i] Ernest Mandel, “Crimen delicioso”, ediciones RyR, pag. 101. 

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